Por la tarde Martha se había refugiado en la cama, bajo dos mantas y una colcha; pero el enfriamiento no cedía. Para cenar sólo pudo comer un pepinillo y un par de ciruelas en compota. Y ahora, en el Tanz Salon, se sentía completamente ajena al gélido ruido que la rodeaba. Los pétalos negros de su vaporoso vestido no parecían en su sitio, como si estuvieran a punto de caer cada uno por su lado. La tensión de la seda contra sus pantorrillas y de la cinta de la liga contra su muslo desnudo resultaban insoportables. Una tormenta multicolor de confetti le cubría de copos la espalda desnuda, y, al mismo tiempo, ni sus miembros ni su espinazo le pertenecían. Un dolor de tono musical, distinto a la neuralgia intercostal o a ese extraño dolor que, según le había dicho un eminente cardiólogo, provenía de «una sombra detrás del corazón», formaba ahora dolorosísimos acordes con la orquesta. El ritmo de baile no la apaciguaba ni la deleitaba como de ordinario, sino que, al contrario, trazaba una línea llena de ángulos, la curva de su fiebre, sobre la superficie de su piel. Con cada movimiento de su cabeza, un dolor denso y escueto rodaba de sien a sien como la pelota en una bolera. En una de las mejores mesas de la sala tenía de vecino a la derecha al maestro de baile, joven famoso que revoloteaba todo el verano por las ciudades de la costa como una mariposa; a su izquierda tenía a Schwartz, el estudiante de ojos oscuros cuyo padre era un millonario de Leipzig. El escarpín que había debajo de la mesa se lo había quitado, al parecer, ella misma. Oía a Martha Dreyer hacer preguntas, dar respuestas, comentar lo espantoso que estaba el ensordecedor salón. Las estrellitas efervescentes del champán cosquilleaban una lengua que no le resultaba conocida, y ni le calentaban la sangre ni saciaban su sed. Con una mano invisible cogió a Martha por la muñeca izquierda y le tomó el pulso. Pero no era allí donde estaba, sino en algún punto de detrás de su oreja, o quizás en el cuello, o en los gesticulantes instrumentos de la orquesta, o en Franz y Dreyer, sentados enfrente de ella. A su alrededor, emergiendo de las manos de los bailarines, se agitaban, cogidos a largos hilos, relucientes globos azules, rojos, verdes, y en el interior de cada uno de ellos estaba el salón de baile entero, con las arañas y con las mesas y con ella misma. El fuerte abrazo del foxtrot no generaba calor alguno en su cuerpo. Se dio cuenta de que también Martha estaba bailando, con un muchacho verde, muy alto, cogido de la mano. Su pareja, en plena erección contra su pierna, le declaraba su amor con frases jadeantes aprendidas de algún libro lascivo. Las estrellitas del champán volvían a ascender y los globos a agitarse, y otra vez tenía Martha casi toda su pierna cogida en la entrepierna de Weiss, que gemía apretando su mejilla contra la suya, mientras con los dedos exploraba su espalda desnuda. Y ahora, otra vez, estaba sentada a la mesa. Manchas rojas, azules, verdes flotaban en las gafas de Franz. Dreyer reía a carcajadas, golpeando la mesa con tosquedad y echándose contra el respaldo de la silla. Martha alargó el pie bajo la mesa y apretó. Franz dio un respingo, se levantó, hizo una inclinación. Ella entonces puso la mano sobre el hombro del querido muchacho. Qué feliz se habían sentido al ritmo de aquella novela anterior, en aquellos primeros capítulos, bajo el cuadro de la joven esclava que bailaba entre el girar de los derviches. Durante un delicioso momento, la música penetró en su niebla particular, envolviéndola. Todo se volvía bello de nuevo, porque era a él, a Franz, a quien tenía entre sus uñas: sus manos tímidas, su aliento, el vello suave de la parte posterior de su cuello, aquellos queridos, adorables movimientos que ella le había enseñado.

