A Martha le gustaban sus maneras corteses, pero Franz le advirtió que era un poco raro.

—Querido mío —le dijo ella, bajando ya la escalera—, pues mira, tanto mejor. Este viejo tranquilo resulta mucho más seguro que una vieja chillona. Au revoir, tesoro mío. Puedes darme un beso, pero rápido.

La calle era de lo más deslucido. Quizás cuando acabaran el «Cine Palacio» mejoraría. En un lugar estratégico que daba a la acera, un gran cartel enmarcado en madera mostraba un ilusorio futuro: un edificio altísimo de cristal reluciente se erguía altivo en medio de un amplio espacio de aire azul, aunque en la realidad casas de pisos de bastante mal aspecto se le arrimaban hasta casi tocar sus muros, que se iban elevando lentamente. Los pisos a medio terminar, cubiertos de andamiaje, sobre el prometido cine, contendrían una sala para exposiciones, un salón de belleza, un laboratorio fotográfico, y muchas atracciones más.

En una dirección la calle se transformaba en callejón sin salida, en la otra desembocaba en una placita donde los martes y los viernes se abría un modesto mercado al aire libre. De allí salían dos calles: la de la izquierda era una calleja retorcida que se usaba para agitar banderas rojas en las celebraciones políticas, y la de la derecha una vía larga y populosa, en la que había un gran almacén donde todo costaba veinticinco centavos, ya fuese un busto de Schiller o un quarter. Martha tenía frío pero se sentía feliz. La calle terminaba en un pórtico de piedra con una «U» blanca en cristal azul: una estación del metro. Allí torcía a la izquierda, saliendo así a un bulevar bastante bonito. Luego terminaban las casas; se veía algún que otro chalet en construcción, o algún terreno aparcelado en pequeñas huertas. Después reaparecían las casas, grandes y nuevas, rosadas y color pistacho. Martha dio la vuelta a la tercera de éstas y se vio en su propia calle. Más allá de su chalet había una amplia avenida por la que iban dos líneas de tranvías: la 113 y la 108, y una de autobús.

Pasó rápidamente por el sendero de gravilla que conducía al portal. En aquel mismo instante el sol barrió el bajo vientre del cielo blanco, encontró en él una grieta y penetró radiantemente por ella. Los arbolillos respondieron sin más con todas sus húmedas gotitas de luz. El césped relució a su vez. El ala de cristal de un gorrión relampagueó al pasar.

Cuando entró Martha en su casa, la relativa oscuridad del recibidor se llenó de rosadas motas ópticas que revoloteaban ante sus ojos. En el comedor, la mesa estaba aún sin poner. En el dormitorio, el sol repentino se había plegado ya cuidadosamente en la alfombra y en el canapé azul. Martha se dispuso a mudarse, sonriendo, suspirando de felicidad, aceptando con agradecimiento su propio reflejo en el espejo.

Un poco más tarde, en el centro del dormitorio, vestida de granate, las sienes bien suaves y el mínimo posible de maquillaje, le llegaron a Martha del piso de abajo los ladridos tontamente líricos de Tom, seguidos por la voz alta de un desconocido. A mitad de camino escaleras abajo, tropezó con el desconocido, que subía y pasó rápidamente a su lado, silbando y tamborileando con la fusta contra el pasamano:

—Hola, amor mío —le dijo, sin detenerse—, en diez minutos bajo.

Y salvando los dos o tres últimos escalones de un solo y pesado salto, emitió un jovial gruñido y dirigió una mirada a su cabello recogido:

—Sube corriendo —le dijo ella, sin volver la vista—, y hazme el favor de quitarte de encima ese olor a caballo.

Comiendo, entre conversación insubstancial y tintineos —ese tintineo especial que es mitad cristal y mitad metal, inseparable del proceso habitual de la alimentación humana—, Martha seguía sin reconocer al amo de la casa, con su móvil bigote recortado y su costumbre de meterse en la boca, ya un rábano, ya alguna de las migas de pan que constantemente amasaba contra el mantel al hablar. Y no es en absoluto que se sintiera cohibida en su presencia. Ella no era ni una Emma ni una Anna. A lo largo de su vida conyugal se había ido acostumbrando a conceder sus favores a su adinerado protector con tal maña, con tal cálculo, con tan eficaz hábito de práctica corporal, que, a pesar de considerarse madura para el adulterio, lo estaba ya realmente, y desde hacía largo tiempo, para la prostitución.

