Como de costumbre, quiero observar aquí que, como de costumbre (y, como de costumbre, cierta gente sensible que conozco pondrá cara de enojo), la delegación vienesa no ha sido invitada. Pero si, así y todo, algún audaz freudiano se las arregla para entrar sin que le vean, habrá que advertirle que he distribuido por la novela cierto número de crueles trampas.

Y, para acabar: la cuestión del título. Las tres figuras de baraja, copas todas ellas, se conservan, aunque hayamos descartado una pequeña pareja. Las dos cartas nuevas que me han tocado pueden justificar la timba, porque siempre participé en ella. Ajustada, estrecha, apretadísimamente entre el escozor del humo del tabaco, empieza a entresalir un pico. Corazón de rana, como decimos en buen ruso. Y ¡aleluya! Esperemos que mis viejos y buenos compañeros de juego, con buenas cartas y buena suerte, piensen que estoy tratando de epatarles.

VLADIMIR NABOKOV

28 de marzo de 1967

Montreux

I

La enorme manecilla negra del reloj sigue inmóvil, pero está a punto de hacer su ademán de cada minuto; ese elástico sobresalto pondrá todo un mundo en movimiento. El rostro del reloj se apartará lentamente, lleno de desesperación, desprecio y tedio, mientras las columnas de hierro, una a una, comenzarán a pasar ante nosotros, llevándose consigo la bóveda de la estación, como suaves atlantes; el andén comenzará a alejarse, y con él irán hacia un destino desconocido colillas, billetes usados, puntos de luz solar y saliva; un carrito de equipaje se deslizará ante nuestra vista sin que sus ruedas dejen de estar inmóviles; y tras de él irá un kiosco de periódicos cubierto de revistas de seductoras portadas: fotografías de bellezas desnudas, color gris perla; y la gente, la gente, la gente del andén móvil, moviendo también ellos los pies sin salir de su inmovilidad, dando largos pasos hacia adelante y retirándose al mismo tiempo, como en un agonizante sueño lleno de increíble esfuerzo, náusea, presas las pantorrillas de una algodonada debilidad, se inclinará hacia atrás, hasta caer casi boca arriba.

Había más mujeres que hombres, como ocurre siempre en las despedidas. La hermana de Franz, en sus mejillas tenues la palidez de la hora temprana y un desagradable olor a estómago vacío, envuelta en una esclavina a cuadros que se diría impropia de una chica de ciudad; y su madre, pequeña, redonda, toda de marrón como un pequeño monje denso y prieto. Ved los pañuelos, ya empiezan a agitarse.

Y no sólo huyeron estas dos sonrisas familiares; no sólo se alejó la estación, llevándose consigo su kiosco de periódicos, su carrito del equipaje y su vendedor de sandwiches y fruta, cuyas bonitas fresas, gordas y abultadas, rojas y relucientes, decían a voces comedme, proclamando su afinidad con las papilas gustativas; lejano ya todo, por desgracia; y no sólo esto quedó atrás: el viejo burgo envuelto en su rosada neblina matinal se alejaba también: el gran Herzog de piedra de la plaza, la catedral oscura, los letreros de las tiendas: una chistera, un pez, la bacía de cobre de un barbero. Y no había ya manera de parar al mundo. Las casas se deslizan solemnemente ante nuestros ojos, las cortinas se agitan en las ventanas abiertas de su casa, los suelos chirrían un poco, las paredes crujen, su madre y su hermana están tomando el café del desayuno en plena corriente, los muebles se estremecen por causa de las crecientes sacudidas, y las casas, la catedral, la plaza, las callejas corren cada vez más rápida y misteriosamente. Y aunque ya los campos cultivados habían desplegado tiempo ha su colcha de remiendos ante la ventanilla del vagón, Franz seguía sintiendo en sus mismos huesos el movimiento regresivo de la pequeña ciudad donde había pasado veinte años de su vida. Además de Franz, en el compartimento de tercera clase y bancos de madera, había dos ancianas vestidas de pana; una mujer rolliza de inevitables carrillos rojos con su inevitable cesto de huevos en el regazo; y un muchacho rubio con pantalones cortos color canela, recio y anguloso, muy parecido a su propia mochila, llena a reventar y como esculpida en piedra amarilla: se la había quitado de encima con gran energía para arrojarla a la red. El asiento junto a la puerta, enfrente del de Franz, lo ocupaba una revista con la foto de una imponente muchacha; y junto a la ventana, en el pasillo, de espaldas al compartimento, estaba en pie un hombre de anchos hombros con abrigo negro.

El tren avanzaba rápido ahora. Franz súbitamente se apretó el costado con la mano, sobrecogido por la idea de haber perdido la cartera, que tantas cosas contenía: el pequeño billete y una tarjeta de visita con la valiosa dirección de un desconocido, más todo un mes de vida humana en marcos alemanes. La cartera seguía sin novedad en su sitio, dura y cálida. Las viejas damas comenzaron a moverse y a susurrar, desempaquetando sandwiches. El hombre del pasillo se volvió y, con un ligero bandazo, retrocediendo medio paso y sobreponiéndose luego al vaivén, entró en el compartimento.

Había perdido la mayor parte de la nariz, o nunca le había crecido. La piel pálida, semejante a pergamino, se adhería a lo que le quedaba de puente con repulsiva tirantez; las ventanas habían renunciado a todo sentido de la dignidad y se encaraban con el intimidado espectador como dos agujeros súbitos, negros y asimétricos; las mejillas y la frente mostraban toda una gama geométrica de sombras: amarillentas, rosadas, y muy relucientes. ¿Había heredado esa máscara? Y, si no, ¿qué enfermedad, qué explosión, qué ácido le había desfigurado? Carecía casi por completo de labios; la ausencia de pestañas daba a sus ojos una expresión de sobresalto. Y, sin embargo, aquel hombre iba vestido con elegancia, muy acicalado, y estaba bien formado. Llevaba un traje cruzado bajo el grueso abrigo. Su cabello era liso, como el de un peluquín. Se tiró de las perneras al sentarse con movimientos tranquilos, y sus manos, enguantadas de gris, abrieron la revista que había dejado sobre el asiento.

El estremecimiento que había pasado entre los omoplatos de Franz se reducía ahora a una extraña sensación en la boca. Se notaba la lengua repulsivamente viva, el paladar desagradablemente húmedo. La memoria le brindó su galería de imágenes de cera, y se dio cuenta, se dio cuenta de que allí mismo, en algún lugar de su extremo más lejano, le esperaba una cámara de los horrores. Se acordó de un perro que había vomitado en el umbral de una carnicería. Se acordó de un niño, una criaturita, que, inclinándose, con la dificultad propia de su edad, había recogido cuidadosa y diligentemente una porquería, algo que parecía un chupete. Se acordó de un viejo que tosía en un tranvía y había disparado un cuajarón de moquita contra la mano del cobrador. Todas éstas eran imágenes que Franz solía mantener a raya, pero que, como un enjambre, estaban siempre al acecho en el fondo de su vida y le saludaban con un espasmo de histeria cada vez que se enfrentaba con una nueva impresión que las recordase. Después de un ataque de este tipo, en aquellos días todavía recientes, se solía tirar boca abajo en la cama para tratar de combatir así el ataque de náusea. Sus recuerdos del colegio parecían evitar siempre todo contacto, posible o imposible, con la piel sucia, granujienta, resbaladiza de alguien que le indujera a participar en algún juego o se empeñara en comunicarle algún baboso secreto.