—Más cerca, más cerca —susurró—, dame calor.

—Estoy cansado —replicó él, susurrando—, estoy muerto de cansancio. Por favor, no sigas haciendo lo que me estás haciendo.

La música elevó sus trompetas y luego se derrumbó. Franz la siguió de vuelta a la mesa. La gente, en torno a ella, aplaudía. El maestro de baile se deslizó a su lado con una chica de amarillo brillante. El señor Vinomori, color nuez, el iris desbordándosele significativamente en el blanco de los ojos, se inclinaba sobre ella, tentador. Ella vio entonces a Martha Dreyer apretarse como una gata contra él y lanzarse a un tango.

Tío y sobrino se quedaron solos en la mesa. Dreyer marcaba el ritmo con el dedo, observando a los bailarines, esperando la vuelta periódica de los pendientes verdes de su mujer y escuchando, con una especie de pavor, la voz resonante de la cantante. Era una chica rechoncha y seria, y cantaba a voz en grito, forzando su garganta y saltando al ritmo de la música:

Montevideo, Montevideo

no es el mejor lugar para meinen Leo.

Los bailarines tropezaban con ella, que repetía incesantemente el ensordecedor estribillo; un hombre gordo de smoking, su dueño, le decía con voz sibilante que escogiese otra canción, porque a nadie le gustaba ésta. Dreyer había oído el Montevideo éste ayer y anteayer, y se sentía de nuevo poseído por una extraña melancolía, inquietándose y sintiendo apuro cuando a la pobre chica rechoncha se le rompió la voz contra una nota y tuvo que recuperar la melodía con una valiente sonrisa. Franz estaba sentado a su lado, hombro contra hombro, y también parecía mirar a los bailarines. Estaba un poco bebido y le dolían los músculos de tanto remar aquella mañana. Le apetecía dejar caer la frente contra la mesa y quedarse así para siempre, entre un cenicero lleno y una botella vacía. Un reptil, un simple dragón le torturaba compleja y odiosamente, volviéndole del revés, y era un tormento que no tenía fin. Un ser humano, y esto es a fin de cuentas lo que él era, no puede aguantar indefinidamente tal opresión.

En este preciso momento Franz recuperó el conocimiento, como un paciente a quien se ha anestesiado insuficientemente en la mesa de operaciones. Y al volver en sí se dio cuenta de que le estaban abriendo en canal, y habría roto a gritar espantosamente de no ser porque se hallaba en un salón de baile inventado. Miró a su alrededor, jugueteando con la cuerda de un globo atada a una botella. Vio, reflejada en un espejo rococó, la parte posterior de la dócil espalda de Dreyer que se movía al ritmo de la música.

Franz apartó la vista; su mirada se enredó entre las piernas de los bailarines y se pegó desesperadamente a un vestido azul reluciente. La chica extranjera del vestido azul bailaba con un hombre muy apuesto, cuyo smokingera de corte anticuado. Franz llevaba algún tiempo fijándose en la pareja; se le habían aparecido en fugaces atisbos, como una imagen de sueño que se repite o como un sutil leitmotiv: en la playa, en el café, en el paseo. A veces el hombre llevaba una red de cazar mariposas. La boca de la chica estaba delicadamente pintada y sus ojos eran de un tierno gris azulado; su novio o marido, esbelto, con una distinguida calva incipiente, desdeñoso de todo en este mundo excepto de ella, la miraba con orgullo; y Franz se sintió envidioso de esta insólita pareja, tan envidioso que su opresión, pena da decirlo, se hizo incluso más amarga y la música paró. Los dos pasaron junto a él. Hablaban en voz alta. El idioma que hablaban era completamente incomprensible.

—Tu tía baila como una diosa —dijo el estudiante, sentándose a su lado.

—Estoy cansadísimo —observó Franz, sin que viniera a cuento—, hoy he remado muchísimo. Remar es un deporte la mar de sano.