Franz llegó a casa hacia las once. Yendo de puntillas por el pasillo, camino del asqueroso y pequeño retrete, le llegó una risita ahogada a través de la puerta del casero. La puerta estaba entreabierta. Franz miró al pasar. El viejo Enricht, sin otra cosa que su camisa de dormir, estaba a cuatro patas con el trasero arrugado y blanquecino apuntando a un espejo reluciente. Tenía inclinado el rostro congestionado, enmarcado en pelo blanco, como la cabeza del profesor de la farsa «El Príncipe Hindú», y estaba mirando, por el arco de sus muslos desnudos, el reflejo de sus nalgas sin pelo.

V

Había, ciertamente, un aura de misterio en torno al nuevo proyecto de Dreyer. La cosa había comenzado un miércoles de mediados de noviembre con la visita de un forastero indescriptible de nombre cosmopolita y origen indeterminable. Podría ser checo, judío, bávaro, irlandés, según quién tratase de dilucidarlo.

Dreyer estaba en su despacho (una inmensa estancia silenciosa con inmensas ventanas ruidosas, un inmenso escritorio e inmensos sillones de cuero), cuando, después de recorrer un pasillo color verde oliva acompañado por el frenético martilleo de las máquinas de escribir, este indescriptible caballero hizo su entrada. Iba sin sombrero, pero con abrigo y guantes de invierno.

La tarjeta de visita que le precedió ostentaba el título de «Inventor» debajo del nombre. Ahora bien, a Dreyer le encantaban, demasiado quizás, los inventores. Con un ademán mesmérico hizo sentarse al visitante en el lujoso cuero de una silla demasiado muelle (con un cenicero sujeto a su pezuña gigantesca) y, jugueteando con un lápiz rojo y azul, se sentó de medio perfil frente a él. Las espesas cejas del visitante se agitaban como orugas negras y peludas, y las partes recién afeitadas de su rostro melancólico tenían matices turquesa oscuro.

El inventor comenzó por el principio, y esto a Dreyer le pareció bien. Los negocios han de ser siempre tratados con esa artera cautela. Bajando la voz, el inventor pasó con laudable suavidad del prefacio al asunto. Dreyer dejó el lápiz sobre la mesa. Aterciopeladamente y con todo detalle, el magiar —o francés, o polaco— expuso su negocio.

—¿Dice usted, entonces, que no tiene nada que ver con la cera? —preguntó Dreyer.

El inventor levantó el dedo:

—Absolutamente nada, aunque yo lo llamo «voskin», nombre comercial que mañana estará en todos los diccionarios. Su principal ingrediente es un producto resistente, incoloro, parecido a la carne. Quiero hacer particular hincapié en su elasticidad, supereslaticidad por así decir.

—Dígalo, dígalo —dijo Dreyer—, ¿y qué me dice de ese «impelente eléctrico»?, no lo entiendo bien del todo; ¿qué entiende usted, por ejemplo, por «transmisión contractiva»?

El inventor sonrió inteligentemente.

—Este es el quid de la cuestión. Sería mucho más sencillo, sin duda alguna, mostrarle a usted los proyectos; pero también está claro que todavía no tengo intención de hacerlo. Ya le he explicado cómo puede aplicarse mi invento. Ahora es cosa de usted facilitarme el dinero para la construcción del primer modelo.

—¿Cuánto necesitaría? —preguntó Dreyer con curiosidad.

El inventor replicó detalladamente.

—¿No le parece a usted —dijo Dreyer— que posiblemente su imaginación vale mucho más? Yo respeto y aprecio mucho la imaginación ajena. Si, pongamos por caso, viene a verme alguien y me dice: «Mi querido Herr Direktor, me gustaría soñar un poco. ¿Cuánto me pagaría usted por soñar?, puede que me decidiera a iniciar negociaciones con él. Por el contrario, usted, mi querido inventor, me ofrece, así, por las buenas, algo práctico, algo de producción industrial. ¿Qué importancia tiene la práctica? Tengo el deber de creer en los sueños, pero no en su realización. ¡Pah! (Esta era una de las explosiones labiales de Dreyer.)

Al principio el inventor no entendió; cuando, por fin, entendió, se sintió ofendido.

—¿O sea, que se niega usted? —preguntó, sombrío.

Dreyer suspiró. El inventor chasqueó la lengua y se retrepó en su asiento, abriendo y cerrando las manos juntas.

—Este es el trabajo de toda mi vida —dijo por fin, mirando al espacio—, como Hércules, he luchado con los tentáculos de un sueño durante diez años, perfeccionando esa suavidad, esa flexibilidad, esa superflexibilidad, esa animación estilizada, si se me permite la expresión.

—Naturalmente que se le permite —dijo Dreyer—, a mí me parece incluso mejor que... la... ¿cómo era?, ah, sí, hiperflexibilidad. Y dígame —comenzó, cogiendo de nuevo el lápiz, lo que era buen signo (aunque esto su interlocutor no lo sabía)—, ¿ha hecho usted esta oferta a alguna otra persona?

—Bueno —dijo el inventor, imitando perfectamente la sinceridad—, le confesaré que ésta es la primera vez que lo hago. Más aún, acabo de llegar a Alemania. Esto es Alemania, ¿no? —añadió, mirando en torno a sí.

—Eso tengo entendido —dijo Dreyer.

Se produjo una fructífera pausa.

—Su sueño es encantador —dijo Dreyer, pensativo—, encantador.

El otro hizo una mueca, se exaltó:

—Haga el favor de dejar de hablar de sueños, caballero. Se han vuelto realidad, se han encarnado, en más de un sentido, por muy pobre, por muy incapaz que yo sea de construir mi propio Edén y mis propios eidolons. ¿Ha leído usted a Epícrito?

Dreyer dijo que no con la cabeza.

—Tampoco yo. Pero déme la oportunidad de demostrarle que no soy un charlatán. Me aseguraron que le interesan a usted estas innovaciones. Piense qué deleite sería, qué adorno, qué asombroso y, permítame decirlo, artístico sería el logro.

—¿Qué garantía me ofrece? —preguntó Dreyer, saboreando el espectáculo.

—La garantía del espíritu humano —dijo, tajante, el inventor.

Dreyer se echó a reír:

—Eso ya me gusta más. Está usted volviendo a mi punto de vista inicial.

Estuvo pensativo un momento, luego añadió:

—Lo que voy a hacer es pensar en su oferta con tranquilidad. Quién sabe, a lo mejor hasta llego a ver su invento en mi próximo sueño. A lo mejor mi imaginación se empapa en él. Por el momento no puedo responderle ni sí ni no. Ahora vuélvase usted a su casa. ¿Dónde se aloja?

—Hotel Montevideo —dijo el inventor—, un nombre estúpidamente engañoso.

—Pero familiar también, aunque la verdad es que no recuerdo por qué. Video, video...

—Veo que tiene usted el filtro de agua corriente de mi amigo Pugowitz —dijo el inventor, señalando al grifo del pasillo como Rem-brandt señalaría un cuadro de Claude Lorraine.