Allí le esperaba Martha, envuelta en una bata color naranja, las piernas desnudas cruzadas, el cuello de un blanco aterciopelado cuyo encanto era resaltado por el negro de su moño bajo; estaba sentada ante el tocador, limándose las uñas, y Dreyer vio en el espejo el relucir de sus cabellos suaves, sus cejas fruncidas, sus pechos de muchacha. Un latido enérgico pero inoportuno despejó su somnolencia. Suspiró. No era ésta la primera vez que lamentaba que Martha considerara que hacer el amor por la tarde era una decadente perversión. Y como no levantaba la cabeza, se dio cuenta de que estaba irritada.

Dreyer dijo en voz baja, para empeorar las cosas y poder, así, dejar de lamentarse:

—¿Por qué desapareciste después de comer? Debiste esperar a que se fuera.

Martha, sin levantar los ojos, respondió:

—De sobra sabes que hoy estamos invitados a un té muy elegante y muy importante. No te vendría nada mal atusarte tú también un poco.

—Todavía tenemos una hora o así —dijo Dreyer—. La verdad es que había pensado echar una cabezada.

Martha siguió frotándose las uñas con un trozo de gamuza sin decir una palabra. Dreyer se quitó su chaqueta, supuestamente Norfolk; luego se sentó en el borde del sofá y se puso a quitarse los zapatos de tenis rojos, cubiertos de arena.

Martha se inclinó más aún y dijo con brusquedad:

—Es sorprendente la poca dignidad que tiene cierta gente.

Dreyer gruñó algo y se quitó con calma los pantalones de franela, luego los calcetines de seda blanca.

Un minuto o dos más tarde, Martha tiró algo que resonó contra la superficie de cristal de su tocador, y dijo:

—Me gustaría saber lo que piensa de ti ahora ese muchacho. Nada de protocolo, llámame tío... Es increíble.

Dreyer sonrió, culebreando con los dedos del pie:

—Se acabó, ya no juego más en canchas de tenis públicas —dijo—, para la primavera que viene me voy a hacer socio de un club.

Martha se volvió hacia él bruscamente, apoyando el codo en el brazo de su silla, dejó caer la barbilla contra el puño cerrado. Una pierna, cruzada sobre la otra, se mecía levemente. Observó a su marido, exasperada por la mezcla de malicia y deseo que veía en sus ojos.

—Bueno, pues ya tienes lo que querías —continuó—, ya puedes dedicarte a cuidar de tu querido sobrino. Me imagino que le habrás hecho montones de promesas. Y hazme el favor de cubrir esa obscena desnudez.

Envolviéndose en una bata, Dreyer se acomodó en el sofá de cretona. Qué pasaría, se preguntó, si le dijese algo así como: tú también tienes tus rarezas, amor mío, y algunas de ellas menos perdonables que la obscenidad de tu marido. Viajas en segunda clase en lugar de primera porque es igual de buena pero el ahorro es tremendo, figúrate que asciende a la increíble suma de veintisiete marcos y siete pfennigs, que, si no, desaparecerían en los bolsillos de los estafadores que inventaron la primera clase. Golpeas a un perro simpático y cariñoso porque los perros no deben reír a carcajadas. Bueno, de acuerdo: supongamos que todo eso está bien. Pero permíteme que juegue también un poco, mi sobrino déjamelo a mí...

—Está visto que no quieres hablarme —dijo Martha—, bueno, qué le vamos a hacer...

Volvió a ocuparse de sus uñas como gemas, mientras Dreyer pensaba: ¿por qué no te desahogas?, hale, vamos, aprovéchate por una vez y llora hasta que ya no puedas más, verás lo bien que te sientes después.

Carraspeó, preparando así el camino a las palabras, pero, como ya había ocurrido más de una vez, en el último momento decidió que lo mejor iba a ser no decir nada. No hay manera de saber si esto se debió al deseo de irritarla con su silencio o fue, simplemente, consecuencia de una sensación de agradable pereza, o quizás el temor inconsciente a darle el golpe final a algo que era preferible conservar. Retrepándose contra el cojín triangular, las manos muy hundidas en los bolsillos de su bata, se quedó contemplando a Martha en silencio; al cabo de un momento su mirada comenzó a recorrer la amplia cama de su mujer bajo la blanca colcha de batista rematada de encaje, lavable, de noventa por noventa pulgadas; estaba rigurosamente separada de la suya, también cubierta de encaje, por una mesita de noche sobre la que se abría de brazos y piernas una muñeca de trapo de piernas largas y cara negra. Esta muñeca y las colchas, como también los pretenciosos muebles, eran divertidos y al tiempo repelentes.

