Echado en la cama, Franz miró la neblina azul de un techo con los ojos entornados, de miope, y luego, de lado, una mancha radiante que indudablemente era una ventana. Y con objeto de liberarse de esta dorada vaguedad, con tantas reminiscencias aún de un sueño, alargó la mano hacia la mesita de noche y tanteó en busca de las gafas.

Y sólo cuando sus dedos las tocaron, o, más exactamente, el pañuelo en que estaban envueltas como en un sudario, sólo entonces recordó Franz el absurdo contratiempo en el estrato inferior del sueño. Al entrar en la habitación por primera vez, mirando en torno a sí y abriendo la ventana (para descubrir que daba a un patio oscuro y a un árbol oscuro y ruidoso) se había quitado ante todo de un tirón el cuello sucio que le apretaba y, acto seguido, comenzado apresuradamente a lavarse la cara. Como un imbécil, había dejado las gafas en el borde del lavado junto a la palangana, y, al levantarla, pesada como era, para vaciarla en el cubo, no sólo tiró violentamente las gafas, sino que, haciéndose enseguida a un lado con torpeza y sin soltar la palangana, oyó bajo sus pies el ruido de algo que se rompía.

Tratando de reconstruir mentalmente este suceso, Franz hizo un gesto y gimió. Su bota había borrado de golpe todas las luces festivas de la Friedrichsstrasse. Ahora tendría que llevar las gafas a que se las arreglaran: sólo quedaba una lente en su sitio, y aun ésta agrietada. Palpó, más que examinó, la lente rota. Mentalmente ya estaba en la calle, camino de la tienda adecuada. Eso, lo primero; luego la importante y muy temida visita. Y, recordando la insistencia de su madre en que dedicase a esa visita la primera mañana de su estancia en Berlín («Es justo el día en que los hombres de negocios se quedan en su casa»), Franz recordó también que era domingo.

Chasqueó la lengua y siguió echado, sin moverse.

La complicada pero familiar pobreza (incapaz de sufragar artículos caros de repuesto). Le producía ahora una sensación de pánico primigenio. Sin sus gafas estaba casi ciego, a pesar de lo cual iba a tener que lanzarse a un arriesgado viaje por una ciudad extraña. Imaginó los espectros rapaces que se congregaban la pasada noche cerca de la estación, sus motores en marcha y sus portezuelas cerrándose de golpe, cuando él, aún en posesión de sus gafas, pero con la visión empañada por la noche lluviosa, comenzaba a cruzar la plaza oscura. Se había acostado inmediatamente después del contratiempo, sin darse el paseo con el que tanto había soñado, sin gozar del primer contacto con Berlín en la hora misma de su voluptuoso relucir y hervir. En su lugar, y a modo de lamentable autocompensación volvió a sucumbir aquella primera noche al ejercicio solitario que había jurado abandonar antes de salir de viaje.

Pero pasar el día entero en aquella habitación hostil de hotel, entre objetos hostiles y desdibujados, esperando, sin nada qué hacer, a que llegase el lunes y se abriera una tienda con un rótulo (¡aviso clarísimo!) en forma de gigantescos anteojos azules, era una perspectiva que se le antojaba intolerable. Franz apartó de sí la colcha y fue, descalzo y silencioso, a la ventana.

Le dio la bienvenida una mañana levemente azul y delicada, maravillosamente soleada. Ocupaba la mayor parte del patio el terciopelo negro de lo que parecía la sombra extendida y mate de un árbol, sobre la que apenas pudo distinguir el confuso tono naranja de lo que se diría exuberante follaje. ¡Pingüe ciudad, por cierto! Afuera todo parecía tan tranquilo como en la remota serenidad de un luminoso otoño rural.

¡Vaya, era en la habitación donde estaba el ruido! Su alboroto se componía del zumbido hueco de tediosos pensamientos humanos, el estruendo de una silla que se mueve, bajo la que se escondía desde hacía tiempo a sus ojos cegatos un calcetín imprescindible, el chapoteo del agua, el tintinear de monedas tontamente caídas de un esquivo chaleco, el roce de su maleta al arrastrarla a un rincón lejano donde no habría peligro de volver a tropezar con ella; y, luego, un ruido extra de fondo: gemidos y estrépito de la habitación misma, como la voz amplificada de una concha marina, en contraste con esa quietud soleada, sobrecogedora, milagrosa, conservada como un vino caro en las frescas profundidades del patio.

