—Video, video —repetía Dreyer—, no, la verdad es que no lo sé. Bueno, pues piense usted en nuestra conversación. Decida si de verdad quiere acabar con una deliciosa fantasía vendiéndosela a la industria, y en cosa de una semana o diez días le llamaré. Ah, y perdone que se lo diga, espero que entonces se mostrará usted algo más comunicativo, más confiado.

Una vez ido el visitante, Dreyer estuvo un rato sentado, inmóvil, las manos metidas en los bolsillos del pantalón. «No, no es un charlatán», reflexionó, «o por lo menos no es consciente de serlo. ¿Por qué no divertirnos un poco? Si es cierto lo que dice, los resultados podrían ser verdaderamente curiosos». El teléfono emitió un discreto zumbido, y Dreyer, durante un rato, se olvidó del inventor.

Aquella noche, sin embargo, insinuó a Martha que estaba a punto de embarcarse en un proyecto completamente nuevo, y cuando ella le preguntó si sería lucrativo, asintió entrecerrando los ojos:

—Ah, sí, desde luego. Muy, muy lucrativo, amor mío.

A la mañana siguiente, resoplando bajo la ducha, Dreyer decidió no volver a recibir al inventor. A la hora de comer, en un restaurante, lo recordó con gusto, decidió que su invento era una cosa única e irresistible. Volviendo a casa a cenar comentó con Martha, como pensando en otra cosa, que el proyecto no había resultado. Martha llevaba un vestido color canela y estaba envuelta en un chal rosado, a pesar del calor que hacía en la casa. Franz, a quien Dreyer consideraba un papanatas divertido, estaba, como siempre, nervioso y sombrío. Se fue pronto a casa diciendo que había fumado demasiado y le dolía la cabeza. En cuanto se hubo ido, Martha subió al dormitorio. En la salita, sobre la mesa, junto al sofá, seguía abierta una caja de plata. Dreyer cogió de ella un Libidette y rompió a reír:

—¡Transmisión contractiva!, ¡flexibilidad animada! No, no puede ser una estafa. Su idea me parece extraordinariamente atractiva.

Cuando subió también él a acostarse, Martha parecía ya dormida. Al cabo de varios siglos, la lámpara de la mesilla se apagó. Inmediatamente Martha abrió los ojos y escuchó. Dreyer roncaba. Ella entonces se echó de espaldas, mirando a la oscuridad. Todo la irritaba: esos ronquidos, ese brillo en la oscuridad, quizás en el espejo, y, sobre todo, ella misma.

«No es ésa la táctica», pensaba, «mañana tomaré medidas radicales. Mañana por la noche.»

Franz, sin embargo, no apareció ni la noche siguiente ni la del sábado. El viernes se había ido al cine, y el sábado a un café con su colega Schwimmer. En el cine, una actriz que tenía un corazoncito negro en lugar de labios, y cejas como varillas de paraguas, hacía el papel de rica heredera que hace el papel de pobre empleada de oficina. El café resultó oscuro y aburrido. Schwimmer habló todo el tiempo de las cosas que pasan entre los chicos en los campamentos de verano, y una puta de labios repintados y con un repulsivo diente de oro no hacía más que mirarles y balancear la pierna, medio sonriendo a Franz cada vez que sacudía la ceniza de su cigarrillo.

Con lo fácil que habría sido, pensaba Franz, cogerla cuando me tocó la rodilla. Un tormento... ¿Sería mejor, quizas, esperar un poco y no verla durante unos días? Pero entonces la vida deja de valer la pena. La próxima vez, lo juro, sí, lo juro. Lo juro por mi madre y por mi hermana.

El domingo, el casero le llevó el café como de costumbre a las nueve y media. Franz no se vistió ni se afeitó inmediatamente, como solía hacer los días laborables, sino que se limitó a ponerse de cualquier manera la bata vieja sobre el pijama y a sentarse a la mesa para escribir su carta de todas las semanas: «Querida Mamá», empezó, con su letra serpenteante, «¿qué tal estás?, ¿y qué tal está Emmy? Probablemente...

