Martha llevaba su bello abrigo de topo, abierto sobre un vestido vaporoso como un velo; la lluvia, entre el taxi y la entrada, había tenido tiempo de motearle de manchas oscuras el sombrero color gris perla en forma de yelmo; estaba frente a él, las piernas muy juntas, envueltas en seda color albaricoque, como en un desfile. Sin moverse de donde estaba alargó los brazos hacia atrás y cerró la puerta. Se quitó los guantes. Fijamente, sin sonreír, se quedó mirando a Franz como si no hubiera esperado verle allí. El se cubrió con las manos la nuez desnuda y emitió una larga frase, pero se dio cuenta, con sorpresa, de que no parecían salirle las palabras, como si las hubiera tecleado en una máquina de escribir a la que se le había olvidado poner cinta.

—Dispénsame por venir así, sin avisar —dijo Martha—, pero es que temía que estuvieses enfermo.

Trémulo, parpadeante, cayéndosele el labio inferior, Franz comenzó a ayudarla a quitarse el abrigo. El forro de seda era carmesí, carmesí como labios o como animales desollados, y olía a cielo. Dejó el abrigo y el sombrero sobre la cama, y un sereno observador agazapado en medio de la tormenta en que se debatía su conciencia, después de dispersados sus otros pensamientos, le dijo que este acto era como el del pasajero de tren que marca el asiento que está a punto de ocupar.

La habitación estaba húmeda, y Martha, que apenas llevaba nada debajo del vestido, aparte de medias y ligas, sintió un escalofrío.

—¿Qué te ocurre? —dijo—, pensé que te alegrarías de verme, pero no dices una palabra.

—No, si estoy hablando —respondió Franz, haciendo lo posible por dominar con su voz el zumbido que le rodeaba.

Estaban ahora frente a frente en medio de la habitación, entre una carta sin terminar y una cama sin hacer.

—No me gusta mucho tu bata —dijo ella—, pero me encanta tu pijama. Qué tela más bonita —continuó, frotándola entre los dedos junto al cuello desnudo—, fíjate, duerme con la pluma en el bolsillo del pecho, vamos, el perfecto hombrecito de negocios.

El comenzó por sus manos, hundiendo la boca en las palmas cálidas de ella, acariciándole los nudillos fríos, besándole la pulsera. Ella le quitó con suavidad las gafas, y, como si también estuviese ciega, le hurgó, tanteante, en los bolsillos de la bata, enloqueciéndole con ello. El rostro de Martha estaba ahora lo bastante cerca del suyo, y suficientemente alejado del mundo invisible, para permitir a Franz dar el paso siguiente. Cogiéndola por las caderas, Franz se sació de su boca, activa y a medio abrir; ella se desasió, temiendo que su juvenil impaciencia se resolviera prematuramente; él hozaba en su cuello suave y hondo.

—Por favor —murmuraba—, por favor, te lo suplico.

—No seas tonto —dijo ella—, claro que sí, pero antes tienes que cerrar la puerta con llave.

Franz fue hacia la puerta, volviéndose a poner automáticamente las gafas y dejando delante de ella, en el suelo, su zapatilla derecha en prenda de pronto regreso. Luego, con su deseo a la vista y los ojos aviesos al amparo de las gafas potentes, trató de empujarla hacia la cama.

—Espera, espera un momento, querido mío —dijo ella, apartándole con una mano y buscando frenéticamente en su bolso con la otra—, mira, te tienes que poner esto, te lo pongo yo, querido bruto.

—Ahora —gritó, después de verle magníficamente envainado; y, descubriéndose los muslos y sin siquiera echarse, gozando de su ineptitud, dirigió sus estocadas hacia el blanco, y luego, el rostro contraído, echó hacia atrás la cabeza e hincó sus diez uñas en las nalgas de Franz.

En cuanto terminaron, Martha vaciló y se dejó caer de golpe sobre el borde de la cama, contra la que había estado hasta entonces en pie. Todo había sido tan maravilloso que ella tardó en darse cuenta de que estaba sentada sobre su bolso de imitación de piel de cocodrilo, el segundo mejor que tenía.