Finalmente Franz consiguió dominar los borrones y los obstáculos de la niebla, dio con su sombrero, rehuyó el abrazo del grotesco espejo y se dirigió a la puerta. Sólo su rostro estaba desnudo. Una vez superadas las escaleras, donde un ángel cantaba mientras daba lustre al pasamano, mostró al empleado de recepción la dirección en la inestimable tarjeta, y éste le dijo qué autobús coger y dónde esperarlo.

Vaciló un momento, tentado por la mágica y majestuosa posibilidad de un taxi, y si la rechazó no fue sólo por lo que pudiese costarle, sino también porque su patrono en potencia podría considerarle un despilfarrador si llegaba en tal pompa.

Una vez en la calle fue absorbido por un esplendor torrencial: no había perfiles, los colores carecían de substancia. Como el vestido levísimo de una mujer que se ha caído de su percha, la ciudad rielaba y se concretaba en fantásticos pliegues que no estaban sujetos a nada, una iridiscencia descarnada, suspendida laciamente en el cerúleo aire otoñal. Más allá del nacarado desierto de la plaza, al otro lado de la cual un coche pasaba de vez en cuando, raudo, con un estruendo de cláxones que para él era nuevo, se levantaban grandes edificios rosados, y de pronto, un rayo de luz, un relucir de cristal, le apuñalaba dolorosamente la pupila.

Franz llegó a una plausible esquina entre dos calles. Después de mucho agitarse y bizquear consiguió descubrir el manchón rojo de la parada del autobús, que ondeaba y fluctuaba como los pilares de una casa de baños cuando se bucea debajo de ella. El espejismo amarillo de un autobús se presentó ante él casi inmediatamente. Pisándole un pie a alguien, que, sin más, se disolvió a sus pies, como todo se disolvía a su paso, Franz se asió al pasamano, y una voz —la del cobrador sin duda— le ladró en la oreja:

—¡Arriba!

Era la primera vez que subía por este tipo de escalerilla en espiral (en su ciudad natal sólo había unos pocos tranvías), y cuando el autobús, con una sacudida, se puso en movimiento, y Franz entrevió el asfalto, que se levantaba aterrador, como un muro plateado, se agarró al hombro de alguien, y, arrebatado por la fuerza de una curva inexorable, durante la que el autobús entero le pareció a punto de zozobrar, levantó el vuelo y superó los últimos escalones, hasta verse en el piso superior. Se sentó y miró a su alrededor con indignación impotente. Flotaba muy alto, por encima de la ciudad. En la calle, a sus pies, la gente se escurría como medusas cada vez que se congelaba el tráfico. Entonces el autobús arrancó de nuevo, y las casas, sombras azules a un lado de la calle, desdibujadas por el sol al otro, embramadas de sol en el lado, pasaban de largo como nubes, fundiéndose imperceptiblemente con el cielo delicado. Así es como vio Franz la ciudad por primera vez: fantasmal, etérea, impregnada de colores acuosos, en nada parecida a su tosco sueño provinciano.

¿No se habría equivocado de autobús? No, le dijo el cobrador.

El aire limpio silbaba en sus oídos, y los cláxones se llamaban entre sí con voces celestiales. Captó una vaharada de hojas secas y una rama casi le rozó. Preguntó a un vecino dónde tendría que bajarse, pero todavía le quedaba mucho trayecto. Se puso a contar las paradas, a fin de no tener que volver a preguntar, y trató, en vano, de distinguir las encrucijadas. La velocidad, la vaporosidad, el olor a otoño, la calidad, semejante a un espejo, del mundo, se fundían para Franz en una sensación tan extraña de incorporeidad que movió deliberadamente la cabeza a fin de sentir la dureza del botón del cuello postizo, que, en aquel momento, le parecía prueba única de su existencia carnal.