No se atrevía a comprar nada, y esto le atormentaba. En el poco tiempo que llevaba allí se las había arreglado ya para gastar bastante dinero, y ahora Dreyer había desaparecido. Todo era, de algún modo, incierto, todo le llenaba de inquietud. Trató de hacer amistad con el casero, que tan insistentemente le echaba de casa durante el día, pero el viejo se mostraba poco comunicativo y se mantenía al acecho en las desconocidas profundidades de su pequeño apartamento. La primera noche, sin embargo, tropezó con Franz en el pasillo y aprovechó la oportunidad para advertirle otra vez que había de tirar muy suavemente de la cadena del retrete, porque, si no, se podía desprender de golpe; luego le explicó con todo detalle los misterios de la comisaría del distrito, para la que le facilitó ciertas hojas en las que Franz tenía que poner su nombre, situación matrimonial y lugar de nacimiento.

—Ah, y otra cosa —dijo el viejo—, sobre la amiga esa de usted. No puede venir a visitarle aquí. De sobra sé que es usted joven. También lo fui yo en un tiempo. Si de mí dependiera, se lo permitiría, pero también está mi mujer, hágase cargo, ahora está de viaje, pero sé perfectamente que no permitiría este tipo de visitas.

Franz se sonrojó y asintió apresuradamente. La suposición de su casero le halagaba y le excitaba. Se imaginó los labios fragantes y cálidos, la piel cremosa, pero cortó sin más su habitual turgencia de deseo. «No es para mí», pensó, con displicencia, «es remota y fría. Vive en un mundo distinto, con un marido muy rico y todavía fuerte. Me mandaría a donde yo me sé si se me ocurriera propasarme; y mi carrera quedaría arruinada». Seguía pensado en la posibilidad de buscarse alguna novia que también tendría buen tipo, sería esbelta, de labios maduros y pelo oscuro. Con la mente ocupada en estos pensamientos decidió tomar ciertas medidas. Por la mañana, cuando el casero le trajo el café, Franz carraspeó y dijo:

—Escuche, si le pagase un pequeño suplemento, ¿me permitiría usted...?, ¿...podría yo...?, quiero decir, ¿podría yo traer aquí a quien quisiera?

—Depende —dijo el viejo.

—Unos pocos marcos extra —dijo Franz.

—Sí, comprendo —dijo el viejo.

—Cinco marcos más al mes —dijo Franz.

—Es usted generoso —dijo el viejo y, volviéndose para irse, añadió, con tono socarrón y exhortatorio—, pero ponga cuidado en no llegar tarde al trabajo.

De modo que todo el regateo de Martha había sido inútil. Una vez tomada la decisión de pagarle ese dinero extra en secreto, Franz llegó a la conclusión de que se había precipitado. El dinero se le acababa, y Dreyer seguía sin telefonearle. Durante cuatro días seguidos salió de su casa muy fastidiado a las ocho en punto, volviendo al anochecer sumido en una niebla de fatiga. Ya estaba lo que se dice harto de la famosa avenida. Mandó a su madre una tarjeta con una vista de la Puerta de Brandenburgo, diciéndole que se encontraba bien y que Dreyer era un tío muy amable. No había motivo para asustarla, aunque quizás, después de todo, se lo merecía. Finalmente, el viernes por la noche, cuando ya Franz se había acostado, diciéndose con un estremecimiento de pánico que todos le habían olvidado y que estaba completamente solo en una ciudad extraña, cuando ya pensaba, incluso cor cierto júbilo maligno, en la necesidd de dejar de ser fiel a la radiante Martha que presidía sus rendiciones nocturnas y pedirle al viejo Enricht, su casero, permiso para bañarse en la mugrienta bañera del piso y la dirección del burdel más cercano, finalmente entonces la voz soñolienta de Enricht le llamó al teléfono.