Bostezó y se frotó el puente de la nariz. Quizás, al fin y al cabo, fuera mejor mudarse de ropa sin más y ponerse luego a leer media hora en la terraza. Martha se quitó bruscamente la bata color naranja y, al echar los codos hacia atrás para ajustarse un collar, sus omoplatos desnudos y angelicalmente bellos se juntaron como alas que se pliegan. Dreyer se preguntó ávidamente cuántas horas tendrían que pasar hasta que le fuera permitido besar aquellos hombros; vaciló, lo pensó mejor, y se fue a su vestidor, al otro lado del pasillo.

En cuanto hubo cerrado silenciosamente la puerta, Martha se irguió de un salto y, furiosa, con un movimiento brusco la cerró con llave. Esto no era normal en ella, en absoluto, sino un impulso insólito que a ella misma le habría resultado difícil explicar, y tanto más carente de sentido porque iba a hacerle falta la doncella dentro de un minuto, y entonces no le quedaría otro remedio que volver a abrir la puerta. Mucho más tarde, al cabo de muchos meses, tratando de reconstruir los incidentes de aquel día, lo que más vivamente recordó fue esta puerta y esta llave, como si una llave corriente hubiera resultado ser, al fin y al cabo, la clave exacta de ese día tan poco corriente. Sin embargo, retorciéndole el cuello a la cerradura no logró disipar su ira. Era una agitación honda, confusa y turbulenta que no encontraba desahogo. Estaba irritada porque la visita de Franz le había producido un extraño placer, y porque era a su marido a quien tenía que agradecérselo. El resultado final de todo ello fue que había tenido razón su marido, y no Martha, en la discusión sobre invitar o no invitar a un pariente pobre. Por eso intentaba ocultar tal placer, para arrebatarle esa razón. El placer, y esto ella lo sabía, se repetiría sin tardanza, y también sabía que, de haberse sentido completamente segura de que su actitud podría disuadir a su marido de invitar a Franz, quizás no le hubiera dicho lo que le acababa de decir. Por primera vez en su vida matrimonial, Martha sentía algo que nunca había esperado, algo que no encajaba, como pieza legítima, en el tablero cuadriculado de su vida con Dreyer después de la funesta sorpresa de su luna de miel. Así pues, de una nimiedad, del paso casual por una ridícula ciudad de provincias empezaba a crecer algo gozoso e irreparable. Y no había en el mundo entero aspiradora capaz de devolver instantáneamente las estancias de su cerebro a su anterior impecable estado. La vaguedad de sus sensaciones, lo difícil que era imaginarse de manera lógica la razón exacta de que le gustara aquel muchacho torpe, ansioso, con sus largos dedos trémulos y sus hoyuelos entre las cejas, todo esto la irritaba hasta tal punto que estaba dispuesta incluso a maldecir el vestido verde nuevo que tenía extendido sobre el sofá, el trasero gordezuelo de Frieda, que buscaba algo en el cajón inferior de la cómoda, e incluso su propio reflejo adusto en el espejo. Echó una ojeada a una joya en la que se reflejaba fríamente un aniversario, recordó que pocos días antes había sido su trigésimo cuarto cumpleaños, y, poseída de una extraña impaciencia, se puso a consultar el espejo, en busca de la amenaza de una arruga, del menor indicio de flaccidez. En algún lugar se cerró suavemente una puerta y las escaleras crujieron (¡y eso que no debían crujir!), y el silbido de su marido, jovial y desafinado, se alejó de sus oídos. «Baila mal», pensó Martha, «es posible que se le dé bien el tenis, pero lo que es bailar siempre se le dará mal. No le gusta bailar. No comprende que ahora está de moda. Y no sólo de moda, sino que incluso se ha vuelto indispensable».