Le preguntó sobre su niñez, sobre su madre, tema aburrido, sobre su ciudad natal, más aburrido todavía. Una vez, Tom puso el hocico en el regazo de Franz y bostezó, envolviéndole en un hedor insoportable: arenque apestoso, carroña.

—Este es el olor de mi niñez —murmuró Franz, apartando de sí la cabeza del perro.

Ella no le oyó, o no le entendió, y le preguntó qué había dicho, pero Franz no repitió su confesión. Habló del colegio y del polvo y del aburrimiento, de las empanadas indigestas de su madre y del carnicero de al lado, digno caballero de chaleco blanco que solía ir a cenar a diario a su casa y comía cordero de manera repugnantemente profesional.

—¿Y por qué repugnantemente? —le interrumpió Martha, sorprendida.

«Qué tonterías estoy diciendo», pensó él, poniéndose a describir con mecánico entusiasmo, y por centésima vez, el río, los paseos en bote, los chapuzones, las reuniones bajo el puente entre grandes tragos de cerveza.

Ella, de la radio, solía preferir la palabra hablada a las canciones, escuchaba reverentemente alguna lección de español, o una conferencia sobre las ventajas del deporte, o la voz conciliadora del señor Streseman, y luego volvía a alguna extraña música nasal. O bien le contaba con todo detalle el argumento de una película, la historia de las afortunadas especulaciones de Dreyer en los días de la inflación, o le resumía un artículo sobre la mejor manera de quitar manchas de zumo de fruta. Y, entre tanto, ella pensaba: «¿Cuánto tiempo más le va a hacer falta para que dé el primer paso?», sintiéndose divertida, y un poco conmovida incluso, al verle tan poco seguro de sí mismo, y diciéndose que con toda probabilidad no lo iba a dar nunca si ella no le ayudaba. Poco a poco, sin embargo, comenzó a sentirse irritada. Noviembre se desperdiciaba en nimiedades de la misma manera que el dinero cuando uno se encuentra en una ciudad aburrida. Con vago resentimiento recordaba Martha que su hermana ya había tenido por lo menos cuatro o cinco amantes, uno detrás de otro, y la joven mujer de Willy Wald hasta dos al mismo tiempo. Ya era hora, con treinta y cuatro años cumplidos. Verdad era que Martha tenía no sólo marido, sino también un bello chalet, plata antigua, coche; su próximo regalo iba a ser Franz. Pero no era tan sencillo como parecía; se percibía la intrusión de una leve brisa extraña, un ardor especial, una sospechosa suavidad...

De nada servía tratar de dormir. Franz abrió la ventana. En la transición de otoño a invierno hay a veces noches indecisas en las que, sin que se sepa de dónde llega, se siente un hálito de calor húmedo, un suspiro tardío del verano. Se puso su pijama nuevo a rayas y estuvo un rato cogido al alféizar, luego se asomó, soltó, bronca y malhumoradamente, un gargajo, y escuchó, esperando oírlo estrellarse contra la acera. Pero vivía en un quinto piso, y no en el segundo, como en su casa, de modo que no oyó nada. La ventana, al cerrarse, resonó lentamente, Franz se volvió a la cama. Aquella noche se dio cuenta, como suele darse cuenta uno súbitamente de estar sufriendo una enfermedad fatal, de que ya conocía a Martha desde hacía más de dos meses, y que su pasión se estaba disipando en inútiles fantasías. Y Franz le dijo a la almohada, en el lenguaje medio obsceno y medio grandilocuente que asumía cuando hablaba consigo mismo: «Da igual: mejor destruir mi carrera que esperar a que el cerebro se me trastorne. Mañana, eso, sí, mañana, la cojo y me la tiro, en el sofá, en el suelo, en la mesa, entre los cacharros rotos...» ¡Estaba loco!

