Entre tanto, Dreyer decía con un guiño insinuante:
—¿Puedo tomarme yo también la libertad de invitarte a bailar? Te prometo no pisarte los dedos del pie.
—Sácame de aquí —dijo Martha—, no me siento nada bien.
XIII
Apenas despierto y todavía con los ojos a medio cerrar, con el pijama amarillo desabrochado sobre la tripa sonrosada, Dreyer salió al balcón. El follaje húmedo relucía cegadoramente. El mar, de un azul lechoso, centelleaba como plata. En el balcón contiguo se estaba secando el traje de baño de su mujer. Volvió al dormitorio en penumbra, lleno de prisa por vestirse y salir para Berlín. A las ocho en punto salía un autobús que tardaba cuarenta minutos en llegar a Swistok, donde esperaba el tren; un taxi le dejaría allí en menos de media hora, y así podría coger un tren anterior. Trató de no cantar en la ducha, a fin de no molestar a los vecinos. Le sentó muy bien el afeitado, en el balcón, con un nuevo tipo de espejo, irrompible y absolutamente inmóvil, atornillado a la barandilla. Volvió a sumergirse en la penumbra como un buceador y se vistió a toda prisa.
Abrió con gran cuidado la puerta de la habitación contigua. De la cama le llegó la voz rápida de Martha:
—Vamos en góndola a la tómbola. Haz el favor de darte prisa.
Hablaba con frecuencia en sueños, charloteando sobre Franz, Frieda, la gimnasia oriental.
Mientras se tanteaba los costados para cerciorarse de que cada cosa estaba en su bolsillo, Dreyer le dijo riendo:
—Adiós, amor mío. Me voy a la ciudad.
Ella murmuró algo con una voz que indicaba un comienzo de despertar, luego dijo claramente:
—Dame un poco de agua.
—Tengo prisa —dijo él—, cógela tú misma, ¿de acuerdo? Ya es hora de que salgas a bañarte con Franz. Hace una mañana espléndida.
Se inclinó sobre la cama oscura, la besó en el pelo y salió pasando por su propio dormitorio al largo pasillo que conducía al ascensor.
Tomó café en la terraza del kurhaus. Comió dos bollos con mantequilla y miel. Se miró el reloj de pulsera y comió un bollo más. En la playa se veían los albornoces de colores vivos de los primeros bañistas, y el mar se volvía cada vez más luminoso. Encendió un cigarrillo y se metió en el taxi que el portero había llamado.
El mar quedaba a sus espaldas. Para entonces ya había unos pocos bañistas más, como puntos en el centelleante azul verdoso. De todos los balcones llegaba el delicado tintineo del desayuno. Poniéndose automáticamente una odiosa pelota bajo el brazo, Franz fue por el pasillo y llamó a la puerta de Martha. Silencio. La puerta estaba cerrada por dentro. Llamó a la puerta de Dreyer, entró y encontró la habitación de su tío en desorden. Llegó a la conclusión, acertada, de que Dreyer ya había salido para Berlín. Era un día terrible el que le esperaba. Encontró entreabierta la puerta que daba al cuarto de Martha. Y dentro estaba oscuro. Mejor dejarla dormir. Buena idea. Comenzó a alejarse de puntillas, pero a través de la oscuridad le llegó la voz de Martha:
—¿Por qué no me das el agua? —dijo, con apática insistencia.
Franz encontró una jarra y un vaso y fue hacia la cama. Martha se incorporó despacio, sacó un brazo desnudo y bebió con avidez. Franz dejó la jarra en la cómoda y se dispuso a reanudar su furtiva retirada.
—Franz, ven aquí —le llamó ella, con la misma voz apática.
Franz se sentó al borde de su cama, sombríamente temeroso de que fuera a ordenarle cumplir un deber que había conseguido evitar desde su llegada allí.
—Creo que estoy muy enferma —dijo Martha, pensativa, sin levantar la cabeza de la almohada.
—Voy a llamar para que te traigan el café —dijo Franz—, hoy hace sol y aquí está muy oscuro.
