Franz se situó, tímido, detrás del mostrador. Encogiendo los hombros y entrecerrando los ojos como si fuera corto de vista, Dreyer dijo, con voz trémula y aguda:
—Quiero una corbata lisa, azul... Ah, y que no sea cara, por favor.
—Sonríe —añadió, con susurro de apuntador.
Franz se inclinó sobre una de las cajas, buscó torpemente, sacó una corbata azul.
—¡Vaya!, ¡te cogí! —exclamó Dreyer lleno de jovialidad—, ya sabía que no me habías entendido, o bien que eres daltónico. Pues si es así ya puedes despedirte de tus queridos tíos. (Por qué razón me tienes que ofrecer la más barata de todas? Lo que tenías que hacer es lo que hice yo: asombrar primero al bobo con una corbata cara, del color que sea, pero asegurarte de que sea chillona y cara, o cara y elegante, y así a lo mejor consigues «que se le vayan los dedines y suelte los chelines», como dicen en Londres. Vamos a ver, coge ésta, por ejemplo. Ahora la anudas en la palma de la mano. Espera, espera, no te pongas nervioso. Envuélvete el dedo con ella. ¡Así! Y recuerda que la menor demora en el ritmo te cuesta un momento de atención del cliente. Hipnotízale con el destello de la corbata que le muestras. Tienes que hacerla florecer ante los ojos del memo. No, no, eso no es un nudo, eso lo que es es una especie de tumor. Fíjate. Pon la mano así, derecha. Vamos a probar con esta corbata cara, rojo vampiro. Ahora supongamos que soy yo el que la está mirando, pero todavía me resisto a la tentación.
—Pero lo que yo quiero es una corbata azul lisa —dijo Dreyer con voz chillona, y luego, de nuevo, susurrando—, no, no, sigue poniéndole delante al memo la rojo vampiro, así a lo mejor acabas venciéndole. Y fíjate bien en sus ojos, pero lo que se dice bien: si consigues que la mire, ya has logrado algo. Sólo si sigue sin mirarla y frunce el ceño y carraspea, sólo entonces, fíjate bien en lo que te digo, le das lo que te pide; siempre escogiendo la más cara de las tres corbatas azules, por supuesto. Pero incluso cuando te rindes a su soez capricho, te encoges ligeramente de hombros, mira cómo lo hago yo, y sonríes así, desdeñosamente, como diciendo: «Esto no es en absoluto de buen tono, vamos, esto está bien para patanes, para cocheros..., claro que si es esto lo que usted quiere...»
—Me llevo esta azul —dijo Dreyer, con su voz de comedia.
Franz se la tendió, torvo, sobre el mostrador, y la carcajada de Dreyer despertó un brusco eco:
—No —dijo— no, amigo mío, nada de esto. Lo primero que tienes que hacer es dejarla a un lado, a tu derecha, luego preguntarle si no necesita nada más, por ejemplo pañuelos, o gemelos de fantasía, y solamente cuando lo ha pensado un poco y se ha rascado bien la cabeza, fíjate bien, sólo entonces, sacas esta pluma estilográfica (que te regalo) y le das la nota del precio para el cajero. Pero lo demás es rutina. No, ya te dije que te la puedes quedar. Lo demás te lo enseñará mañana el señor Piffke, un pedantón. Ahora vamos a seguir.
