Annotation
El joven sobrino de un acaudalado comerciante alemán de pricipios del siglo XX viaja en tren hacia Berlín para trabajar a las órdenes de su tío, en el viaje en tren coincide en el vagón con una pareja de ricos y queda fascinado por la belleza de la mujer. Despues de comenzar a trabajar para su tío, el joven cae rendido ante la belleza de su mujer, y tras múltiples visitas a su casa y varios encuentros íntimos deciden acabar con la vida de él.
Vladimir Nabokov
Rey, Dama, Valet
PROLOGO
Esta brillante bestia es la más alegre de todas mis novelas. Expatriación, miseria, nostalgia, no influyeron en su compleja y embelesada composición. Fue concebida en las arenas costeras de la Bahía de Pomerania en el verano de 1927, construida a lo largo del invierno siguiente, en Berlín, y terminada en el verano de 1928. La publicó allí a comienzos de octubre la editorial rusa emigrada Slovocon el título Korol, Dama, Valet. Es mi segunda novela rusa. Yo entonces tenía veintiocho años y llevaba viviendo en Berlín, con intervalos, media docena de años. Estaba completamente seguro, junto con algunas otras personas inteligentes, de que en algún momento de la década siguiente volveríamos todos a vivir en una Rusia hospitalaria, arrepentida y floreciente.
En el otoño del mismo año la editorial Ullstein adquirió los derechos de traducción al alemán. La traducción fue obra —competente, según se me aseguró— de Siegfrid von Vegesack, a quien recuerdo haber conocido a comienzos de 1929, pasando yo por París a toda prisa con mi mujer para ir a gastar el generoso anticipo de Ullstein en un safari de mariposas por los Pirineos Orientales. Nuestra entrevista tuvo lugar en el hotel donde él convalecía de un fuerte resfriado, en cama, con el monóculo puesto a pesar de lo mal que se sentía, mientras famosos escritores norteamericanos lo pasaban en grande por bares y sitios por el estilo, fieles, según suele decirse, a su costumbre.
Se podría pensar a primera vista que si un escritor ruso escoge un reparto de personajes exclusivamente alemanes (mi aparición y la de mi mujer en los dos últimos capítulos son simples visitas de inspección) sólo conseguirá crearse dificultades insuperables. Yo no hablaba una palabra de alemán, no tenía amigos alemanes, no había leído una sola novela alemana, ni en el original ni traducida. Pero en arte, como en la naturaleza, la más evidente desventaja puede resultar sutil recurso protector. La «humedad humana», chelovecheskaia vlazhnost, que empapaba mi primera novela, Mashenka(publicada en 1926 por Slovo, también en alemán por Ullstein), estaba muy bien, pero el libro había dejado de gustarme (de la misma manera que ahora, por razones nuevas, me gusta). Los personajes de la emigración rusa reunidos por mí en ese escaparate eran tan transparentes para la gente de entonces que resultaba facilísimo distinguir las etiquetas que le colgaban de la espalda. Menos mal que lo que decían las etiquetas no estaba muy claro, pero yo, por mi parte, no sentía la menor inclinación por persistir en una técnica que pertenecía al tipo del «documento humano» francés, en el que una comunidad hermética es descrita fielmente por uno de sus miembros; género no muy distinto, en menor escala, de la apasionada y tediosa etnopsíquica que tanto le deprime a uno en las novelas modernas. En una fase de gradual desvinculación interior, cuando aún no había encontrado, o no me atrevía a utilizar, los especialísimos medios de recreación de una situación histórica que acabaría usando, diez años más tarde, en The Gift, la falta de compromiso emocional y la fantástica libertad que es natural en un ambiente desconocido respondían a mi sueño de invención pura. Pude haber situado «Rey, Dama, Valet» en Rumania, en Holanda. Lo que me decidió fue que conocía el plano y el tiempo de Berlín.
A finales de 1966 mi hijo había preparado una traducción literal del libro al inglés, que puse en mi atril junto a un ejemplar de la edición rusa. Pensé que iba a tener que hacer algunos cambios en el texto de una novela escrita cuarenta años antes y no releída desde que corrigió sus pruebas un autor la mitad de viejo que el que ahora iba a revisarla. No tardé en comprobar que el original era mucho más flojo de lo que había pensado. No quiero echar a perder el placer de futuros cotejadores exponiendo aquí con detalle los pequeños cambios que introduje en el texto. Me limitaré a decir que mi objetivo principal al hacerlos no fue embellecer un cadáver, sino, más bien, otorgar a un cuerpo que aún respiraba el goce de ciertas posibilidades innatas que mi falta de experiencia y mi precipitación, lo apresurado de mi pensamiento y lo lento de mi palabra, le habían negado en un principio. En el tejido de la obra se veía que esas posibilidades pedían a gritos salir a la superficie, ser desarrolladas. Realicé la operación con cierta fruición. La «tosquedad» y «lascivia» del libro, que tanto alarmaron a mis críticos más benévolos en las publicaciones periódicas de los círculos de la emigración, se conservan, naturalmente, pero confieso haber tachado y reescrito muchos fragmentos flojos, como, por ejemplo, una transición crucial en el último capítulo, donde, con objeto de quitar de en medio temporalmente a Franz, a fin de que no molestase mientras el autor estaba ocupado en unas importantes escenas ambientadas en Gravitz, se recurre al despreciable expediente de inducir a Dreyer a enviarle a Berlín con una petaca en forma de concha para entregársela a un hombre de negocios que la había perdido con la complicidad del autor (veo que sale un objeto parecido en mi libro Speak, Memory, de 1966, y es razonable que así sea, porque su forma es la de la magdalena de «En busca del tiempo perdido»). No estoy seguro de no haber perdido el tiempo con una novela anticuada. Su texto, revisado, puede conmover y divertir incluso a aquellos lectores que se oponen, sin duda por razones religiosas, a que los escritores, ahorrativa e imperturbablemente, resuciten todas sus obras viejas, una tras otra, al tiempo que preparan una nueva novela que lleva cinco años obsesionándoles. Lo que sí creo es que incluso un escritor descreído debe demasiado a su obra de juventud como para no aprovechar una situación casi única en la historia de la literatura rusa, salvando así del olvido administrativo los libros que en su triste y remoto páis han sido prohibidos entre aspavientos.
Todavía no he dicho nada del argumento de «Rey, Dama, Valet». Es, en lo esencial, un argumento bastante corriente. Quizás esos dos próceres, Balzac y Dreiser, me acusarán de flagrante parodia, pero juro que cuando lo escribí aún no había leído sus descabelladas obras, y ni siquiera ahora estoy del todo seguro de lo que estarán diciendo a la sombra de sus cipreses. Después de todo, tampoco el marido de Charlotte Humbert era un completo inocente.
Y ya que hablamos de corrientes de aire literarias, debo confesar que me quedé un poco sorprendido al ver en mi texto ruso tantos pasajes de «monologue interieur»; nada que ver con Ulysses, que aún no conocía. Lo que ocurría era que había estado expuesto desde mi tierna infancia a Ana Karénina, donde hay una escena entera construida en ese tono, que hace cien años era nuevo como el paraíso terrenal, pero que ahora está muy gastado. Por otra parte, mis agradables imitaciones de Madame Bovaryen tono menor, que el buen lector percibirá sin duda, constituyen un homenaje deliberado a Flaubert. Recuerdo haber recordado, en el transcurso de una escena, a Emma yendo furtivamente al amanecer hacia el castillo de su amante por apartados vericuetos, mientras Homais dormita.