Antes de salir con ella para el hospital, Dreyer encargó a Franz que se quedara en el hotel, estarían de vuelta en pocos días. En lo esencial no había mucha diferencia entre el delirio de Martha y el lamentable estado mental de su amante. En cierta ocasión, en vísperas de un examen, en el colegio, le había hecho falta desesperadamente un aprobado para no tener que repetir una asignatura un año entero, y un compañero listo y astuto le había dicho que había un truco que nunca fallaba si se hacía bien. Lo que había que hacer, concentrando todas las energías de la mente en un puño de hierro, era imaginar, no lo que se deseaba, no el aprobado, ni tampoco la muerte de ella y la libertad, sino la posibilidad contraria, es decir, el suspenso, la ausencia de su nombre de la lista de los que habían aprobado, y a Martha hambrienta, implacable, volviendo a su alegre infierno playero para obligarle a poner en marcha el plan que los dos habían aplazado. Pero, según el consejo de su compañero, esto no bastaba: lo verdaderamente difícil del truco consistía en hacer caso omiso del éxito, pero de la manera más completa y natural, como si en nuestra mente no cupiera siquiera su posibilidad misma. Franz no conseguía acordarse de si en aquel caso había conseguido su propósito (sí, había aprobado el examen), pero de lo que no le cabía duda alguna era de que ahora no lo iba a conseguir. Por muy claramente que se imaginara a los tres sentados de nuevo en la terraza de la taberna de Marmora repitiendo la apuesta y metiendo otra vez a Dreyer en el bote, siempre veía con el rabillo del ojo que el bote se había alejado mar adentro sin ellos y que Dreyer telefoneaba desde el hospital para decirle que Martha había muerto.
Pasando al extremo opuesto, se permitió el peligroso lujo de imaginar la libertad, el éxtasis de libertad que le esperaba. Y luego, después de esta horrible voluptuosidad mental, intentó otras maneras de engañar al destino. Contó los botes de alquiler y añadió su suma a la del número de gente que había en el café al aire libre, junto a la playa, diciéndose que si el resultado era impar significaría la muerte. El número resultó impar, pero ahora se preguntaba si no se habría ido o venido alguien mientras él estaba contando.
El día anterior, había resuelto aprovecharse de la soledad en que se hallaba para hacer una compra de la que Dreyer, con su ingenio habitual, se habría burlado y que a Martha le parecía frívola en un momento tan crítico de la vida de ambos. Era su viejo sueño de comprarse unos bombachos a la moda. Había pasado un par de horas en varias tiendas y casi los había comprado, pero en el último momento dijo que tenía que pensárselo y decidir cuáles quería, si los marrones lisos o los de tweedrojizo. Ahora volvió a la misma tienda y se probó los marrones lisos y le resultaron un poco demasiado anchos en la cintura. Dijo que se los llevaría si podían ajustarle la medida antes de la hora de cerrar, y le prometieron hacerlo así. Compró también dos pares de calcetines marrones de lana. Luego fue a bañarse y después se tomó tres o cuatro coñacs en el bar, mientras esperaba en vano que aquella rubia tan atractiva se deshiciese de los hombres maduros que flirteaban con ella con obscena terquedad. De pronto se le ocurrió que escoger el color más moderado podría significar que había optado por la muerte y no por la vida que esas manchitas semejantes a confetti del tweedpodrían sugerir. Pero cuando volvió a la sastrería sus bombachos estaban listos y no tuvo valor para cambiar el pedido.
