Siguió adando, por mor de la apuesta. Tenía que darse prisa. ¿O sería que su cuentapasos atrasaba? (O que la aspirina, por fin, estaba surtiendo efecto? Salió de los árboles y se vio entre matorrales, y enseguida el camino, volviendo a la derecha al cambiar de almohada, la dejó de nuevo en la orilla del mar, en un lugar llamado Punta de la Roca. Aquí podía parar y esperar, disfrutando de las vistas, a que llegase el ridículo botecillo donde Martha remaba como loca. Le gustaba el panorama que se veía desde allí. Le sobresaltaron sus propios ronquidos de hipopótamo y recuperó la consciencia. Punta de la Roca era un pequeño promontorio solitario, pero si ganaba él la apuesta, Martha vendría a su cama. A la derecha... Dio la vuelta a la derecha y dejó de oír los latidos de su corazón. Así se estaba mejor. Aspirina viene de sperare, speculum, spiegel. Ahora veía todo el panorama de la playa, paralela al camino por donde había ido él interminablemente. El trémulo rielar que se percibía lejos, más allá de una diminuta isla rocosa, a tres kilómetros de distancia al este, en línea recta, es nuestro trecho de la playa de Gravitz, con sus hoteles como terrones de azúcar. El botecillo negro donde iba Martha con su vestido de noche negro y sus pendientes llameantes, tenía, naturalmente, que costear la pequeña isla negra por la parte de afuera, pero, exceptuando este rodeo, el camino del mar era geométricamente más corto, la cuerda del arco, el aguijón de la bahía, e incluso así, incluso un caminante fatigado...

Cuando por fin el ronquido de su marido se encauzó en un ritmo regular, Martha se levantó, cerró la puerta y volvió a su incómoda cama: era demasiado blanda y se encontraba demasiado lejos de la ventana, que estaba abierta; más allá se oía un ruido suave e incesante, como si el negro jardín fuera un baño que estuviese llenándose. Por desgracia no era el sonido del mar, sino simple lluvia. Bueno, daba igual, lloviera o no. Que coja un paraguas.

Apagó la luz, pero de nada servía tratar de dormir. Se metió con Franz en la barca fatal y él la llevó a golpe de remo hasta el promontorio. El mismo expediente que había sumido a su marido en el sueño la mantenía a ella en vela. El murmullo de la lluvia se mezclaba con el zumbar de sus oídos. Pasaron dos horas: el viaje era mucho más largo de lo que habían pensado. Martha cogió el reloj de pulsera de la mesita de noche y rumió su información fosforescente. El sol estaba aún en Siberia.

A las siete y media Franz comenzó a agitarse. Se le había dicho que tenía que levantarse a las siete y media exactas, ya eran exactamente las siete y media. Un panadero que, según la enciclopedia, había envenado a toda una parroquia, le dijo al barbero de la cárcel, que estaba afeitándole el cuello, que nunca, en toda su vida, había dormido tan bien. Franz había dormido nueve horas. Hasta ahora su propia aportación al asesinato había sido un cálculo exacto de la distancia que había desde Punta de la Roca por mar y por tierra. La víctima tenía que estar allí unos minutos antes de la llegada del bote. Se sentiría cansadísimo, y agradecería mucho que le llevasen de vuelta.

Franz abrió su ventana, que daba al sur y no tenía vistas marinas, pero, por lo menos, dominaba un pequeño balcón situado un piso más abajo, desde el que, durante tres tardes consecutivas, a la hora de la siesta, había visto a la chica del bar tostarse al sol extendida sobre una toalla. El pavimento del balcón estaba oscuramente húmedo. Quizá se secase para la hora de la siesta de la muchacha si el sol salía antes del mediodía. «Para esta noche ya habrá terminado todo», reflexionó Franz mecánicamente; se sentía incapaz de imaginar lo que sería aquella noche o el día siguiente, de la misma manera que es imposible imaginar la eternidad.