Se detuvo, tachó esta última palabra y se sumió en reflexiones, hurgándose la nariz, contemplando el día lluvioso por la ventana. Probablemente irían ahora camino de la iglesia. Por la tarde tomarían café con crema batida. Se imaginó el rostro rechoncho y encarnado de su madre y su pelo teñido. ¿Se preocupaba acaso por él? Siempre había querido más a Emmy. Todavía le seguía dando cachetes a los diecisiete años, a los dieciocho, a los diecinueve incluso. Vamos, hasta el año pasado. En una ocasión, por Pascuas, siendo todavía bastante pequeño, aunque ya llevaba gafas, le había mandado comer un bollito de chocolate que acababa de chupar su hermana. Por chupar un dulce que era para él, Emmy había recibido un ligero azote en el trasero, pero a él, cuando se negó a tomar aquella porquería llena de babas, le dio tal bofetón con el revés de la mano en pleno rostro que le tiró de la silla, se golpeó la cabeza contra el armario y perdió el conocimiento. Nunca había sentido mucho amor por su madre, pero, así y todo, era su primer amor no correspondido, o, más bien, le parecía a él, un borrador de primer amor, pues aun cuando anhelaba su afecto, porque sus libros de cuentos para niños («El Soldadito», «Hanna viene a Casa») le decían que las madres siempre, desde tiempos inmemoriales, se vuelven locas por sus hijos, a él, la verdad, le cargaba el aspecto físico de la suya, sus maneras, sus emanaciones, el olor deprimente, deprimentemente familiar, de su piel y sus ropas, la marca de nacimiento color chinche que tenía en el cuello, su costumbre de rascarse con una aguja de hacer punto en la poco apetitosa raya del pelo castaño, sus enormes tobillos hidrópicos, y la cara que ponía en la cocina, por la que se podía adivinar enseguida lo que estaba preparando: sopa de cerveza o criadillas de buey o esa espantosa golosina local, el Budenzucker.

Quizás —por lo menos en el recuerdo— había sufrido menos por su indiferencia y su ruindad, por sus accesos de mal humor, que cuando le pellizcaba la mejilla con fingido afecto delante de algún invitado, generalmente el carnicero, o cuando, también en presencia de éste, le obligaba a besar, con arrebato y alegría, a Christine, condiscípula de su hermana, a quien él adoraba a distancia y a quien habría pedido perdón por tan terribles momentos si ella le hubiera hecho el menor caso. ¿Acaso, pese a todo, su madre le echaba de menos ahora? Nunca le escribía nada sobre sus sentimientos en sus cartas, que eran poco frecuentes.

A pesar de todo, era agradable sentir lástima por uno mismo, porque le llenaba los ojos de cálidas lágrimas. Y en cuanto a Emmy... era buena chica. Se casaría con el dependiente del carnicero. El mejor carnicero de la ciudad. Maldita lluvia. Querida mamá. ¿Qué más poner? ¿Una descripción de la habitación, por ejemplo?

Se volvió a poner la zapatilla derecha, que había envejecido más rápidamente que la izquierda y se le caía del pie siempre que lo columpiaba. Miró a su alrededor.

«Como ya te escribí, tengo aquí una habitación excelente, pero hasta ahora nunca te la he descrito como es debido. Tiene un espejo y un lavabo. Sobre la cama hay un bello cuadro de una dama en ambiente oriental. El papel de la pared tiene flores parduzcas. Delante de mí, contra la pared, hay una cómoda.»

En aquel mismo momento se oyó un golpecito. Franz volvió la cabeza y la puerta se entreabrió apenas. El viejo Enricht asomó la cabeza, hizo un guiño, desapareció y le dijo algo a alguien al otro lado:

—Sí, sí que está. Puede usted entrar.