El amor ayudaba a Franz a madurar. Esta primera experiencia semejaba a un diploma del que cualquiera podía sentirse orgulloso. Durante todo el día le atormentaba el deseo de mostrar este diploma a los demás vendedores, pero la prudencia le vedaba la menor insinuación. Hacia las cinco y media (Piffke, pensando que así complacía al amo, le dejaba salir un poco antes que a los otros) llegaba corriendo sin aliento a su habitación, y Martha hacía su aparición poco después con un par de bocadillos comprados en la mantequería de la esquina. El contraste, curioso, pero, al tiempo, conmovedor que presentaban el cuerpo delgado de Franz y su parte enhiesta, más bien corta, pero excepcionalmente gruesa, hacía prorrumpir a su amante en cánticos de elogio a su virilidad:

—¡El gordinflón está ansioso, pero qué ansioso...!

O bien decía:

—Te apuesto (le encantaban las apuestas) un jersey nuevo a que no eres capaz de hacerlo otra vez.

Pero el tiempo no es amigo de los amantes. Un poco después de las siete Martha tenía que irse. Era puntual, además de apasionada. Y a eso de las nueve Franz solía ir a cenar a casa de su tío.

Una felicidad cálida y abundante llenaba al Franz físico hasta rebosar, le pulsaba en las sienes y en las muñecas, le latía en el pecho, le manaba del dedo en forma de gota de rubí cuando se pinchaba por descuido en la tienda: tenía que lidiar frecuentemente con alfileres en su departamento (aunque no tanto como Kottman, el sastre encargado de las pruebas, que se parecía al pez llamado «patillas de gato», habitante del remoto río de una niñez acabada, cuando daba vueltas con la boca erizada de alfileres en torno a un cliente marcado de tiza). Pero, en general, sus manos se habían vuelto ahora más ágiles y ya no tenía dificultades con las tapas duras ni con el papel de seda de las cajas de cartón, como había tenido las primeras semanas. En cierto modo, esos rápidos ejercicios detrás del mostrador habían acabado por preparar sus manos para otros movimientos y contactos, rápidos también y ágiles, que inducían a Martha a ronronear de placer, porque a ella le gustaban sobre todo sus manos, y en particular cuando, con una sucesión de roces rapsódicos, pasaban sobre todo su cuerpo blanco como la leche. Fue así como un mostrador de tienda había servido de teclado mudo en el que Franz ensayaba su felicidad.

Pero en cuanto se iba Martha, en cuanto se acercaba la hora de cenar y de enfrentarse con Dreyer, todo cambiaba. Como ocurre con los sueños, cuando un objeto completamente inofensivo llega a inspirarnos miedo y, en consecuencia, se vuelve temible cada vez que lo soñamos (e incluso en la vida diaria conserva rasgos inquietantes), la presencia de Dreyer llegó a convertirse para Franz en una tortura refinada, en una amenaza implacable. Cuando, por primera vez desde la visita de Martha, recorrió la corta distancia que había entre la puerta del jardín y la de la casa (bostezando nerviosamente y tocándose las gafas al andar); cuando, por primera vez en su papel de amante clandestino de la señora de la casa, miró de reojo a la inocente Frieda y cruzó el umbral frotándose las manos húmedas de lluvia, Franz se sintió abrumado por una sensación tan misteriosa que, en su temor y confusión, intentó darle una patata a Tom, que le recibía en el cuarto de estar con una inesperada explosión de afecto; esperando a sus anfitriones, Franz buscaba supersticiosamente en las manchas vivas de los cojines presagios de desastre. Siendo como era un cobarde abyecto y sumamente nervioso en materias de sentimiento (y los cobardes de esta especie son doblemente desgraciados, porque se dan cuenta de su cobardía con toda lucidez y la temen), no pudo menos de echarse a temblar cuando, con un batir de puertas, Martha y Dreyer entraron al mismo tiempo procedentes de dos habitaciones distintas, como si el cuarto de estar fuera un escenario demasiado iluminado. Al verles se puso rígido, y en esta actitud de firme se sintió ascender por el techo, perforar el tejado, subir al cielo marrón oscuro, mientras, en la realidad, completamente vacío de sensaciones, estaba dando la mano a Martha, a Dreyer. Volvió a caer a tierra, abandonando su oscura inexistencia, dejando sus alturas desconocidas y tontas para aterrizar firmemente en medio de la habitación (¡fuera de peligro, fuera de peligro!), cuando el jovial Dreyer hizo un círculo en el aire con el dedo índice y se lo hincó en el ombligo; Franz remedó un jadeo y emitió una risita sofocada, mientras Martha, como de costumbre, se le mostraba fríamente radiante. Sus temores no pasaron, aunque perdieron fuerza por el momento: una mirada descuidada, una sonrisa elocuente, y todo saldría a la superficie, y entonces su carrera se vería sacudida por un desastre inimaginable. Desde entonces, cada vez que entraba en la casa, se imaginaba que el desastre en cuestión había ocurrido ya: que Martha había sido descubierta o lo había confesado todo en un momento de locura o de autoinmolación religiosa ante su marido; y la araña del cuarto de estar le recibía siempre con su siniestra refulgencia.