A la mañana siguiente Franz, con sus bombachos nuevos y un jersey de cuello alto, estaba mirando la lluvia con su segundo café de sobremesa cuando el empleado de recepción —que se parecía a él, según decía el payaso de su tío— le trajo dos recados. Dreyer había telefoneado que Madame quería sus pendientes de esmeralda, y Franz se dio cuenta inmediatamente de que si Madame estaba pensando en bailar su muerte no podía ser inminente. El empleado le explicó que el señor director Dreyer quería que su sobrino cogiese aquellas alhajas del tocador de su tía y fuese sin demora en taxi a Swistok. Era evidente que Martha se había restablecido de su ligero resfriado tan rápidamente que el médico le permitía salir aquella misma noche. Franz reflexionó amargamente que, de todas las eventualidades que él había tratado de prevenir, ésta era la única en la que no había pensado de manera específica. El otro recado era un telegrama que había sido leído por teléfono y transcrito así por los políglotas del hotel: WISCH TO CLYNCH DEEL MUSS HAVE THAT DRUNK STOP HUNDRED OAKEY RITTER. No quería decir nada, pero qué más daba. Maldiciendo a Lister, el taumaturgo, subió en el ascensor en compañía del Pseudofranz y de un fornido cerrajero de voz áspera que apestaba a cerveza. La llave estaba en el bolso de Martha, que había ido con su ama a Swistok. El cerrajero empezó a romper la cerradura del tocador. Se limpió la nariz y dobló una rodilla, luego también la otra. El falso Franz y el Franz más o menos real estaban juntos, a su lado, mirando sus suelas sucias.
Finalmente se pudo abrir el cajón. Franz abrió un joyero negro y enseñó las esmeraldas al sombrío empleado.
Media hora más tarde llegaba al hospital, un edificio nuevo y blanco situado en un pinar en las afueras de la ciudad. El taxista exigió propina y cerró de golpe y con irritación la puerta cuando Franz movió negativamente la cabeza. Una enfermera que estaba muy animada tenía otro recado para él. Su tío, le dijo con una feliz sonrisa, le estaba esperando en la posada, a cosa de una milla por la carretera. Franz recorrió la distancia a pie con la mano izquierda apretada contra el costado izquierdo, donde le abultaba el joyero. Los bombachos le rozaban un poco entre los muslos. Al llegar a la posada vio a Martha que salía rápidamente y miraba al cielo, con un dedo en el gatillo del paraguas. Miró rápidamente a Franz y se fue por el camino por el que éste había venido. Era más joven que Martha, y su boca era distinta, pero tenía los mismos ojos y la misma forma de andar que Martha. Esto quería decir que en la posada de Swistok había una alegre reunión familiar: tío, sobrino y dos tías.
Encontró a Dreyer en el recibidor de la posada. Estaba examinando un peltre decorativo y siguió examinándolo incluso cuando Franz acercaba la caja negra y el telegrama a los aledaños de su persona. Dreyer se metió ambas cosas en el bolsillo sin abrirlas y colgó el peltre en su gancho.
Se volvió hacia Franz, que, en aquel momento, vio solamente que no era Dreyer el que le miraba, sino un extraño demente con la camisa desabrochada y arrugada, los ojos hinchados y la mandíbula temblorosa y cubierta de una incipiente barba castaña.
—Es demasiado tarde —dijo—, demasiado tarde para llevarlos en el baile, pero no es todavía demasiado tarde para poner...
Tiró de la manga de Franz con tal fuerza que casi le hizo perder el equilibrio, pero lo único que quería Dreyer era llevarle al mostrador.
—Súbanle arriba —dijo a la viuda del posadero. Y luego, volviéndose a Franz—, tendremos que seguir aquí hasta mañana. Las peores formalidades vienen después. Ahora vete a tu cuarto. Hilda acaba de llegar de Hamburgo. Te irá a buscar dentro de un par de horas.
—¿Se... —comenzó Franz, desconcertado—... se...?
—¿Qué si se acabo? —preguntó Dreyer, que ahora sollozaba—, sí, claro que se acabó. Ahora vete.
Franz trató de coger la mano de su benefactor y chocársela a modo de caluroso pésame, pero Dreyer interpretó terriblemente mal el ademán bosquejado por Franz, tomándolo por un conato de abrazo, y sus cerdas húmedas entraron en efímero contacto con la encendida mejilla de Franz.