—¿Y de qué se trata?, ¿de algún sistema de planchar pantalones?
El dijo que no con la cabeza.
—Algo de deportes, de tenis.
—Es un grande y espléndido secreto —dijo Dreyer—, y bien tonta eres si no me crees.
Martha volvió la cabeza, se mordió el labio inferior, agrietado, y estuvo largo tiempo mirando el horizonte negro como la tinta, donde una orla gris de lluvia colgaba contra una franja estrecha y clara de cielo.
—¿Y seguro que te van a dar cien mil dólares?, ¿está ya decidido?
No lo estaba, pero él dijo que sí con la cabeza y volvió a tirar de los remos, dándose cuenta de que el remero que tenía detrás había reanudado la tarea.
—¿No puedes decirme nada más? —preguntó ella, mirando aún al otro lado—, ¿estás seguro de que no se retrasará?, ¿tendrás el dinero en tu poder en pocos días?
—Pues claro, eso espero por lo menos. Y entonces vuelvo aquí y podemos salir de nuevo a remar. Y Franz me enseñará a nadar.
—No puede ser, me estás engañando —exclamó ella.
Dreyer rompió a reír, no comprendía por qué motivo se obstinaba Martha en no creerle.
—Volveré con un saco lleno de oro —dijo—, como un mercader medieval que vuelve en burro de Bagdad. De veras, estoy prácticamente seguro de que mañana cerramos el trato.
La lluvia paraba un momento y al siguiente ya estaba cayendo de nuevo a chorros, como si estuviese haciendo prácticas. Dreyer, dándose cuenta de cuánto se habían alejado de la orilla, comenzó a volver el bote con el remo derecho; Franz, mecánicamente, empujaba hacia atrás el agua con el suyo izquierdo. Martha seguía sentada, sumida en sus pensamientos, ya consultando con la punta de la lengua el empaste de una muela, ya pasándosela contra los labios. Dreyer, poco después, se ofreció a dejarle remar, pero ella rehusó con un silencioso movimiento de cabeza.
Caía ahora una auténtica lluvia, y Dreyer sentía su sedante frescura a través de la seda de su camisa. Se notaba lleno de vigor, aquello era estupendo, a cada golpe que daba el remo le obedecía mejor. Apareció la costa a través de la neblina; el largo muelle empezaba a tomar forma lenta y cuidadosamente, como apuntando al blanco móvil del bote.
—¿De modo que vuelves el sábado, seguro el sábado? —le preguntó Martha.
Franz veía, a través de la camisa empapada de Dreyer, manchas color carne que mostraban aquí y allá una geografía de un feo color rosado, según el país que se adhiriera a la carne con los movimientos de remar.
—Bueno, el sábado o el domingo —dijo Dreyer, animado y una ola, del mismo modo que le adoptó a él, adoptó también a un cangrejo.
La lluvia caía con fuerza. El albornoz envolvía a Martha en una pesada humedad que le dolía en las costillas. ¿Qué más le daban a ella la neuralgia, la bronquitis, la irregularidad en los latidos del corazón? Estaba completamente sumida en la cuestión de si lo que hacía era o no acertado. Sí, sí que lo era. Sí, el sol volvería a salir. Saldrían de nuevo en barca, ahora que había descubierto este nuevo deporte. De vez en cuando echaba una ojeada a Franz por encima de su marido. Tenía que estar perplejo y decepcionado, pobre queridito. Estaba cansado. Tenía la boca abierta. ¡Niño mío! Pero no te preocupes, que enseguida volvemos y podrás descansar a tus anchas, y yo te daré un poco de coñac y cerraremos la puerta con llave.
«Lindy» fue devuelta intacta. Inclinando las cabezas bajo el fuerte aguacero, nuestros tres veraneantes anduvieron por la arena empapada y subieron luego unos escalones resbaladizos hasta el desierto y triste paseo. Cuando llegaron por fin a su apartamento, Martha se sintió desagradablemente sorprendida al ver la puerta abierta. Las dos doncellas que más antipáticas le caían, la una por ladrona y la otra por cerda, estaban aseando su cuarto, a pesar de que les había ordenado tenerlo siempre listo a las diez punkt, y ya era casi mediodía. Pero se sentía abrumada por una extraña apatía. No dijo nada y fue a esperar al dormitorio de Dreyer. Allí se quitó el grueso albornoz y se hundió en el sillón, demasiado fatigada para quitarse también el bañador y coger una toalla del cuarto de baño. Además, su marido estaba en el cuarto de baño: le veía por la puerta abierta. Desnudo, lleno de vida rubicunda, diversas partes de su anatomía palpitaban saltarinas mientras él se frotaba entero con gran energía, dando un grito cada vez que se tocaba los hombros enrojecidos. Una de las doncellas llamó a la puerta para decir que la habitación de la señora ya estaba lista, y Martha tuvo que hacer un gran esfuerzo para emprender el largo viaje hasta la habitación contigua.
Se lavó y se vistió, pero con interminables intervalos de languidez. Un jersey rojo y grueso de cuello alto que le había prestado Franz la noche anterior —¿o habría sido dos noches antes?— le daba un aspecto demasiado masculino, pero era lo más abrigado que tenía a mano. A pesar de todo, apenas bastaba para ocultar los accesos de calofríos que atormentaban incesantemente su cuerpo, mientras su mente gozaba de maravillosa paz y euforia. Estaba claro que había hecho bien. Además el ensayo general había sido perfecto. Todo estaba previsto en todos sus detalles.
—Todo está previsto en todos sus detalles —dijo Dreyer a través de la puerta—, espero que tengas tanta hambre como yo. Comeremos dentro de diez minutos en el restaurante. Yo te espero en la sala de lectura.
Lo único que le apetecía era una taza de café solo y un poco de coñac. Cuando Dreyer se hubo marchado, salió Martha al pasillo y llamó a la puerta de Franz. Estaba abierta, y la habitación vacía. Vio su albornoz caído en el suelo, y había otros detalles de parecido desorden, pero Martha no se sentía con fuerzas para ocuparse de ellos. Le encontró en un rincón del salón. La chica del bar, una delgaducha rubia artificial, le abrumaba con vulgaridades.
Y la lluvia no cesaba. La aguja que marcaba en un rollo de papel violeta la curva de la presión atmosférica había adquirido de pronto importancia de libro sagrado. La gente del paseo se acercaba a ella como a una bola de cristal, y su rival en la galería, un conservador barómetro, se negaba también a complacer a sus fieles por mucho que éstos rogasen o incluso lo golpeasen con los nudillos. Alguien se había dejado olvidado enla playa un cubo y una pala rojos, y el cubo ya estaba lleno hasta los bordes de agua de lluvia. Los fotógrafos no ocultaban su decepción; los dueños de los restaurantes, en cambio, exultaban. Se encontraban los mismos rostros ya en un café, ya en otro. Hacia el atardecer comenzó a remitir la lluvia, finalmente paró. Dreyer contenía el aliento, haciendo carambolas. Se corrió la voz de que la aguja había subido un milímetro.
—Mañana hará buen tiempo —dijo un profeta, golpeándose expresivamente la palma de la mano con el puño cerrado. Lluvia que escampa, gozo de pescadores. Muchos, a pesar de lo fresco que estaba el aire, salían a cenar a las terrazas. Llegó el correo de la tarde: importantísimo acontecimiento. Por el paseo comenzó a oírse el arrastrarse de muchos pies bajo las luces, veladas por la humedad. En el kursaalse bailaba.