—Bienvenido —dijo Dreyer—, siéntese.

El inventor se sentó.

—¿Y bien? —preguntó Dreyer, jugueteando con su lápiz favorito.

El inventor se sonó, plegó cuidadosamente el resultado y dedicó largo tiempo a embutir de nuevo el pañuelo —artículo que, sin duda, debiera haber sido ya sustituido por algún nuevo invento— en el bolsillo.

—Vengo con la misma oferta que la vez anterior —dijo finalmente.

—¿No hay ningún detalle nuevo? —sugirió Dreyer, dibujando círculos concéntricos en su secante.

El inventor asintió y comenzó a hablar. Zumbó el teléfono en la mesa de Dreyer, que dirigió a su visitante una suave sonrisa y se llevó con energía el auricular a la oreja.

«Soy yo, es que no me acordaba si dijiste que hoy no vendrías a cenar.»

—Así es, amor mío.

«¿Y volverás tarde a casa?»

—Pasada la medianoche. Una reunión del consejo y luego un festejo. Vete tú a cenar con Franz a algún restaurante o algo así.

—No sé. A lo mejor me animo.

—Estupendo —dijo Dreyer—, bueno, adiós. Ah, no, espera un momento..., que si quieres el coche... ¿Me oyes?

Pero Martha ya había colgado.

El inventor fingía no estar escuchando. Dreyer se dio cuenta y le dijo, con una risita entre picara y modesta:

—Mi amiguita.

El inventor le sonrió con afectada indulgencia y reanudó sus explicaciones. Dreyer dio comienzo a una nueva serie de círculos concéntricos. La señorita Reich trajo un fajo de cartas y desapareció silenciosamente. El inventor seguía hablando. Dreyer tiró el lápiz, se retrepó cansinamente en el sillón y se rindió al encanto de lo que oía.

—¿Cómo dice? —interrumpió—, ¿la noble lentitud del avance de un sonámbulo?

—Sí, si lo prefiere —dijo el inventor—, o el extremo contrario: la contenida agilidad del convaleciente.

—Adelante, adelante —dijo Dreyer, cerrando los ojos—, esto es pura brujería.

VI

Un café sin pretensiones, adusto y pequeño, no lejos de donde vive Franz. Tres hombres, sumidos en un silencioso juego de naipes. La mujer de uno de ellos, embarazada y pálida con aspecto de ternera, sigue el juego medio dormida. Una muchacha corriente con un tic nervioso, hojeando una vieja revista ilustrada y deteniéndose ante la muerte confusa de un acertijo: un lápiz indeleble ha llenado la mayor parte de los cuadrados en blanco del crucigrama. Una dama con abrigo de topo (lo que impresionó a la dueña del local) y un joven con gafas con montura de carey, sorbiendo aguardiente de cerezas y mirándose a los ojos. Un borracho con gorra de desempleado tamborileando contra el grueso cristal detrás del cual se habían amontonado monedas hasta formar una salchicha metálica: las que habían perdido todos los que habían echado dinero por la ranura y empujado luego la manivela para poner en funcionamiento al pequeño prestidigitador de hojalata, mientras sus relucientes bolitas corrían por canales serpenteantes. El mostrador, enfriado a fuerza de espuma de cerveza, brilla como las escamas de un pez. En lugar de pechos, la dueña tiene dos balones de fútbol de lana verde. Bosteza mirando hacia el rincón oscuro donde el camarero, escondido a medias por una reja, devora una montaña de puré de patata. En la pared, a espaldas de ella, un reloj de cuco de madera tallada palpita sonoramente bajo un par de astas de ciervo, y junto a él se ve una oleografía que representa el encuentro de Bismarck y Napoleón Tercero. El susurro de los jugadores de naipes se va haciendo cada vez más suave, hasta cesar por completo.

—Escogiste bien... Aquí es seguro que no nos ve nadie.

Franz acarició su mano bajo la mesa:

—Sí, querida, pero se está haciendo tarde, pienso que sería mejor que nos fuéramos.

—Tu tío no vuelve hasta medianoche, o más tarde. Tenemos tiempo.

