Franz decidió actuar con sistema. En la puerta de cada tercera o cuarta casa había un pequeño tablero anunciando habitaciones de alquiler. Consultó un plano de la ciudad que acababa de comprar, comprobó una vez más la distancia que le separaba del chalet de su tío, y acabó encontrando una que estaba bastante cerca. Una bonita casa que parecía nueva, con una bonita puerta verde a la que estaba fijada una tarjeta blanca, atrajo su atención y llamó alegremente al timbre. Pero hasta después de haberlo apretado no reparó en que lo que decía la tarjeta era: «Recién Pintado», y para entonces ya era demasiado tarde. Se abrió una ventana a la derecha. Una muchacha le estaba mirando; tenía los hombros desnudos y el pelo corto, llevaba una combinación negra y apretaba contra su pecho a un gatito blanco. Los labios de Franz se resecaron contra el golpe de aire seco. La muchacha era encantadora: una simple costurerilla, sin duda, pero encantadora, y esperemos que no demasiado cara.

—¿A quién busca? —preguntó.

Franz tragó saliva, sonrió tontamente, y dijo, con un descaro inesperado por el que enseguida se sintió turbado:

—A usted, a lo mejor.

Ella le miró, curiosa.

—Hale —dijo Franz con torpeza—, déjeme entrar.

La chica desapareció y se oyó su voz diciendo a alguien que estaba en la habitación:

—No sé qué es lo que quiere, lo mejor es que se lo preguntes tú.

Por encima del hombro de ella apareció la cabeza de un hombre de edad mediana con una pipa entre los dientes. Franz se llevó la mano al sombrero, dio media vuelta y siguió su camino. Se dio cuenta de que estaba haciendo una mueca y gimiendo débilmente. «Tonterías», pensó, lleno de ira, «no es nada, olvídalo».

Tardó dos horas en inspeccionar once habitaciones en cuatro manzanas distintas. La verdad es que todas eran encantadoras; pero cada una de ellas tenía algún pequeño defecto. Una, por ejemplo, no había sido aseada todavía, y al mirar a los ojos mortecinos de la mujer enlutada que respondía a sus preguntas con una especie de desesperación indiferente, Franz llegó a la conclusión de que habría sido allí donde acababa de morir su marido, y ella, de manera un tanto fraudulenta, quería encajarle a él ahora la habitación mortuoria. Otra habitación presentaba un simple obstáculo: costaba cinco marcos más del precio estipulado por Dreyer, por lo demás era perfecta. La tercera habitación mostraba manchas en las paredes, y tenía una ratonera en un rincón. La cuarta comunicaba con un retrete maloliente al que también se podía entrar por el pasillo, a disposición de una familia vecina. La quinta... pero en un tiempo singularmente corto todas estas habitaciones, con sus virtudes y sus defectos, acabaron confundiéndose en la mente de Franz, y sólo una de ellas seguía destacándose, inmaculada y distinta: la que costaba cincuenta y cinco marcos. Tuvo una súbita sensación de que no había razón alguna para prolongar su búsqueda, y que, además, no se iba a arriesgar a hacer él solo la elección, por temor a equivocarse, privándose así de un millón de otras habitaciones; por otra parte, era difícil imaginar nada mejor que aquella habitación que le gustaba tanto. Daba a una agradable calleja con una tienda de comestibles de buen aspecto. La casa era palaciega, y el dueño le había dicho que en la esquina se estaba construyendo lo que podía ser un cine, que daría vida a la zona. Sobre la cama colgaba un cuadro de una chica desnuda inclinándose hacia un estanque para lavarse los pechos en sus aguas.

«Muy bien», reflexionó, «ya es la una menos cuarto. Hora de comer. Una idea brillante: ir a comer a casa de los Dreyer. Les preguntaré en qué debo fijarme más para elegir habitación, y si Dreyer no piensa que los cinco marcos extra....»

Utilizando inteligentemente su plano (y prometiéndose, de paso, que, en cuanto hubiese resuelto todas estas cosas, iría en metro a la que sin duda era la parte más divertida y alegre de esta ciudad interminable), Franz llegó sin dificultad al chalet. Estaba pintado de un gris granoso y su aspecto era sólido, denso, casi se diría apetecible. En el jardín, las manzanas, rojas y pesadas, colgaban en racimos de los árboles jóvenes. Al subir por la crujiente senda vio a Martha de pie en el escalón de la entrada. Llevaba sombrero y un abrigo de piel de Topo, y en aquel momento estaba estudiando la dudosa blancura del cielo, para tratar de decidir si abría o no el paraguas. No sonrió cuando vio a Franz.

—No está en casa mi marido —le dijo, mirándole fijamente con sus bellos ojos fríos—, hoy come fuera.

Franz se fijó en el bolso que le salía de debajo del brazo, en el purpúreo pensamiento artificial que llevaba prendido al cuello inmenso de su abrigo, en el paraguas grueso, de puño brillante, y se dio cuenta de que también ella estaba a punto de salir.

—Discúlpeme por haberla molestado —dijo, maldiciendo para sí su mala suerte.

—Nada, no tiene la menor importancia —dijo Martha, y los dos fueron camino de la puerta del jardín.

Franz se preguntó qué hacer ahora: ¿decirle adiós? ¿Seguir andando a su lado? Martha, con expresión de desagrado, seguía mirando hacia adelante, los labios, gruesos y cálidos, a medio abrir. De pronto los humedeció, le dijo:

—Esto es muy desagradable. Tengo que ir a pie. Anoche se nos estropeó el coche.

Habían tenido un desagradable accidente al volver a casa después de un té y un baile. Al intentar, muy inoportunamente, pasar delante de un camión, el chófer había chocado, primero, con una valla de madera, tras de la que estaban reparando las vías del tranvía, y, dando entonces una vuelta muy ceñida, la falta de espacio le forzó a chocar de rebote con un lado del camión; el Icarus giró como una peonza y se estrelló contra un poste. Mientras tenía lugar este frenesí motorizado, Martha y su marido adoptaban todas las posturas imaginables, hasta encontrarse, finalmente, en el suelo. Dreyer, solícito, le preguntó si se había hecho daño. La sacudida, la búsqueda de las cuentas del collar, la multitud de mirones que se apretujaba, el aspecto deprimente y vulgar del coche destrozado, las palabrotas del conductor del camión, el policía arrogante a quien no hicieron ninguna gracia las bromas de Dreyer, todo esto había puesto a Martha en tal estado de irritación que tuvo que tomar un par de somníferos, y, así y todo, sólo consiguió dormir dos horas.

—No me maté de milagro —le dijo, hosca—, pero el chófer ni siquiera se hizo daño, y eso sí que fue una lástima.

Alargando el brazo, ayudó a Franz a abrir el postigo, que él empujaba en vano, con ruido de carraca.

—No cabe duda, los coches son unos juguetes peligrosos —dijo Franz, evasivo. Había llegado el momento de despedirse.

Martha notó su vacilación, y le gustó.

—¿En qué dirección va? —preguntó, pasándose el paraguas de la mano derecha a la izquierda. A Franz las gafas nuevas le sentaban muy bien. Se parecía al actor Hess en una película titulada El estudiante hindú.

—La verdad es que no lo sé —dijo él, con una sonrisa afectada que no parecía terminar nunca—, vine a pedir consejo a mi tío sobre la habitación.