Franz quería seguir sin más, pero ella le dijo que ante todo tenía que quitarse el vestido y las medias y acomodarse bien en la cama. Pasaron el abrigo y el sombrero a una silla. Lo que Martha llamaba «tu paracaídas» fue bien lavado y aclarado y vuelto a poner en su sitio. Franz y Martha se admiraron mutuamente. Los pechos de ella eran decepcionantemente pequeños, pero estaban encantadoramente formados.

—Nunca pensé que serías tan delgado y peludo —le dijo, acariciándole.

El vocabulario de Franz era más primitivo todavía.

No tardó la cama en entrar en movimiento. Se deslizó por sus cauces, chirriando discretamente como un coche-cama cuando el expreso arranca de una estación soñolienta.

—Tú, tú, tú —murmuraba Martha, apretándole suavemente entre sus rodillas a cada jadeo, siguiendo con los ojos húmedos las sombras de los ángeles que agitaban sus pañuelos en el techo, que se movía con creciente rapidez.

Y ahora la habitación estaba vacía. Los objetos yacían, se erguían, colgaban, en las posturas indiferentes que los humanos les imponen y las cosas adoptan en ausencia del hombre. El bolso de imitación de cocodrillo estaba en el suelo. Un corcho empapado en azul, que acababa de ser extraído de un tintero para volver a cargar la estilográfica, vaciló un instante, luego rodó en semicírculo hasta el borde de la mesa enmantelada, de donde saltó al vacío. Con ayuda de la lluvia, que caía reciamente, el viento trataba de abrir la ventana, sin conseguirlo. En el desvencijado armario ropero una corbata azul con pintas rojas se deslizó de su gancho, onduleante como una serpiente. Una novela en rústica que yacía sobre la cómoda, abierta en el capítulo quinto, se saltó varias páginas.

De pronto el espejo hizo una señal: un brillo de advertencia. Reflejó un sobaco azulado y un bello brazo desnudo. El brazo se estiró, y volvió a caer, sin vida. Poco a poco la cama volvió a Berlín, desde el Edén, y fue recibida por una explosión de música de la radio del piso de arriba, que cambió inmediatamente a un excitado parloteo, reemplazado también por la misma música, más lejana ahora. Martha yacía con los ojos cerrados, y su sonrisa componía dos hoyuelos en forma de hoz a ambos lados de su boca, fuertemente cerrada. Los hilos negros, antes impenetrables, estaban ahora echados hacia atrás, despejando las sienes, y Franz, junto a ella, apoyado en el codo, contemplaba fijamente su tierna oreja desnuda, su límpida frente, hasta encontrar de nuevo en este rostro aquel atisbo de Madonna que, aficionado como era a las comparaciones, ya había notado tres meses antes.

—Franz —dijo Martha sin abrir los ojos—, Franz, ¡fue gloria pura! Nunca, nunca...

Se fue una hora más tarde, prometiendo a su pobre queridito que la próxima vez tomaría precauciones menos crueles. Antes de salir estudió minuciosamente todos los rincones de la habitación, recogió el pijama de Franz, le quitó del bolsillo la pluma estilográfica y la dejó en la mesita de noche, cambió de sitio la silla, observó que tenía los calcetines rotos y que le faltaban botones, y dijo que, en general, iba a haber que arreglar un poco mejor el cuarto: pañitos posavasos, quizás, y, por supuesto, un canapé con dos o tres cojines de colores vivos. Habló del canapé con el casero, a quien encontró dando paseos por el pasillo muy tranquilo, en espera, sin duda, de poder barrer el cuarto y llevarse las cosas del café. Sonriendo ya a Martha, ya a Franz, y frotándose las palmas ásperas, dijo que, en cuanto volviese su mujer, volvería también el canapé. Como jamás había sacado de allí un canapé para mandarlo a arreglar (el lugar vacío lo ocupaba antes el piano de un inquilino anterior), respondió con gran satisfacción a las preguntas de Martha, que eran muy precisas. En general, el viejo y gris Enricht, con sus zapatillas de fieltro de andar por casa adornadas con hebillas, estaba contento de su vida, sobre todo desde el día en que descubriera que tenía el original don de transformarse en toda clase de seres: caballos, cerdos, chicas de seis años con gorro de marinero. Y es que, realmente, Enricht (y esto, como es natural, él lo guardaba en secreto) era el famoso ilusionista y prestidigitador Menetek-El-Pharsin.