—Perdóname por traerte a un sitio tan mugriento y deprimente.

—No, no, en absoluto. Ya te dije que me parece muy bien escogido. Vamos a imaginarnos que tú eres un estudiante de Heidelberg. Qué bien te sentaría el gorro.

—¿Y tú una princesa de incógnito? Me gustaría que estuviéramos bebiendo champán, con parejas bailando a nuestro alrededor y bella música húngara.

Ella apoyó el codo en la mesa, estirándose con el puño la piel de la mejilla. Silencio.

—Dime, ¿te apetece comer algo? Me parece que has adelgazado más.

—Qué más da. He sido infeliz toda mi vida. Y ahora te tengo a ti.

Los jugadores, inmóviles, contemplaban sus cartas. La mujer inflada se apoyaba, exhausta, contra el hombro de su marido. La muchacha se había sumido en sus propios pensamientos y su rostro había cesado de contraerse. Las páginas de la revista ilustrada caían lacias como una bandera en un día sin viento. Silencio. Adormecimiento.

Martha fue la primera que se movió: también Franz trató de sacudir de sí tan extraña modorra. Parpadeó, se tiró de las solapas de la chaqueta.

—Le amo, aunque es pobre —dijo ella, en broma.

Y de pronto cambió su expresión. Se imaginó que también ella estaba sin dinero, y que los dos pasaban la velada del sábado en esta ruin tabernita, entre obreros adormilados y putillas baratas, en este silencio ensordecedor que sólo el reloj rompía con su tictac, cada uno con su vaso de vino viscoso.

Se imaginó, horrorizada, que este tierno indigente era realmente su marido, su joven marido, a quien ella nunca, renunciaría. Medias zurcidas, dos vestidos modestitos, un peine roto, una habitación con un espejo desazogado, sus manos ásperas de tanto lavar y tanto cocinar, y este tugurio, donde, por un reichsmark, se podía uno emborrachar por todo lo alto...

Tan aterrada se sintió que le hincó las uñas en la mano.

—¿Qué te pasa? Querida, no entiendo.

—Hale, levántate —dijo ella—, paga y vámonos. Se sofoca una aquí, no se puede respirar.

Aspirando el frío real de la noche, Martha recuperó instantáneamente su riqueza y, apretándose contra Franz, cambió el paso enseguida para ajustarlo al de él; Franz buscó y encontró su cálida muñeca entre los pliegues del abrigo de pieles.

A la mañana siguiente, acostada en su habitación bonita y luminosa, Martha recordó sonriente sus fantásticos miedos. «Seamos realistas», se tranquilizó a sí misma, «la cosa no puede ser más simple: sencillamente, tengo un amante. Y esto debiera embellecer mi existencia en lugar de complicarla. No es más que esto, en el fondo: un adorno agradable. Y si, por una de esas casualidades...» Pero lo curioso era que no conseguía encontrar una dirección específica para sus pensamientos. La calle de Franz terminaba en un callejón sin salida a cuyo fondo sus pensamientos llegaban invariablemente. No le era posible imaginar, por ejemplo, que Franz no existiese o, simplemente, que emergiera de la niebla algún otro admirador con una rosa en la mano, porque, en cuanto se acercaba lo suficiente para distinguirle, siempre resultaba ser Franz. Este día, como todos los días futuros, estaba empapado y coloreado por su pasión por Franz. Trataba de pensar en el pasado, en todos esos años imposibles en que aún no le conocía, pero entonces no era su propio pasado el que le venía a la mente, sino el de Franz: su pequeña ciudad, en la que había parado casualmente durante un viaje, crecía en sus pensamientos, y allí, entre la niebla, estaba la casa de tejado verde de Franz, que ella nunca había visto en la realidad, pero cuya descripción le había oído a él muchas veces, y el colegio de ladrillo a la vuelta de la esquina, y el frágil muchachito con gafas. Lo que Franz le había contado sobre su niñez era más importante que cualquier experiencia propia, y Martha no comprendía la razón de esto, y discutía consigo misma, tratando de refutar lo que afectaba a su sentido de conformidad y claridad.