Ella empezó a hablar de nuevo:
—Se ha tomado todas las aspirinas. Vete a la farmacia y tráeme más. Y diles que se lleven ese remo, que no hace más que hacerme daño.
—¿Remo?, pero si es tu bolsa de agua caliente. ¿Qué es lo que te ocurre?
—Por favor, Franz, no puedo hablar. Y tengo frío. Me hacen falta muchas mantas.
Trajo una de la habitación de Dreyer, y la cubrió con cuidado, irritado por tanto capricho.
—No sé dónde está la farmacia —dijo.
Martha le preguntó:
—¿Lo trajiste?, ¿qué es lo que has traído?
Franz se encogió de hombros y salió.
Encontró la farmacia sin dificultad. Además de las aspirinas compró un tubo de crema de afeitar y una tarjeta postal con una vista de la bahía. El paquete había llegado normalmente, pero Emma le preguntaba en su última carta si estaba bien de la cabeza y Franz había pensado enviarle unas líneas para protestar y tranquilizarla. Volvió al hotel por el paseo soleado y se paró un momento a contemplar desde allí la playa. Había separado el tubo de las aspirinas del de la crema de afeitar, metiéndose este último en el bolsillo. Una súbita brisa se apoderó de la bolsita de papel donde habían estado los dos. Y en ese mismo momento los intrigantes extranjeros pasaron delante de él. Los dos llevaban albornoz y andaban deprisa, conversando con rapidez en su misterioso idioma. Franz pensó que le habían dirigido una mirada, dejando de hablar durante un instante. Y cuando le adelantaron volvieron a conversar. Se quedó con la impresión de que hablaban de él, e incluso de que habían pronunciado su nombre. Esto le puso nervioso, llegó a irritarle la idea de que ese feliz extranjero del diablo, yendo a toda prisa a la playa con su bella compañera de piel atezada y cabellera clara, conociera detalladamente los apuros en que estaba él metido y quizás hasta sintiera pena, no sin cierta mofa, de un muchacho honrado que había sido seducido y requisado por una mujer mayor que, a pesar de su buena ropa y de sus lociones faciales, se asemejaba a un gran sapo blanco. En términos generales, los turistas de estos lugares elegantes de veraneo suelen ser gente curiosa, burlona, cruel. Franz sintió la vergüenza de su hirsuta desnudez, apenas camuflada por su albornoz de curandero. Maldijo la brisa y el mar y, apretando en la mano el tubo de las tabletas, se apresuró a entrar en el hotel. El papel fino que se le había perdido revoloteaba por el paseo, aterrizó, volvió a revolotear, se deslizó junto a la feliz pareja; luego fue meciéndose hacia un banco que había en un recodo de la baranda, donde un viejo que estaba meditativamente sentado al sol lo perforó con la punta de su bastón. No se sabe lo que ocurrió después. Los que iban apresuradamente a la playa no siguieron las incidencias de su destino. Unos escalones de madera conducían a la arena. La gente tenía prisa por llegar a los lentos y relucientes pliegues del mar. La arena blanca cantaba bajo los pies de los bañistas. Entre cien casetas, todas ellas con parecidas listas, cada cual reconocía fácilmente la suya, y no sólo por el número que ostentaba: esos objetos de alquiler se acostumbran con notable rapidez a sus ocasionales dueños, llegando a formar parte de su vida de una manera sencilla y confiada. El refugio de los Dreyer estaba tres o cuatro casetas más allá; pero ahora estaba vacío, ni Dreyer ni su mujer ni su vecino lo ocupaban. Lo rodeaba un enorme terraplén de arena. Un niño con bañador rojo estaba subiéndose al terraplén y la arena iba poco a poco cayendo, reluciente, hasta que un trozo de él se derrumbó. A la señora Dreyer no le habría gustado nada ver niños extraños demoler su fortaleza, dentro de cuyos confines, tanto como en torno a ellos, la impaciencia de los elementos había tenido tiempo de confundir las huellas de pies desnudos, hasta el punto de que ya no era posible distinguir la robusta huella de Dreyer de la planta estrecha de Franz. Un poco más tarde llegaron Schwarz y Weiss, y vieron con sorpresa que todavía no había nadie allí.