Aprentando los dientes, se quitó los pantalones de baño pegajosos. Los bolsillos de su albornoz estaban llenos de arena. Cerró silenciosamente la puerta a sus espaldas y se perdió por los largos pasillos blancos. También tenía arena en la punta de sus zapatos de lona: se le metía entre los dedos del pie y le producía una sensación ciega y roma. Sus tíos estaban ya sentados en el balcón, tomando café. Era un día sin sol, de cielo blanco, mar grisáceo y una brisa triste e inhóspita. La tía Martha le sirvió café a Franz. También ella se había puesto el albornoz sobre el traje de baño. Un estampado verde corría sobre la tela azul oscura. Se recogió un poco la ancha manga con la mano libre al pasar la taza a Franz.

Dreyer, con chaqueta ligera y pantalones de franela, leía la lista de turistas del lugar, pronunciando de vez en cuando en voz alta algún apellido raro. Había pensado ponerse una corbata china de un delicado verde pálido que le había costado cincuenta marcos, pero Martha le dijo que probablemente iba a llover y la lluvia se la echaría a perder, de modo que acabó poniéndose otra, una vieja que tenía color espliego. En estas cosas sin importancia era Martha quien solía tener razón. Dreyer tomó dos tazas de café y comió con fruición un bollo untado de deliciosa miel transparente que goteaba por sus extremos. Martha tomó tres tazas, pero no comió nada. Franz tomó media taza, y tampoco comió nada. El viento barría el balcón.

—El profesor Klister de Swister —leyó Dreyer—; no, no, Lister de Swistok.

—Si has acabado, nos vamos —dijo Martha.

—Blavdak Vinomori —leyó Dreyer, triunfante.

—Hale, vámonos —dijo Martha, envolviéndose en su albornoz y tratando de impedir que le castañeteasen los dientes—, antes de que empiece a llover otra vez.

—Es muy temprano, amor mío —dijo él, arrastrando las sílabas y echando una ojeada furtiva a la bandeja de los bollos—, ¿por qué no hay en Berlín mantequilla rizada como ésta?

—Vámonos —repitió Martha, levantándose.

Franz se levantó también. Dreyer se miró el reloj de oro.

—Os ganaré, ya veréis —dijo, optimista—, vosotros dos podéis empezar antes. Os doy quince minutos de ventaja. Hasta más tiempo podría daros.

—De acuerdo —dijo Martha.

—Veremos quien gana —dijo Dreyer.

—Veremos —dijo Martha.

—Si vuestros remos o mis pantorrillas —dijo Dreyer.

—Dejadme pasar, no puedo salir de aquí —exclamó ella, áspera, empujando con la rodilla y sujetándose aún a tientas el albornoz.

Dreyer apartó su silla, Martha pasó.

—Tengo la espalda mucho mejor —dijo Dreyer—, pero Franz está mareado, o le pasa algo.

Franz, sin mirarle, movió negativamente la cabeza. Con gafas de sol sobre sus gafas de siempre y envuelto en su albornoz de un rojo vivo, debía tener el mismo aspecto que Blavdak Vinomori.

—No te ahogues, Blavdak —dijo Dreyer, y se puso a comer otro bollo.

Se cerró la puerta de cristales. Mordisqueando y chupándose los dedos untados de miel, Dreyer miró con desgana el vasto mar pálido. Se veía un poco de playa desde el balcón, con sus casetas listadas, semejantes a cajas, desordenadamente esparcidas y ligeramente sesgadas. No envidiaba a los temerarios bañistas. El sitio donde se alquilaban las barcas estaba un poco más hacia el oeste, cerca del muelle, y no se veía desde el balcón. Las alquilaba un viejo vestido como un capitán de ópera. Qué frío, viscoso, monótono se volvía todo cuando no hacía sol. Pero daba igual. Sería un buen paseo, veloz y tonificante. Como en los viejos tiempos, en los viejísimos tiempos, Martha había accedido a juguetear un poco con él, sin echarse atrás en el último momento por causa del mal tiempo, como Dreyer temió secretamente que haría.