Silenciosamente irritada contra la ineficacia de Frieda, metió la cabeza por la circunferencia suave y concisa del vestido, cuya sombra verde bajó volando ante sus ojos. Salió de ella erguida, se alisó las caderas y pensó de pronto que su alma quedaba ahora circunscrita allí, contenida por la textura color esmeralda de aquel fresco vestido.

Abajo, en la terraza cuadrada, con su suelo de cemento y sus ásteres sobre la ancha baranda, Dreyer se sentó en una silla plegable junto a una mesita y, con el libro abierto en el regazo, contempló el jardín. Al otro lado de la valla, el coche negro, el costoso Icarus, les esperaba ya inexorable. El chófer nuevo, apoyados los codos en la parte exterior de la valla, charlaba con el jardinero. Una luminosidad fría de atardecer impregnaba el aire otoñal; las precisas sombras azules de los jóvenes árboles se estiraban por el césped soleado, todas en la misma dirección, como deseosas de ver cuál de ellas sería la primera en llegar al blanco muro lateral del jardín. Lejos, al otro lado de la calle, las fachadas color pistacho de los bloques de pisos se veían con gran claridad, y allí, apoyándose melancólicamente sobre una colcha roja echada sobre el alféizar de una ventana, estaba sentado un hombrecillo calvo en mangas de camisa. El jardinero había cogido ya la carretilla por segunda vez, pero siempre volvía a dejarla para volverse de nuevo al chófer. Y entonces ambos encendían un cigarrillo, y el humo delgado y serpenteante destacaba claramente contra el reluciente fondo negro del coche. La sombra parecía haber avanzado un poco, pero el sol caía aún triunfalmente, a la derecha, desde detrás de la esquina del chalet del conde, que se levantaba sobre un promontorio, entre árboles más altos. Tom se paseaba indolente a lo largo de los arriates. Inducido a ello por su sentido del deber, pero sin la menor esperanza de éxito, se puso a perseguir a un gorrión que revoloteaba bajo, y luego se echó junto a la carretilla, con el morro entre las pezuñas. La sola palabra terraza... ¡qué amplitud, qué frescor! La bonita red de una tela de araña se estiraba oblicuamente desde la flor de la esquina de la baranda hasta la mesa que estaba junto a ésta. Las nubéculas que cubrían una parte del cielo pálido y limpio tenían curiosos rizos y eran todas iguales, como en un horizonte marino, colgando juntas en delicada bandada. Finalmente, después de haber oído todo cuanto había que oír y dicho todo lo que había que decir, el jardinero se alejó con su carretilla, girando con geométrica precisión por las encrucijadas de las sendas de gravilla, y Tom, levantándose perezosamente, se puso a seguirle como un juguete mecánico, volviéndose cada vez que se volvía el jardinero. Die Toten Seelen, de un escritor ruso, que se había ido deslizando lentamente de las rodillas de Dreyer, cayó por fin el suelo, y Dreyer no se sintió con ganas de recogerlo. Qué agradable, qué espacioso... El primero en llegar sería, sin duda, ese manzano que había allí. El chófer se instaló en su asiento. Sería interesante saber en qué estaba pensando ahora. Esta mañana sus ojos habían brillado de un modo extraño. ¿Sería que bebía? Pues sí que era gracioso, un chófer bebedor. Pasaron dos hombres con chistera, diplomáticos o empleados en pompas fúnebres, y chisteras y levitas negras flotaron sobre la valla. Llegó de ninguna parte una mariposa multicolor, se posó en el borde mismo de la mesita, abrió las alas y se puso a abanicar con ellas lentamente, como si estuviera respirando. El fondo, de un pardo oscuro, estaba magullado aquí y allá, la banda escarlata se había desvaído, los bordes estaban deshilachados, pero, así y todo, era un ser tan bello, tan festivo...

