El viejo sonrió.

—En fin —Martha, encogiéndose de hombros y volviéndose hacia la puerta.

Franz se dio cuenta de que la habitación estaba a punto de alejarse para siempre. Trató de captar la mirada de Martha, apretando y torturando el sombrero con las manos.

—Cincuenta y cinco —repitió, pensativo, el viejo.

—Cincuenta —dijo Martha.

El viejo abrió la boca, pero la volvió a cerrar con firmeza.

—De acuerdo —dijo, por fin—, pero tendrá que apagar la luz a las once.

—Naturalmente —intervino Franz—, por supuesto, me hago cargo perfectamente.

—¿Cuándo quiere ocupar la habitación? —preguntó el dueño.

—Hoy mismo, enseguida —dijo Franz—, lo único que tengo que hacer es traer la maleta del hotel.

—¿Me da una pequeña señal? —propuso el viejo con sutil sonrisa.

Hasta la habitación misma parecía sonreír. ¡Qué extraño se le hacía recordar el ático abarrotado de su juventud! Y su madre, trabajando con la máquina de coser mientras él trataba de dormir. ¿Cómo pudo soportarlo durante tanto tiempo? Cuando se vieron de nuevo en la calle, Franz seguía notando en su conciencia el cálido hueco que formaba, por así decirlo, su nueva habitación hundiéndose en una dúctil y suave masa de impresiones secundarias. Al despedirse de él en la esquina, Martha vio relucir sus ojos de gratitud al otro lado de las gafas. Y al dirigirse a la tienda de fotografía con unas instantáneas sin revelar que había sacado en el Tirol, seguía recordando la conversación con legítimo orgullo.

Había empezado a lloviznar. Las puertas de las floristerías se abrían de par en par para aprovechar la humedad. Y ahora la llovizna se convertía en verdadera lluvia. Martha no encontraba taxi. Las gotas se infiltraban ya por debajo del paraguas y se mezclaban con el maquillaje de la nariz. Su júbilo iba cediendo el sitio a una sensación de desasosiego. Tanto ayer como hoy habían sido para ella días originales y absurdos, y era indudable que ciertos perfiles, no del todo inteligibles, pero importantes sin embargo, destacaban confusamente en ellos. Y, a semejanza de esa obscura solución sobre la que el paisaje montañoso no tardaría en flotar, ganando en claridad, esta lluvia, esta delicada humedad pluvial, revelaría relucientes imágenes en su alma. Nuevamente un hombre empapado en lluvia, ardiente, fuerte, de ojos azules, un conocido de veraneo de su marido, había aprovechado un chaparrón en Zermatt para asaltarla con furia en lo hondo de un portal y apretarse contra ella y susurrarle, jadeante, su pasión, sus noches insomnes, pero ella había movido negativamente la cabeza y él ahora desaparecía en algún rincón de su memoria. Nuevamente, en su mismo cuarto de estar, aquel pintor medio tonto, un bribonzuelo lánguido de uñas sucias, pegaba sus labios a su cuello desnudo, y ella esperó un momento para aclarar sus sensaciones, y en vista de que no sentía nada le dio un golpe en el rostro con el codo. Nuevamente —y esta imagen era reciente— un rico hombre de negocios, un norteamericano de pelo gris azulado y protuberante labio superior, murmuraba, jugueteando con una de sus manos, que iría irremediablemente a su habitación del hotel, mientras ella sonreía, sintiendo vagamente que fuese extranjero. Acompañada por estos fantasmas, que la tocaban fugazmente con manos frías, llegó a casa, se encogió de hombros y los despidió a todos con la misma indiferencia que a su paraguas abierto, que dejó en el portal para que se secara.

—Soy una idiota —se dijo—, ¿qué es lo que me pasa?, ¿qué es lo que tengo?, ¿por qué me preocupo?, tarde o temprano tenía que pasar. Es inevitable.

