Estrechó la mano de Franz sin dejar de reír, y seguía riendo al dejarse caer sobre una de las sillas de mimbre. Tom seguía ladrando. De pronto Martha se inclinó bruscamente hacia adelante y el dorso de su mano llameante de anillos dio tal bofetada al perro que le hizo daño; Tom, gimiendo, escapó de allí.

—Delicioso —dijo Dreyer (el deleite ya había terminado), secándose los ojos con un gran pañuelo de seda—, de modo que tú eres Franz, el hijo de Lina. En vista de tal coincidencia, lo mejor es dejar a un lado el protocolo, me vas a hacer el favor de no tratarme de usted y llamarme tío, querido tío.

«Evitemos los vocativos», pensó Franz inmediatamente. A pesar de todo, empezaba a sentirse a gusto. Dreyer, sonándose la nariz en la neblina, estaba borroso, absurdo, inofensivo como esos seres completamente ajenos que encarnan a personas a quienes conocemos en sueños y nos hablan con voz falsa como amigos de toda la vida.

—Hoy estaba en forma —dijo Dreyer a su mujer—, y te voy a decir una cosa: tengo hambre. Me imagino que también el joven Franz estará hambriento.

—En un momento estará la comida —dijo Martha. Se levantó y desapareció.

Franz, sintiéndose más a gusto, dijo:

—Tengo que pedir excusas. Se me rompieron las gafas y apenas veo nada, de modo que me confundo un poco.

—¿Dónde te hospedas? —preguntó Dreyer.

—En el Video —dijo Franz—, junto a la estación. Me lo recomendó una persona que lo conoce.

—Muy bien. Sí, Tom, eres un buen perro. Y ahora lo primero será encontrarte una buena habitación cerca de aquí. Por cuarenta o cincuenta marcos al mes. ¿Juegas al tenis?

—Sí, por supuesto —replicó Franz, recordando el patio, la raqueta oscura de segunda mano comprada por un marco, bajo un busto de Wagner, en una tienda de chucherías, la pelota de goma negra y la pared de ladrillo reacia a toda cooperación y con un aciago agujero cuadrado donde crecía un alhelí.

—Ah, muy bien, pues jugaremos juntos los domingos. Te hará falta un traje como es debido, camisas, cuellos flexibles, corbatas, todo eso. ¿Qué tal te llevas con mi mujer?

Franz hizo una mueca, sin saber qué contestar.

—Estupendo —dijo Dreyer—, me figuro que ya estará la comida. Luego hablaremos de negocios. De negocios aquí se habla tomando café.

Su mujer apareció en la puerta. Le dirigió una mirada larga y fría, hizo un frío movimiento de cabeza, volvió a entrar en la casa. «Ese tono odioso, falsamente simpático, indigno, que adopta siempre con los inferiores», se dijo, cruzando el vestíbulo, de un color blanco marfil, donde había un peine blanco, impecable y hospitalario, junto con un cepillo de dorso también blanco, ambos sobre una servilleta bordada, bajo un espejo alto encajado en la pared. El chalet entero, desde la terraza enjalbegada hasta la antena de la radio, era así: pulcro, de perfiles preciosos y limpios, y, en conjunto, aséptico e insustancial. Al amo de la casa le parecía una broma. Y, en cuanto a la señora, su gusto no se guiaba por consideraciones estéticas o sentimentales; se limitaba a pensar que un hombre de negocios alemán razonablemente rico en plenos años veinte del siglo en curso, y en la parte oeste de Berlín, tenía que tener una casa exactamente como ésta, o sea, del mismo tipo, propio de las afueras, que los otros de su clase. Tenía todas las comodidades, y la mayor parte de ellas se desaprovechaban. Por ejemplo, en el cuarto de baño había un espejo redondo giratorio, del tamaño del rostro: era una grotesca lente de aumento con su propia luz eléctrica. Martha se la había dado tiempo hacía a su marido para que se afeitase, pero éste le cogió manía casi desde el principio; resultaba insoportable, por las mañanas, verse la barbilla brillantemente iluminada, ampliada hasta tres veces su volumen natural, puntuada por cerdas color herrín surgidas durante la noche. Las sillas del salón parecían de exposición en una tienda de lujo. Un escritorio con una innecesaria serie de cajoncillos sostenía, en lugar de una lámpara, un caballero de bronce levantando un farol en el aire. Había multitud de animales de porcelana de relucientes grupas, tan libres de polvo como privados de caricias, y cojines multicolores que ninguna mejilla humana había oprimido jamás en busca de abrigo; y álbumes —enormes objetos rebuscados y afectados, con fotografías de porcelana danesa y muebles de Hagenkopp— que sólo abrían los invitados más aburridos o tímidos. Todo lo que contenía la casa, incluidos los tarros cuya etiqueta decía «azúcar», «clavo», «achicoria», en las baldas de la idílica cocina, había sido elegido por Martha, a quien, siete años antes, su marido había regalado el recién construido chalet, vacío aún y preparado para gustar, sobre una bandeja de césped verde. Martha compró cuadros para distribuirlos por las habitaciones, bajo la supervisión de un pintor que estaba entonces muy de moda y pensaba que cualquier cuadro valía con tal de que fuese feo y carente de sentido, con gruesos grumos de pintura, cuanto más sucio y confuso mejor. Siguiendo el consejo del conde, Martha compró en subastas unos pocos cuadros al óleo, entre ellos el magnífico retrato de un patilludo caballero, de aspecto noble, con elegante chaqué, apoyado sobre un fino bastón, su figura iluminada como por un fusilazo contra un espeso fondo marrón. Junto a este cuadro, en la pared del comedor, puso un daguerrotipo de su abuelo, comerciante en carbón muerto hacía largo tiempo, de quien se sospechaba que había ahogado a su primera mujer en un pequeño lago alpino hacia 1860, aunque nunca fue posible probarle nada. También tenía grandes patillas y llevaba chaqué y se apoyaba en un fino bastón; de modo que su proximidad al suntuoso óleo (firmado por Heinrich von Hildebrand) transformaba a éste por arte de magia en retrato de familia.