III

El lunes, Franz se volvió loco: compró algo que, según el óptico, era un artículo norteamericano. La montura era de carey a pesar de que los quelonios son víctimas frecuentes de variadas imitaciones. Cuando le hubieron insertado en ella las lentes apropiadas, se puso las gafas nuevas e inmediatamente invadió su corazón una sensación de alivio y paz que le llegó hasta detrás de las orejas. La neblina se disolvió. Los colores indómitos del universo se redujeron una vez más a sus compartimentos y células oficiales.

Todavía le quedaba algo por hacer si quería afincarse y consolidarse a sí mismo en este mundo nuevamente delimitado. Franz sonrió tolerante y complacido recordando la promesa que le hiciera Dreyer, el día anterior, de pagarle muchos lujos. El tío Dreyer era una institución algo fantástica, pero sumamente útil, y tenía toda la razón: ¿cómo no comprarse un vestuario razonable? Lo primero, sin embargo, era buscar habitación.

Hoy no hacía sol. El cielo exhalaba un aire moderadamente frío. Los taxis berlineses resultaron ser de un verde muy obscuro, con un reborde cuadriculado en negro y blanco que cruzaba las portezuelas. Aquí y allá se veían buzones azules que acababan de ser pintados en celebración del otoño y tenían un curioso aspecto reluciente y pegajoso. Las calles de aquel barrio le parecieron decepcionantemente silenciosas, justo lo que pensaba él que no tenían que ser las calles de una gran ciudad. Era divertido aprenderse de memoria sus nombres y la situación de comercios y centros útiles: la farmacia, la tienda de comestibles, el estanco, la comisaría. ¿Por qué tenían que vivir los Dreyer tan lejos del centro? Le desagradó ver tantos solares vacíos, tantos pequeños parques, tantas plazas ajardinadas, tantos pinos y abedules, tantas casas en construcción, tantos huertos. Todo le recordaba demasiado su apartada región. Le pareció reconocer a Tom en un perro al que llevaba de paseo una criada rechoncha pero no mal parecida. Había niños jugando a la pelota o haciendo zumbar sus peonzas sobre el asfalto. También él había jugado así. Sólo una cosa le recordaba sin duda alguna que estaba en la metrópoli: ¡la ropa maravillosa que llevaban algunos paseantes! Por ejemplo, bombachos, muy amplios por debajo de las rodillas, lo que daba a la pierna, con calcetines de lana, un aspecto elegantemente esbelto. Nunca había visto él hasta entonces este estilo, aunque también llevaban bombachos los chicos de su ciudad. Vio asimismo algún dandy de clase alta, con chaqueta de doble botonadura, muy ancha en los hombros y sumamente ajustada en las caderas, y con perneras increíblemente elefantinas, cuyas inmensas vueltas cubrían prácticamente los zapatos. Y también los sombreros eran maravillosos, y las corbatas, de lo más llamativo; y las chicas, santo cielo, las chicas. ¡Mil gracias, Dreyer!

Iba despacio, moviendo la cabeza, chasqueando la lengua, mirando constantemente a su alrededor. Aquellas besables bellezas, pensó Franz casi en voz alta, inhalando con un silbido entre los dientes cerrados. ¡Qué pantorrillas, qué culos! ¡Era para volverse loco! Paseando por las calles empalagosamente familiares de su ciudad, había sentido, naturalmente, la misma pena por la fugacidad del encanto muchas veces al día, pero su morbosa timidez no le permitía allí mirar con demasiada insistencia. Aquí la cosa cambiaba. Estaba disfrazado de forastero, y esas chicas eran accesibles (otra vez, ese silbido), estaban habituadas a las miradas ávidas, les gustaban, y era posible abordar a cualquiera de ellas y comenzar una brillante y directa conversación, estaba decidido a hacerlo, pero antes tenía que encontrar una habitación en la que arrancarle el vestido y poseerla. Entre cuarenta y cincuenta marcos le había dicho Dreyer que iba a costarle. Esto significaba, por lo menos, cincuenta.