Su estado de ánimo cambió de nuevo. Le complació reñir a Frieda porque el perro había vuelto a entrar en la casa, dejando huellas sucias en la alfombra. Con el té devoró buen número de pequeños sandwiches. Llamó al garaje para comprobar si Dreyer había cumplido su promesa de alquilar un coche. Llamó al cine y reservó dos entradas para el estreno del viernes; luego llamó a su marido; y después, cuando le dijeron que Dreyer iba a estar ocupado, llamó a la vieja señora Hertwig. Y Dreyer, ciertamente, estaba muy ocupado. Se había sumido tan completamente en una inesperada oferta de otra empresa, en una serie de cautas negociaciones y corteses conferencias, que durante varios días olvidó por completo a Franz; o, mejor dicho, se acordaba de él, pero en los momentos menos oportunos: cuando estaba reposando con el agua caliente hasta el cuello, por ejemplo; o cuando iba en coche de la oficina a la fábrica; o cuando se ponía a fumar un cigarrillo en la cama. Franz se le aparecía gesticulando desbocadamente en el extremo equivocado de su telescopio mental. Dreyer, entonces, se prometía mentalmente ocuparse de él cuanto antes, pero volvía a pensar inmediatamente en otras cosas.

A Franz esto no le servía de nada. Una vez pasados los primeros y emocionantes momentos del estreno de su habitación, se preguntó qué haría después. Martha había apuntado el número de teléfono de la casa, pero no le llamaba. El no se atrevía a telefonear, ni a ir a ver a los Dreyer sin avisar antes, no se fiaba de la suerte, que tan magníficamente había transfigurado su inoportuna visita. Lo mejor iba a ser esperar. Era indudable que, tarde o temprano, acabarían conminándole a ir a verles. La primera mañana de su estancia allí, a las siete y media en punto, el casero en persona le había traído en un platillo una taza pegajosa de café flojo y dos terrones de azúcar, uno de ellos con una mancha parda, advirtiéndole con tono de suave exhortación:

—No hay que llegar tarde al trabajo. Hale, bébase esto y vístase a todo correr. Y no tire muy fuerte de la cadena del retrete. Lo principal es no llegar tarde. Franz llegó a la conclusión de que no tenía más remedio que pasarse el día entero fuera de casa, dedicado al trabajo que aquel viejo le había inventado, estaría fuera hasta las cinco o las seis, y luego, antes de volver, comería algo por ahí. De esta manera tuvo que explorar la ciudad, o, más concretamente, la parte de ella que le pareció más propia de una gran capital. El carácter obligatorio de estas excursiones envenenaba su novedad. Al llegar la tarde estaría ya demasiado cansado para llevar a cabo su plan, su viejo y maravilloso plan de vagar por calles seductoras y echar una buena ojeada preliminar a unas cuantas rameras de las de verdad. La cosa era ¿cómo llegar hasta ellas? Su plano le parecía curiosamente desorientador. Un día sin nubes, habiéndose arriesgado muy lejos, se encontró en un amplio y monótono bulevar con muchas oficinas de líneas marítimas y tiendas de arte: miró el letrero de la calle y comprobó que estaba en la avenida mundialmente famosa que tan sublime le había parecido en sueños. Sus tilos, algo mezquinos, se deshojaban precisamente entonces. El arco alado que se levantaba en un extremo estaba cubierto de andamiaje. Franz cruzó el desierto asfaltado. Se paseó a lo largo de un canal: en un lugar vio un charco de aceite semejante a un arco iris nadando en el agua; un embriagador aroma de miel que le recordó su niñez se mecía desde un lanchón del que hombres con camisas rosa descargaban montañas de peras y manzanas; desde un puente vio dos mujeres con relucientes gorros de baño dedicadas a resoplar y a agitar resueltamente los brazos, nadando la una junto a la otra. Pasó dos horas en un museo de antigüedades, examinando con reverencia estatuas y sarcófagos y repulsivos perfiles de hombres pardos conduciendo carros de guerra. Descansó largamente en bares deprimentes y en los bancos, bastante cómodos, de un parque inmenso. Se hundió en las profundidades del metro y, acomodado en un asiento de cuero rojo, mirando los postes relucientes por los que subían raudos reflejos dorados, esperaba con impaciencia a que la estruendosa negrura acabase por desaparecer ante los paraísos de lujo y pecado que tan tenazmente le esquivaban. También sentía grandes deseos de encontrar el emporio de Dreyer, del que había oído hablar tan reverencialmente en su ciudad natal. El grueso listín de teléfonos, sin embargo, sólo daba su nombre y su oficina. Era evidente que se llamaba de otra manera. Sin acabar de darse cuenta de que el corazón de la ciudad se había deslizado hacia el oeste, Franz se paseaba tristemente por las calles del centro y el norte, donde pensaba que tenían que estar por fuerza las tiendas más elegantes y animadas.