—Mi abuelo —solía decir Martha, señalando el objeto genuino con un amplio ademán de su mano, describiendo un indolente arco que incluía al anónimo aristócrata, hacia el que inevitablemente se dirigía la mirada del embaucado invitado.

Lamentablemente, sin embargo, Franz resultó incapaz de distinguir ambos cuadros, ni tampoco pudo ver la porcelana, por muy hábilmente que Martha dirigiera su atención hacia las atracciones de la habitación. Percibía una delicada mezcla de colores, sentía el frescor de abundantes flores, apreciaba la dúctil suavidad de la alfombra bajo sus pies, y, de esta forma, por un capricho del destino, le fue posible darse cuenta de la calidad misma de que el mobiliario carecía, pero, según Martha debería tener, puesto que había pagado por ello: un aura de lujo, en la que, después de la segunda copa de vino pálido y dorado, Franz comenzó lentamente a disolverse. Dreyer se la volvió a llenar, y Franz, que no había desayunado, ni osado probar el enigmático primer plato, sintió que sus extremidades inferiores estaban ya completamente desvanecidas. Tomó dos veces el antebrazo desnudo de la doncella por el de Martha, pero enseguida se dio cuenta de que su anfitriona estaba sentada lejos de él, como un fantasma con el color dorado del vino. Dreyer, igualmente fantasmal, pero cálido y rubicundo, le estaba contando un vuelo que había hecho, dos o tres años antes, de Munich a Viena, en medio de una fuerte tormenta que agitaba y sacudía al avión, tanto que él se sintió tentado de gritarle al piloto: «Haga el favor de parar un momento», mientras su casual compañero de viaje, un inglés viejo, seguía con su crucigrama como si nada. Franz, oyéndole, se sumía en fantásticas dificultades con su vol-au-ventprimero, y con el postre después. Tenía la sensación de que, de un momento a otro, su cuerpo entero se iba a fundir por completo, dejando sólo la cabeza intacta, y que ésta, con la boca taponada por un buñuelo, comenzaría entonces a flotar por la habitación como un globo. El café y el curaçaoestuvieron a punto de acabar con él. Dreyer, girando lentamente ante él como una rueda llameante con brazos humanos en lugar de radios, comenzó a hablarle del empleo que le esperaba. Dándose cuenta del estado en que se encontraba el pobre muchacho, prefirió no entrar en detalles. Sí dijo, sin embargo, que Franz se iba a convertir enseguida en un excelente vendedor, que el principal enemigo del aviador no es el viento, sino la niebla, y que, como su sueldo, al principio, no iba a ser gran cosa, se encargaría él de pagarle el alquiler de la habitación y se alegraría de que Franz les visitase todas las tardes si lo deseaba, aunque no le sorprendería nada que para el año que viene hubiese ya línea aérea entre Europa y América. El tiovivo que giraba en la cabeza de Franz no acababa de detenerse; su sofá daba vueltas por la habitación en dorados círculos. Dreyer le miró con amable sonrisa y, anticipándose a la riña con que Martha iba a premiarle por tanta jovialidad, siguió vertiendo sobre la cabeza de Franz el contenido de un enorme cuerno de la abundancia, ya que tenía que recompensarle por la tremenda gracia que le había hecho el duendecillo de la coincidencia por intermedio de Franz. Y no sólo tenía que recompensarle a él, sino también a su prima Lina por la verruga de su mejilla y por su perrito, por la mecedora con su reposacabezas verde y en forma de salchicha, que llevaba bordada la leyenda: «Sólo media horita». Más tarde, cuando Franz, exudando vino y gratitud, se despidió de su tío, bajó cuidadosamente los escalones del jardín, salió cuidadosa y difícilmente por la puerta y, aún con el sombrero en la mano, desapareció doblando la esquina, Dreyer imaginó que el pobre muchacho se sumiría en una grata siesta en su cuarto de hotel, al tiempo que él mismo sentía descender sobre su persona el dichoso peso de la somnolencia y se retiraba al dormitorio.