Y llegó mañana. Fue a su casa después del trabajo, se cambió de calcetines, se limpió los dientes, se puso una corbata nueva de seda y fue a la parada del autobús con marcial determinación. Por el camino se repetía a sí mismo que era evidente que Martha le quería, que únicamente el orgullo la inducía a ocultarle sus sentimientos, y que esto era una lástima. Con sólo que se inclinara hacia él como por casualidad y le rozase la sien contra su mejilla sobre un álbum borroso, con sólo que, como había hecho la otra noche, apretase un momento la espalda contra la suya ante el espejo grande del recibidor y le dijera, volviendo hacia él la cabeza perfumada: «Soy una pulgada más alta que tú», con sólo..., pero en ese momento se dominó y le dijo al cobrador del autobús:

—Esto es debilidad, y no hay razón alguna para ser débil.

Daría igual que esta noche Martha se le mostrase más fría que nunca: había llegado el momento, ahora... Llamando al timbre apuntó en su mente la cobarde esperanza de que, quizás, por una de esas casualidades, Dreyer estuviera en casa. Pero Dreyer no estaba.

Al pasar por las dos primeras habitaciones, Franz se imaginó la escena: abriría de golpe la puerta, entraría en su tocador, la vería con un traje negro escotado y esmeraldas en el cuello, la abrazaría inmediatamente, bien fuerte, haciéndola crujir, haciéndola desmayarse, haciendo que se le cayeran las joyas; se imaginó esto con tal realismo que por una décima de segundo vio ante sus ojos su espalda curva, vio su propia mano, se vio a sí mismo abriendo la puerta, y como esta sensación era una incursión en el futuro y está prohibido entrar a saco en el futuro, recibió raudo castigo. En primer lugar, al imponerse orden a sí mismo, tropezó y la puerta se abrió de golpe. En segundo lugar, la habitación que Martha llamaba su tocador estaba vacía. En tercer lugar, Martha, llevaba esta vez un vestido color canela de cuello alto y cerrado por una larga hilera de botones. En cuarto lugar, le invadió tal invencible timidez que lo único que pudo hacer fue hablar más o menos coherentemente.

Martha había decidido que esta noche Franz iba a besarla por primera vez. Instintivamente había escogido uno de sus días del ciclo a fin de asegurarse de que no sucumbiría con demasiada rapidez y en un lugar tan poco apropiado a un deseo que, de otra manera, no le sería posible resistir. En previsión del abrazo prudentemente limitado que esperaba no se sentó desde el principio a su lado en el sofá. Como exigía la tradición, puso la radio, trajo una bandejita con libiclettes (cigarrillos vieneses), reajustó el pliegue de la cortina de una de las ventanas, encendió una lamparilla de luz opalina, apagó la luz del techo y (escogiendo el peor tema posible) comenzó a contar a Franz que el día anterior Dreyer había empezado un nuevo y misterioso proyecto, esperemos que muy lucrativo; recogió y puso contra el respaldo de una silla un chal de lana rosa, y sólo entonces se sentó junto a Franz, poniendo una pierna debajo de la otra, postura no muy cómoda precisamente, y ajustándose el plisado de la falda.

Sin razón alguna, Franz comenzó a elogiar a su tío, ponderando lo agradecido que le estaba y el intenso afecto que le había cogido. Martha asentía, distraída. Franz daba una chupada a su cigarrillo o lo sostenía junto a la rodilla, rozando con el filtro la tela de su pernera. El humo, como un fluir de leche espectral, reptaba, pegándose a la lanilla. Martha extendió la mano y, sonriéndole, le cogió la rodilla, como jugando con esta fantasmal larva de humo. Franz sintió la tierna presión de sus dedos. Se sentía hambriento, sudoroso, completamente impotente.

—...Y mi madre, en todas sus cartas, te diré, le manda su cariño más respetuoso, su afecto, su agradecimiento.

Se disolvió el humo. Franz siguió olfateando, como hacía cuando se sentía especialmente nervioso. Martha se levantó y apagó la radio. Franz encendió otro cigarrillo. Ella se había echado sobre los hombros el chal rosa y, como la heroína de alguna novela romántica y anticuada, le miraba fijamente desde el otro extremo del canapé. Con una risa torpona, Franz volvió a contar una anécdota del periódico de ayer. Luego, empujando la puerta con la pezuña, apareció Tom, muy triste, muy zalamero, muy desesperado, y Franz, por primera vez, se puso a hablar directamente al asombrado animal. Y, por fin, menos mal, llegó el bienamado Dreyer.