Dreyer se elevó un poco pesadamente hasta sentarse en el mostrador, y su sombra, negra y bien perfilada, buceó la cabeza por delante, penetrando en la oscuridad, que parecía haberse acercado a ellos para oír mejor. Dreyer se puso a manosear las sedas en sus cajas y a enseñar a Franz cómo recordar las corbatas por el tacto y el tono, cómo crearse, dicho de otra forma (aunque Franz no lo entendió) una memoria cromática y táctil, cómo expulsar de la propia consciencia artística y comercial todos los estilos y modelos agotados, a fin de dejar sitio en la mente para los nuevos, y cómo recordar inmediatamente el precio en marcos, añadiendo luego los pfennigs con sólo mirar la etiqueta. Varias veces se bajó de un salto, poniéndose a gesticular grotescamente, muy en el papel del cliente al que irrita todo lo que le muestran; del animal que protesta porque le dicen el precio antes de que él lo haya preguntado; del santo para quien el precio no es óbice; de la vieja dama que compra una corbata para el nieto, que es bombero en Potsdam; del extranjero que se muestra incapaz de decir nada comprensible: un francés que quiere una cravate, un italiano que exige una cravatta, un ruso que pide comedidamente un galstuk. Inmediamente se replicaba a sí mismo, apretando ligeramente los dedos contra el mostrador, inventando para cada ocasión una variante especial de entonación y sonrisa. Y luego, sentándose de nuevo y meciendo ligeramente el pie en su zapato reluciente (al ritmo que marcaba su sombra negra en el suelo), discutía la tierna y jovial actitud que debe asumir el vendedor ante las cosas hechas por el hombre, y confesaba que a veces se sentía uno absurdamente conmovido por corbatas pasadas de moda y calcetines obsoletos, pero frescos y pulcros y limpios todavía a pesar de no quererlos nadie; una sonrisa extraña, soñadora, planeó bajo su bigote, replegando y alisando alternativamente las arrugas en las comisuras de sus ojos y de sus labios, mientras Franz, extenuado, se apoyaba contra un armario ropero, escuchándole aletargado.
Dreyer hizo una pausa, y Franz, dándose cuenta de que la lección había terminado, no pudo reprimir un vistazo codicioso a las iridiscentes maravillas que se esparcían, tangiblemente, sobre el mostrador. Volviendo a sacar la linterna y pulsando el interruptor de la pared, Dreyer condujo a Franz por una inmensidad de oscuras alfombras hacia las sombrías profundidades de la entrada. Apartó de un tirón, al pasar junto a ella, la lona que cubría una mesita, y enfocó con la linterna los gemelos que relucían como ojos sobre un cojín de terciopelo azul. Un poco más allá, con juguetona indiferencia, tiró de su soporte una enorme pelota de playa que se alejó rodando sin ruido oscuridad adentro, lejos, lejos, hacia las arenas blancas y suaves de la Bahía de Pomerania. Volvieron por los pasillos de piedra y, al cerrar la última puerta, Dreyer recordó con cierto placer el enigmático desorden que había dejado a sus espaldas, sin pararse a pensar que quizás cargaría con la culpa otra persona.
En cuanto salieron del patio oscuro a la húmeda luminosidad de la calle, Dreyer paró un taxi que pasaba y ofreció a Franz dejarle en casa.
Franz vaciló, mirando el festivo panorama (¡por fin!) del animado bulevar.
—¿O es que tienes cita con una (Dreyer consultó su reloj de pulsera) novia adormecida?
Franz se relamió los labios, movió la cabeza.
—Como quieras —dijo Dreyer, echándose a reír, y, asomando la cabeza por la ventanilla del taxi, añadió, a modo de despedida—, preséntate mañana en la tienda a las nueve en punto.
El relucir del negro asfalto estaba cubierto de una mezcla de confusos tonos, a cuyo través vivos desgarrones y agujeros ovales hechos por charcos de lluvia revelaban aquí y allá los auténticos colores de hondos reflejos: una cinta diagonal roja, una cuña cobalto, una espiral verde, vislumbres esparcidos de un mundo húmedo y vuelto del revés, de una enloquecida geometría de piedras preciosas. El efecto caleidoscópico sugería que alguien hacía de vez en cuando juegos malabares con el pavimento para cambiar la combinación de innumerables fragmentos de colores. Ondas y saetas de vida le pasaban entretanto al lado marcando el trayecto de cada coche, y los escaparates reventaban de tensa luminosidad, rezumando, chorreando, salpicando contra la rica oscuridad.
En cada esquina, emblema de inefable felicidad, acechaba una meretriz de bruñidas medias, cuyas facciones no había tiempo de analizar: otra le llamaba ya de lejos, y, más allá, una tercera. Franz comprendió, sin el menor género de dudas, a dónde conducían aquellos misteriosos faros: cada farola, cuyo halo se difuminaba como una estrella erizada de púas, cada destello rosado, cada espasmo de luz dorada, y las siluetas de amantes que vibraban unos contra otros en cada hueco de portal y pasadizo; y aquellos labios pintados y medio abiertos que volaban a su paso; y el negro, húmedo y tierno asfalto: todo ello adquiría un significado específico, encontraba nombre.