A su derecha se sentaba un viejo de aspecto algo tosco, con un título vistoso; a su izquierda, el rechoncho Willy Wald, con grandes carrillos rojos y tres pliegues iguales de grasa sobre la parte posterior del cuello. Junto a él se sentaba su ruidosa madre, también corpulenta, con los mismo ojos oscuros, saltones y húmedos. Su voz áspera se cortaba brusca y constantemente en una risotada fuerte y gorgoteante, tan distinta de su manera de hablar que un ciego habría pensado que se trataba de dos personas distintas. Junto al viejo conde relucía la joven señora de Wald, empolvada hasta la palidez cadavérica y con un arco de las cejas a todas luces forzado; podía, por lo que a nosotros respecta, quedarse con sus tres gigolós. Y entre ambos, en frente de Martha, oculto ya por una dalia carnosa, ya por facetas de cristal, hablaba y reía un señor Dreyer completamente superfluo. Todo, menos Dreyer, estaba bien. La comida, sobre todo el ganso, y el rostro pesado del calvo y amable Willy, y la conversación sobre automóviles, y el ingenio del conde, y su anécdota, contada sotto voce, sobre la operación a que hubo de someterse una estrella vieja para estirarse la piel, con la consecuencia de que ahora tenía la barbilla adornada por un nuevo hoyuelo que antes había sido su ombligo. Ella, por su parte, no hablaba apenas. Pero su silencio era tan vibrante, tan sensible, con una sonrisa tan animada en los labios relucientes y medio abiertos, que parecía insólitamente locuaz. Dreyer no pudo menos de admirarla desde detrás de las puntas gruesas y rosadas de las dalias, y la sensación de que, a fin de cuentas, Martha se sentía feliz con él, casi le hacía perdonar la infrecuencia de sus caricias.

—¿Cómo es posible querer a un hombre cuyo simple contacto te produce arcadas? —le confesó a Franz en uno de sus encuentros siguientes, al insistir él en que le dijera si quería a su marido.

—¿Entonces yo soy el primero? —preguntó él, ávido—, ¿el primero?

A modo de respuesta, Martha enseñó sus dientes relucientes y le pellizcó lentamente la mejilla. Franz le aferró las piernas y levantó la vista a su rostro, moviendo la cabeza para tratar de cogerle los dedos con la boca. Martha estaba sentada en el sillón, ya vestida y lista para irse, pero incapaz de hacerlo, y Franz se encogió de rodillas ante ella, despeinado, las gafas relucientes, con sus nuevos tirantes blancos. Acababa de poner a Martha los zapatos de tacón alto, porque, para estar con él, ella prefería zapatillas de alcoba con borlas carmesí. Este par de zapatillas (regalo modesto, pero considerado, de Franz) lo guardaban nuestros amantes en el cajón inferior de la cómoda, porque la vida, con cierta frecuencia, imita a los novelistas franceses. Ese cajón, además, contenía un pequeño arsenal de adminículos anticonceptivos, acumulados allí poco a poco por Martha, que, tras haber tenido un aborto el primer año de su matrimonio, sentía un miedo morboso al embarazo. Guardando las bonitas zapatillas para la próxima vez, Franz pensó que todo aquello añadía un precioso matiz femenino a su habitación, que también había ido volviéndose más atractiva por otros motivos. Tres dalias rosadas estaban al borde de la muerte sobre la mesa en un florero azul oscuro que sólo tenía un reflejo oblongo. Pañitos de encaje habían aparecido por todas partes, y el canapé, tan tenazmente prefigurado, no tardaría en hacer acto de presencia; Martha había comprado ya dos cojines color pavo real para adornarlo. En el lavabo, un recipiente de celuloide contenía una pastilla redonda de jabón de color canela y con aroma a violetas para uso de Martha. Y los objetos de aseo del muchacho se completaban ahora con un frasco de Anticaprine y una loción para la piel que tenía en la etiqueta un rostro con pecas. Todas sus cosas ahora estaban cuidadas y clasificadas; su ropa interior ostentaba sus iniciales, amorosamente bordadas; una mañana inolvidable entró Martha en la tienda, pidió ver las corbatas más elegantes que había, escogió tres y desapareció con ellas, pasando por su departamento y ahogándose sucesivamente en los numerosos espejos, y el hecho mismo de que ni siquiera le mirase añadía un encanto extraño a esta cita cristalina. Las corbatas colgaban ahora en su armario, como trofeos; y había también un proyecto fantástico en lenta fermentación: ¡un smoking!