Dreyer corrió al kiosco a todo trotar, escogió una moneda de las que tenía en la mano, cogió el periódico que quería, se le cayó al suelo, lo recogió, y volvió corriendo. Se subió de un salto, no muy elegantemente, al primer estribo que vio, pero no le fue posible abrir inmediatamente la portezuela. En el forcejeo se le cayó el puro, pero no el periódico. Riendo entre dientes y jadeando fue por el pasillo, pasó a otro vagón, a otro más. Finalmente, en el penúltimo pasillo, un sujeto grandote con abrigo negro que estaba cerrando una ventanilla se hizo a un lado para dejarle pasar. Dreyer vio el rostro sonriente de un hombre talludo con naricilla de mono. «Es curioso», pensó, «me gustaría encontrar un maniquí así para exhibir algo gracioso». En el vagón siguiente dio con su compartimento, pasó sobre la pierna sin vida, que ya se había convertido en un detalle familiar del ambiente, y se sentó sin hacer ruido. Le pareció que Martha estaba dormida. Abrió el periódico y sólo entonces se dio cuenta de que ella tenía los ojos fijos en él.

—Eres un imbécil —dijo, serena, y volvió a cerrar los ojos. Dreyer hizo una amable inclinación de cabeza y se sumergió en su periódico.

El primer capítulo de un viaje es siempre detallado y lento. Sus horas centrales son soñolientas, y las últimas rápidas. Franz no tardó en despertar e hizo algunos movimientos como de mordisquear con los labios. Sus compañeros de viaje dormían. La luz en la ventanilla se había amortiguado, pero, a modo de compensación, había aparecido en ella el reflejo de la pequeña golondrina reluciente de Martha. Franz se miró la muñeca, la esfera del reloj, reciamente protegida por su rejecilla metálica. Mucho tiempo había escapado de aquella celda. Sentía en la boca un gusto repulsivo. Se limpió cuidadosamente las gafas con un trapito especial y salió al pasillo en busca del retrete. Cogido de un asa de hierro, se dijo que era extraño y terrible estar sujeto a un boquete frío donde su flujo relucía y saltaba, con la tierra precipitándose tan cerca, oscura, desnuda y fatal.

Una hora más tarde despertaron también los Dreyer. Un camarero les trajo café-au-laity tazones. Martha criticaba cada sorbo que tomaba. La oscuridad se acentuaba sobre los campos desvanecientes, que parecían correr cada vez más veloces. Entonces la lluvia comenzó a golpetear suavemente contra la ventanilla: de vez en cuando se formaba un riachuelo en el cristal, serpenteaba, se detenía vacilante, y reanudaba luego su rápido y zigzagueante fluir hacia abajo. Fuera de las ventanillas del pasillo una estrecha y anaranjada puesta de sol ardía bajo un negro cúmulo que amenazaba tempestad. No tardó en encenderse la luz en el compartimento. Martha se miró largamente en un espejito, enseñando los dientes y levantando el labio superior.

Dreyer, ahito aún del agradable calor de su sueño, miraba las gotas de lluvia por la ventanilla azul oscura, pensando que mañana era domingo y por la mañana iría a jugar al tenis (costumbre reciente, adquirida con el ahínco desesperado de la edad madura), y que sería una lástima que el mal tiempo frustrase sus planes. Se preguntó si había hecho algún progreso, tensando inconscientemente el hombro derecho y recordando el campo de tenis soleado y magníficamente cuidado de su refugio tirolés favorito, recordó también al legendario jugador que se había presentado a jugar una partida local con abrigo de franela blanca, bufanda de club inglés en torno al cuello y tres raquetas bajo el brazo, que, sin prisas y con ademanes profesionales, se había despojado del abrigo, la bufanda de rayas y el jersey blanco que llevaba bajo el abrigo, y que finalmente, con un raudo movimiento del brazo, desnudo hasta el codo, había ofrecido retumbantemente al pobre Paul von Lepel el indolente y terrible regalo de la primera pelota de entrenamiento.

—Lluvia de otoño —dijo Martha, cerrando el bolso de golpe.

—Pse, llovizna —la corrigió Dreyer sin alzar la voz.

