Durante los primeros días, Franz, deslumbrado y tímido, tratando de no tiritar (su departamento estaba demasiado ventilado y tenía además sus propias corrientes atléticas), se limitó a situarse en un rincón y tratar de no llamar la atención, siguiendo con avidez lo que hacían sus colegas; tratando de aprenderse de memoria sus movimientos y entonaciones profesionales, y de repente, con abrumadora claridad, imaginándose a Martha: su manera de llevarse la mano a la parte posterior del moño o de mirarse las uñas y el anillo de esmeralda. No pasó mucho tiempo, a pesar de todo, sin que Franz comenzara a vender por sus propios recursos bajo los ojos solícitos y aprobadores del señor Schwimmer.

Siempre recordaría a su primer cliente, un viejo corpulento que quería una pelota. Una pelota. Inmediatamente, la tal pelota se puso a rebotar en su imaginación, multiplicándose y desperdigándose, y la cabeza de Franz se convirtió en campo de juego de todas las pelotas que había en la tienda, pequeñas, medianas y grandes: pedazos cosidos de cuero amarillo, blancas y aterciopeladas con la firma violeta de su artífice, pequeñas y negras, duras como la piedra, color naranja y azul, extralivianas y de tamaño propio para las vacaciones, pelotas de goma, de celuloide, de madera, de marfil, todas rodaban en direcciones opuestas, dejando de su paso una sola esfera reluciente en el centro de su mente, cuando el cliente añadió con la mayor placidez:

—Lo que me hace falta es una pelota para mi perro.

—Tercera balda a la derecha, a prueba de colmillos —le llegó inmediatamente el susurro de Schwimmer, y Franz, con una sonrisa de alivio y sudor en la frente, se puso a abrir todas las cajas equivocadas, pero acabó dando con la que le hacía falta.

Al cabo de un mes, más o menos, ya se había acostumbrado a su trabajo; ya no se aturdía; osaba pedir al cliente poco explícito que le repitiese su deseo; y condescendía a asesorar a los canijos y a los tímidos. Bastante bien formado, de hombros razonablemente anchos, esbelto pero no flaco, se miraba con complacencia al pasar por un harén de espejos y observaba las miradas, evidentemente enamoriscadas, de algunas empleadas, y el destello de tres grapas de plata contra su corazón: la pluma estilográfica de su tío y dos lápices, uno de carboncillo y el otro de color morado. Podría pasar, sin duda, por un vendedor perfectamente honorable, perfectamente corriente, de no ser por ciertos detalles que sólo un detective genial habría podido percibir, la voraz angularidad de las ventanillas de su nariz y de sus pómulos, una extraña debilidad en su boca, como si estuviera siempre sin aliento o acabase de estornudar, y aquellos ojos, aquellos ojos, mal camuflados por las gafas: ojos inquietos, ojos trágicos, implacables e indefensos, de un matiz verde impuro con venillas inflamadas en torno al iris. Pero el único detective allí disponible era una mujer de edad madura que siempre llevaba el mismo paquete y no se molestaba en vigilar el departamento de deportes, aunque estaba continuamente por el de corbatas.

Haciendo caso de las sugerencias del impecable Piffke, delicadamente formuladas, Franz adquirió costumbres sibaríticas de higiene personal. Ahora se lavaba los pies por lo menos dos veces a la semana y se cambiaba de cuello y puños almidonados prácticamente a diario. Todas las noches se cepillaba el traje y se limpiaba los zapatos. Usaba toda clase de lociones, olorosas a flores de primavera y a Piffke. Casi nunca se perdía su baño de los sábados. Se ponía una camisa limpia todos los miércoles y domingos e insistía en mudarse de ropa interior de abrigo por lo menos una vez cada diez días. ¡Qué cara pondría su madre, pensaba, si viera las cuentas de su lavandería!

Aceptaba con ganas el tedio de su trabajo, pero le fastidiaba sobremanera tener que comer con el resto del personal. El había esperado que en Berlín acabaría dominando gradualmente su morboso remilgo juvenil, pero éste, por el contrario, seguía encontrando oportunidades de torturarle. Se sentaba a comer entre la rubia rechoncha y el campeón de natación. Siempre que alargaba la mano hacia el cesto del pan o hacia el salero, la axila de la rubia le llenaba de náusea, recordándole a una maestra solterona de su colegio. Y el campeón de natación, por su parte, tenía otra dolencia: escupir cada vez que habría la boca para hablar, de modo que Franz se veía allí obligado a recurrir de nuevo a su infantil truco de protegerse el plato con el antebrazo y el codo. Solamente una vez fue con el señor Schwimmer a la piscina pública. El agua estaba demasiado fría y nada limpia, y el compañero de habitación de su colega, un joven sueco bronceado a fuerza de lámparas de cuarzo, tenía maneras embarazosas.