Sopesaba todas las bromas de Dreyer, las desmenuzaba, las husmeaba con nerviosa ansiedad, buscando en ellas alguna taimada alusión, pero sin encontrar nunca nada. Por suerte para Franz, el interés que su tío, que era muy observador, sentía por cualquier objeto, animado o no, cuyos rasgos esenciales había captado inmediatamente, o eso creía él, para saciarse de ellos y archivarlos luego en su mente, tendía a bajar con cada reaparición subsiguiente del objeto en cuestión, hasta que la brillante presencia acababa convirtiéndose en habitual abstracción. Mentes como la de Dreyer gastan demasiada energía en atacar con todas sus armas y recursos las impresiones forzosas de la existencia para no sentirse agradecidas por esa membrana neutral de familiaridad que enseguida se forma entre la novedad y su consumidor. Resultaba demasiado aburrido pensar que el objeto pudiera cambiar por sí solo y asumir características inesperadas, porque esto supondría tener que disfrutarlo de nuevo, y Dreyer ya no era joven. Le habían gustado la sencillez y el mal tono del pobre muchacho casi desde que se vieron por primera vez en el tren. A partir de entonces, desde el primer momento de su verdadero contacto, no veía en Franz otra cosa que una coincidencia divertida en forma humana: era la forma de un tímido sobrino provinciano, con una inteligencia trivial y unas ambiciones limitadas. Y lo mismo cabía decir de Martha, que, desde hacía siete años, se había convertido para él en la esposa de siempre: distante, ahorrativa, frígida, cuya belleza cobraba vida de vez en cuando para recibirle con la misma paradisíaca sonrisa de la que él se había enamorado. Ninguna de estas imágenes cambiaba en lo esencial, se limitaban a llenarse más o menos densamente de características apropiadas. Así es como el artista experimentado sabe ver únicamente lo que le conviene para su concepto inicial.

Por otra parte, Dreyer solía sentir una especie de picazón humillante cada vez que un objeto cualquiera no cedía inmediatamente a sus ojos voraces, no asumía obedientemente una actitud que le permitiera lidiar con él. Ya había pasado un par de meses desde el accidente de automóvil y había tenido tiempo de hacer su testamento, como siempre fue su intención, en su quincuagésimo cumpleaños (que, por cierto, pasó sin que su única heredera, Dios bendiga su frío corazón, lo celebrara en absoluto), pero aún seguía indeciso en torno a un pequeño detalle relacionado con su chófer, un detalle que, de ser cierto, acabaría provocando, tarde o temprano, otro accidente. Con una contracción nerviosa de las ventanas de la nariz, comprobaba Dreyer el olor del tabaco que usaba el chófer, en busca de un aroma más fuerte; le observaba cuando, con las piernas en arco, paseaba en torno al coche; y en el momento de mayor peligro —los sábados por la noche—, le mandaba llamar de manera inesperada y sostenía con él una concienzuda conversación sobre asuntos triviales mientras observaba si se conducía de una manera demasiado libre. Esperaba que algún día le dijeran que aquel hombre, por desgracia, no estaba en condiciones de acudir a su llamada, pero el tal día, por desgracia, nunca llegó. A veces le parecía a Dreyer que el Icarus tomaba las curvas un poco demasiado deprisa, con un poco más de alegría que de costumbre. Y fue precisamente uno de esos días de virajes temerarios, un día, por cierto, particularmente interesante por haber caído la víspera la primera nevada del año, transformada ahora en masa espesa y resbaladiza, cuando Dreyer se fijó por la ventanilla en un hombre sin sombrero, que daba la impresión de tener goznes en lugar de junturas cuando cruzaba la calle a pasitos menudos. Esto le recordó su conversación con el afable inventor. En cuanto llegó a su despacho le hizo llamar al Montevideo y se alegró cuando la vieja Sarah Reich, su secretaria, le dijo que llegaría de un momento a otro. A pesar de todo, ni Dreyer ni la señorita Reich (que también tenía sus propios, y complicados problemas), ni nadie en todo el mundo llegó jamás a descubrir que el solitario y nostálgico inventor vivía, por una de esas casualidades, en la mismísima habitación donde había pasado Franz la noche de su llegada a Berlín; desde cuya ventana se veía un gran fresno ahora deshojado; y donde se podía comprobar, si se miraba con atención, que un poco de polvillo de cristal había penetrado en las grietas del linóleo, junto al lavabo. Es significativo que el destino le hubiera alojado en aquel preciso lugar. Era aquél el mismo camino que había recorrido Franz, y el destino, de pronto, recordándolo, enviaba en pos de él a este hombre, prácticamente anónimo, que, naturalmente, no sabía nada de tan importante misión ni llegó jamás a enterarse de ningún detalle de ella, si bien no hubo nadie que se enterara, ni siquiera el viejo Enricht.