Con gran prisa y gran emoción Franz se puso los calzoncillos y corrió al pasillo. Un baúl se las arregló para golpearle en la pierna justo cuando se lanzaba hacia el destello del teléfono al final del pasillo. Debido, quizás, a su falta de costumbre de usar el teléfono, no le fue posible identificar al principio la voz que le ladraba al oído:

—Ven inmediatamente a mi casa —por fin entendió la voz—, ¿es que no me oyes? Haz el favor de darte prisa, te estoy esperando.

—Ah, sí, ¿qué tal está usted?, ¿qué tal? —balbuceó Franz, pero el teléfono estaba ya muerto.

Dreyer colgó el auricular y siguió apuntando rápidamente las cosas que tenía que hacer mañana. Luego se miró el reloj, diciéndose que su mujer volvería del cine de un momento a otro. Se frotó la frente con una astuta sonrisa, sacó de un cajón un manojo de llaves y una linterna en forma de salchicha de ojo convexo. Todavía llevaba el abrigo puesto acababa de llegar a casa; había subido a grandes zancadas a su despacho sin quitárselo, como hacía siempre que tenía mucha prisa por apuntar algo o telefonear a alguien. Y ahora apartó de si la silla ruidosamente y se puso a quitarse el voluminoso abrigo de pelo de camello, al tiempo que se dirigía al recibidor a colgarlo en la percha. Se metió en el espacioso bolsillo llaves y linterna. Tom, que estaba echado junto a la puerta, se incorporó y frotó su suave cabeza contra la pierna de Dreyer. Dreyer se encerró sonoramente en el cuarto de baño, donde tres o cuatro mosquitos seniles dormitaban posados en la pared enjalbegada. Un minuto más tarde, bajándose las mangas y abotonándoselas en las muñecas, se dirigió, ahora a un paso muy distinto y más casero, hacia el comedor.

La mesa estaba preparada para dos, y en el centro, en una bandeja, reposaba un jamón de Westfalia rojo oscuro en medio de un mosaico de salchichas cortadas en rodajas. Grandes uvas, rebosantes de luz verduzca desbordaban del frutero. Dreyer arrancó una y se la lanzó a la boca. Echó una ojeada de soslayo al salami, pero decidió esperar a que llegase Martha. El espejo reflejaba su ancha espalda cubierta de franela gris y los hilos leonados de su pelo, alisado por el cepillo. Se volvió rápidamente, como sintiendo que alguien estuviera observándole, y se apartó; lo único que quedó en el espejo fue una esquina blanca de la mesa contra el fondo negro roto por un tremolar del cristal sobre el aparador. Oyó un ligero sonido que le llegaba del extremo mismo de aquel silencio: un llavín buscaba un punto sensible en el silencio, lo encontró y se hincó en él, dio una vuelta rápida y todo volvió a de nuevo a la vida. El hombro gris de Dreyer pasó y volvió a pasar ante el espejo mientras él daba vueltas, hambriento, en torno a la mesa. La puerta de la calle se cerró de golpe y entró Martha. Sus ojos relucían y se estaba secando firmemente la nariz con un pañuelo oloroso a Chanel. Detrás de ella iba el perro, ahora completamente despierto.

—Siéntate, siéntate, amor mío —dijo Dreyer con vivacidad, al tiempo que conectaba la complicada corriente eléctrica para calentar el agua del té.

—Preciosa película —dijo ella—, Hess estaba estupendo, aunque me gustó más en «El Príncipe».

—¿En cuál?

—Sí, ya te acuerdas, el estudiante aquel de Heidelberg que se disfrazaba de príncipe hindú.

Martha sonreía. Últimamente había dado en sonreír con cierta frecuencia, lo que tenía a Dreyer inefablemente contento. Estaba Martha en la agradable situación de la persona a quien se ha prometido un misterioso agasajo en un futuro cercano, siempre dispuesta a esperar algo más, porque sabía que el agasajo llegaría sin falta. Aquel día había convocado a los pintores para que dieran nueva vida al lado sur del muro de la terraza. Una escena de banquete que acababa de ver en la película le había despertado el apetito, y ahora estaba dispuesta a hacer traición a su régimen, luego se echaría en la cama, quizás incluso accediera a conceder a Dreyer sus derechos, largo tiempo diferidos.