En lo esencial, sin embargo, el gran almacén, sus relucientes mercancías, el vivaz o comedido diálogo con los clientes (que le parecían siempre el mismo actor, sólo que con diferentes voces y maneras), toda esta rutina era como un goteo superficial de sucesos y sensaciones que se repetían y le afectaban tan poco como si él mismo fuera una de aquellas figuras de revista de moda, de rostro lívido o tosco, embutidos en trajes perfectamente planchados, paralizados en un estado de colorida putrefacción sobre sus momentáneos pedestales y plataformas, los brazos a medio doblar o a medio extender en una parodia de pastoral solicitud. Las dientas jóvenes y las vendedoras ágiles y de pelo corto de otros departamentos apenas le excitaban. Igual que los anuncios en color de muebles o pieles que se suceden en la pantalla del cine durante largo tiempo sin acompañamiento musical antes de que empiece la emocionante película, todos los detalles de su trabajo eran para él tan inevitables como triviales. Hacia las seis terminaba todo de pronto, y entonces era cuando empezaba la música.

Casi todas las noches —y qué monstruosa melancolía acechaba en este «casi»— iba a casa de los Dreyer, pero sólo se quedaba a cenar los domingos, y ni siquiera todos. Entre semana, después de cenar algo en el mismo restaurante barato donde había comido, cogía el autobús o iba dando un paseo a su chalet. Ya había pasado una veintena de tardes así, pero todo seguía igual: el zumbido acogedor del postigo, el bonito farol que iluminaba el sendero a través de un entramado de yedra, el vaho húmedo del césped, el crujir de la gravilla, el tintineo del timbre adentrándose en la casa en busca de la doncella, la explosión de luz, el rostro apacible de Frieda, y de pronto: vida, el eco suave de la música de radio.

Habitualmente, Martha estaba sola. Dreyer, caprichoso, pero puntual, llegaba exactamente a tiempo para lo que Franz llamaba cena, y ella té vespertino y telefoneaba siempre que pensaba que se iba a retrasar. En su presencia Franz se sentía entumecido de puro incómodo, asumía un cierto aire de sombría familiaridad a modo de reacción ante la jovialidad natural de Dreyer. Pero cuando estaba a solas con Martha se le despertaba una constante sensación de lánguida presión en la parte superior de la espina dorsal; el pecho se le encogía, las piernas se le debilitaban, sus dedos preservaban largo tiempo la fresca fuerza del apretón de manos. Era capaz de calcular hasta una aproximación de media pulgada la longitud exacta de pierna que mostraba Martha al ir por la estancia o cuando las cruzaba al sentarse, y sentía casi sin mirar el tenso lustre de sus medias, el bulto de la pantorilla izquierda sobre la rodilla derecha, y el pliegue de su falda, en cuyo declive suave, flexible, apetecía hundir el rostro. A veces, cuando se levantaba y pasaba a su lado hacia la radio, la luz caía sobre ella de tal manera que el contorno de sus muslos se traslucía a través de la ligera tela de la falda, y ocasión hubo en que algo semejante a una carrera se le hizo en la media, y ella, entonces, chupándose el dedo, se frotó rápidamente la seda. A veces la sensación de lánguida gravidez le resultaba demasiado intensa y, aprovechando un momento en que ella miraba para otra parte, se le ocurría a Franz buscar en su belleza algún pequeño defecto en el que apoyar su mente y serenar su imaginación, apagando así la implacable agitación de sus sentidos. De vez en cuando tenía la impresión de haber hallado con toda seguridad el fallo salvador: una línea dura cerca de la boca, una marca de viruela sobre una ceja, un mohín demasiado perceptible en el perfil de aquellos labios gruesos, una sombra oscura de vello por encima de éstos, sobre todo cuando se le desprendía el maquillaje. Pero con sólo un movimiento de cabeza o el más insignificante cambio de expresión, volvía a su rostro un encanto tan adorable que Franz se sumía de nuevo en su abismo particular, más profundamente incluso que antes. Gracias a estas rápidas miradas llegó a hacer un estudio a fondo de Martha, a seguir y a presentir sus ademanes, a anticipar el movimiento, trivial, pero, para él, único, de su mano, que se levantaba vigilante cada vez que se le aflojaba en el moño una peineta diminuta. Lo que más le atormentaba era la gracia y la fuerza de su cuello blanco y desnudo, la contextura rica y delicadamente granulada de su piel, los elegantes atisbos de desnudez que le brindaban las faldas cortas y finas. Con cada nueva visita añadía Franz algo a su colección de encantos, que luego desmenuzaba golosamente en su cama solitaria, escogiendo aquel que más pábulo diera a su desbocada fantasía, hasta consumirse en él. Hubo una noche en la que vio en su brazo una diminuta marca color pardo. En otra ocasión, Martha se inclinó hasta el suelo sin levantarse de su asiento para alisar la punta de una alfombra y Franz pudo ver el nacimiento de sus pechos; sólo se serenó cuando la seda negra de su corpino volvió a cerrarse sobre ellos. Otra noche, Martha estaba arreglándose para un baile, y a Franz le desconcertó comprobar que sus sobacos eran tan suaves y blancos como los de una estatua.