Se volvió a mirar el reloj de pulsera. Ayer y anteayer le habían telefoneado de su oficina a esta hora exactamente. Hoy, sin duda, Sarah le volvería a llamar. La llamaría él más tarde. No valía la pena esperar.

Se secó los labios con firmeza, se sacudió las migas del regazo, y fue al cuarto de baño. La ducha fría había sido angustiosa, pero ahora se sentía estupendamente. Se detuvo ante el espejo y pasó el cepillito de plata por el bigote inglés. Su nariz alemana se le estaba despellejando. No quedaba muy bonito. Llamaron a la puerta.

Era la oficina, que le había cogido a tiempo. Dreyer, sacudiéndose el bolsillo, corrió al teléfono. La conversación fue corta. Vaciló: ¿debería coger el paraguas?, pero decidió dejarlo y salió por la puerta de atrás.

Los dos muchachos que había conocido ayer estaban sentados en un banco, jugando al ajedrez. Los dos tenían las piernas cruzadas. White tenía la mano metida entre la rodilla de la pierna izquierda y la pantorrilla de a otra pierna, y balanceaba ligeramente el pie derecho. Black tenía los brazos cruzados contra el pecho. Los dos levantaron la vista del tablero para saludar a Dreyer, que se paró un momento con ellos y advirtió jovialmente a White que el caballo de Black se estaba preparando para atacar al rey y a la reina de White con un jaque doble. Martha, que era muy aficionada a las apuestas, pero las encontraba poco serias, le había pedido que no hablase a nadie de su pequeña cita en Punta de la Roca, de modo que no dijo nada y siguió su camino.

—Viejo idiota —murmuró Black, cuya situación era desesperada.

Dreyer siguió por una especie de bulevar, luego por un camino, luego atravesó una aldea, donde observó que el autobús que iba a Swistok salía justo entonces de junto a correos, y se miró el reloj de pulsera. Llegaría a tiempo para coger el expreso de Berlín. Al dar la vuelta a la derecha para volver hacia la costa vislumbró el mar y vio en la distancia borrosa la mota de un bote. Le pareció distinguir dos albornoces de colores brillantes, pero no estaba completamente seguro y, apretando el paso hasta casi trotar, penetró en el bosque de hayas.

Franz remaba en silencio, ya bajando el rostro sombrío, ya volviéndolo hacia el cielo con un brusco movimiento lleno de desesperación. Martha estaba sentada al timón. Antes de alquilar el bote, se había metido un minuto en el mar, pensando que así se reanimaría. Pero fue un error. El sol le había hecho una media promesa que luego no cumplió. Su traje de baño, ahora mojado, se le pegaba al pecho, las caderas, los costados. Se sentía demasiado tensa y excitada, demasiado feliz para prestar mucha atención a tales nimiedades. Una neblina deliciosamente dócil velaba la playa que se iba alejando de ellos. El bote comenzó a costear la islita rocosa donde las gaviotas eran sus únicos testigos. Las horquillas de los remos rechinaban pesada y cansinamente.

—No tienes que preguntar nada, te acuerdas de todo, ¿no, querido?

Inclinándose hacia adelante para impeler el remo, Franz asintió. Y miró de nuevo el despejado cielo mientras forcejeaba con el agua reacia.

—... cuando yo lo diga, pero solamente cuando yo lo diga, ¿te acuerdas?

Otro sombrío movimiento de cabeza.

—Tenemos que hacerlo rápidamente, ¿de acuerdo? Tú no te mueves de la proa...

Las horquillas de los remos rechinaban, una gaviota curiosa describió un círculo por encima de ellos, una ola levantó el bote para inspeccionarlo. Franz respondió con una inclinación. Trataba de no mirar a su tía enloquecida, pero ya mirase al fondo húmedo del bote, en el que había un par de remos de repuesto, o siguiese con los ojos a la feliz gaviota, lo cierto era que seguía viendo a Martha con todo su ser, y que veía, sin mirar, su gorro de goma, su terrible rostro de anchas mandíbulas, sus piernas depiladas, sus pesados ropajes de coronación. Y sabía exactamente cómo iba a transcurrir todo, cómo gritaría Martha la consigna, cómo se levantarían ambos remeros para cambiar de sitio..., el bote entonces oscilaría..., no iba a ser fácil pasar el uno junto al otro..., cuidado..., un paso..., más cerca..., ¡ahora!

—... recuerda: un solo empujón, pero fuerte, con todo tu cuerpo —dijo Martha, y él, de nuevo, se inclinó lentamente hacia adelante.

—Tienes que lanzarlo con toda tu fuerza, que caiga como una piedra, de cabeza, y tú entonces a remar como un desesperado.

Una brisa helada penetraba ahora en el cuerpo húmedo de Martha, pero sin mellar su sensación de gozoso aplomo. Miraba fijamente hacia la orilla curva, el extremo del bosque, la violácea extensión de matorrales, buscando el lugar, junto a la roca puntiaguda, donde iban a atracar. Tensó de un tirón la soga izquierda del timón.

Franz, echándose hacia atrás con un silencioso gemido, oyó la risa ronca de Martha, la oyó toser, carraspear, reír de nuevo. Una ola considerable se apoderó del bote y Franz dejó de remar un instante. El sudor le bañaba las sienes a pesar del frío que hacía. Martha, estremeciéndose, se levantó y cayó con el. movimiento de la ola, parecía increíblemente avejentada, su rostro gris relucía como si fuese de goma.

Observaba una figura oscura, diminuta, que había aparecido de pronto en la franja de tierra desierta que se adentraba en el mar.

—Date más prisa —dijo Martha, temblando y tirando con los dedos del traje de baño helado y pegado al cuerpo como si fuera la sábana de su lecho de muerte—, ¡por favor!, ¡corre! Nos está esperando.

Franz dejó los remos, se quitó despacio las dos gafas, limpió cuidadosamente los cristales con la solapa de su albornoz.

—¡Te he dicho que te des prisa! —gritó ella—, ¡no te hacen falta las gafas esas, Franz!, ¿me oyes?

Franz se metió las gafas de sol en el bolsillo de su albornoz. Levantó las otras hacia el cielo. Miró las nubes a través de sus lentes; luego se las puso con toda calma y volvió a coger los remos.

La figurita oscura se iba volviendo más precisa y adquiriendo un rostro como un grano de maíz. Martha mecía su torso, quizás en imitación de los movimientos de Franz al remar, quizás tratando de imprimir al bote más velocidad.

Ya se distinguían la chaqueta azul y los pantalones grises. Dreyer estaba ante ellos, los pies separados, los brazos en jarras.

—Este es el momento crítico —dijo Martha, hablando ya en susurros—, nunca se subirá al bote si no se sube ahora. Procura poner mejor cara.

Sus dedos retorcían el extremo de las sogas del timón. Se acercaban a la orilla.

Dreyer les miraba sonriente. Tenía en la palma de la mano un reloj plano de oro. Había llegado ocho minutos antes que ellos, nada menos que ocho minutos. El bote se llamaba «Lindy». Gracioso.

—Bienvenidos —dijo Dreyer, volviendo a guardar el reloj en el bolsillo.

—Tienes que haber corrido todo el tiempo —dijo Martha, jadeando y mirando a su alrededor.

—Nada de eso. Me lo tomé con calma. Hasta me paré a descansar por el camino.