El tren, como si ya estuviera dentro del campo magnético de la metrópoli, iba ahora a increíble velocidad. Los cristales de la ventanilla estaban completamente oscuros: ni siquiera se distinguía el cielo. La tira llameante de un expreso pasó como un relámpago ante ellos en dirección contraria y desapareció estrepitosa, para siempre. Lo del viaje a América había sido una broma. Franz, que estaba de vuelta en el compartimento, se cogió de pronto, convulsivamente, un costado. Pasó otra hora y sólo lejanos racimos de luz, diamantinas conflagraciones, rompían las lóbregas tinieblas.

Dreyer se levantó poco después. Franz, con un escalofrío lleno de emoción que recorrió todo su cuerpo, se levantó también. Comenzaba el rito de la llegada. Dreyer bajó su equipaje de la red (le gustaba pasarles las maletas a los mozos desde la ventanilla), y Franz, poniéndose de puntillas, tiró también de su maleta. Chocaron, elásticas, ambas espaldas, y Dreyer rompió a reír. Franz empezó a ponerse la gabardina, pero no acertó al principio con el boquete de la manga, se puso su sombrero verde botella y salió al pasillo tirando de su reacia maleta. Más luces perforaban ahora la oscuridad y de pronto apareció, se diría que bajo sus mismos pies, una calle surcada por un tranvía iluminado; desapareció de nuevo detrás de paredes de casas que se barajaban rápidamente para volverse a tallar.

—¡Hale, date prisa! —imploró Franz.

Voló ante él una estación menor, un simple andén, un joyero a medio abrir, y todo se volvió de nuevo oscuro, como si no hubiera Berlín alguno en millas a la redonda. Finalmente, una luz de topacio se abrió sobre mil raíles e hileras de vagones mojados. Lenta, segura, suavemente, la enorme caverna de hierro de la estación atrajo al tren, que se volvió de pronto lento y pesado, y luego, de golpe, innecesario.

Franz bajó a la húmeda neblina. Al pasar junto al vagón en que había vivido vio a su compañero de viaje del bigote leonado bajar el cristal de la ventanilla y llamar a un mozo. Por un momento lamentó tener que separarse para siempre de la adorable, caprichosa dama de ojos endrinos. Entre la muchedumbre apresurada se alejó por el andén, inmensamente largo, entregó su billete al revisor con mano impaciente, y siguió, rebasando innumerables carteles, mostradores, floristerías, gente abrumada por maletas innecesarias, hasta una arcada: la libertad.

II

Niebla dorada, colcha esponjosa. Otro despertar, pero probablemente no el último todavía. Esto le ocurría con cierta frecuencia: vuelves en ti y te ves, pongamos por caso, sentado en un elegante compartimento de segunda clase, en compañía de una pareja de elegantes desconocidos; la verdad, sin embargo, es que se trata de un falso despertar, un simple estrato de tu sueño, como si te elevaras de estrato en estrato sin llegar nunca a la superficie, sin alcanzar nunca la realidad. Pero tu pensamiento encantado confunde cada estrato del sueño con la puerta de la realidad. Crees en ella, sales conteniendo el aliento de la estación a la que te llevaron fantasías inmemoriales, cruzas la plaza de la estación. Apenas distingues nada, porque la lluvia enturbia la noche, tus gafas están empañadas y lo que quieres es llegar cuanto antes al hotel fantasma que te espera al otro lado de la plaza, para lavarte la cara, cambiarte los puños de la camisa y lanzarte luego a merodear por las calles deslumbrantes. Algo ocurre, sin embargo —un contratiempo absurdo—, y lo que te parecía realidad pierde bruscamente todo picazón y gustillo de realidad. Tu consciencia se engañaba: sigues profundamente dormido. Un sueño incoherente embota tu cerebro. Y entonces llega un nuevo instante de aparente percepción: esta niebla dorada y la habitación de hotel en que te encuentras, cuyo nombre es «El Montevideo». Un tendero que conocías en tu tierra, un berlinés nostálgico, te lo había apuntado en un papel. Pero, a fin de cuentas, ¿quién sabe? ¿Es esto realidad, la realidad final, o de nuevo un simple sueño engañoso?