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XXVIII

En lugar de acostarse, Nejludov estuvo mucho tiempo andando de un lado a otro por su habitación. Sus relaciones con Katucha habían terminado, y el pensamiento de serle inútil en lo sucesivo lo llenaba de tristeza y de vergüenza. Pero no era aquello lo que ahora lo inquietaba. Una obra diferente, lejos de estar acabada, lo atormentaba por el contrario con más fuerza que nunca y exigía que pasara a la acción. Todo el mal horrible que había visto y comprobado en aquellos últimos tiempos, particularmente aquella tarde, en aquella horrible prisión, todo aquel mal que había aniquilado, entre otros, al buen Kryltsov, triunfaba y reinaba sin que él entreviese el medio, no ya de vencerlo, sino ni siquiera de combatirlo.

Volvía a ver aquellos centenares y aquellos millares de hombres degradados, encerrados en un medio pestilente por generales, fiscales, directores de cárceles acorazados de indiferencia. Se acordó del extraño viejo que afrentaba libremente a las autoridades y al que se tenía por loco, y, entre los cadáveres, se acordaba del bello rostro de cera de Kryltsov, muerto en el odio. Y su pregunta frecuente, de saber quién estaba loco, si él o los demás que hacían todo aquello jactándose de su cualidad de seres razonables, esa pregunta se le planteaba con nueva fuerza, sin que hallase respuesta para la misma.

Cansado de caminar, se sentó en el diván, ante la lámpara, y maquinalmente abrió el evangelio que el inglés le había dado y que había arrojado sobre la mesa al vaciar sus bolsillos.

«Dicen que aquí se encuentra una solución a todo», pensó. Y, después de abrir al azar, se puso a leer la página que cayó bajo sus ojos. Era el capítulo XVIII según San Mateo:

1. En aquel momento se acercaron los discípulos a Jesús, diciendo: ¿Quién será el más grande en el reino de los cielos?

2. Él, llamando a sí a un niño, le puso en medio de ellos,

3 , y dijo: En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.

4. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de éstos, ése será el más grande en el reino de los cielos.

«¡Sí, sí, qué verdad es eso!», se dijo, al recordar la calma la alegría de vivir que había experimentado en la medida en que se había humillado.

5. Y el que por mí recibiere a un niño como éste, a mí me recibe;

6 , y al que escandalizare a uno de estos pequeñuelos que creen en mí, más le valiera que le colgasen al cuello una piedra de molino de asno y le arrojaran al fondo del mar.

«¿Por qué dice aquí: a mí me recibe? ¿Y dónde recibe Él? ¿Y qué significa el que por mí?», se preguntó, sintiendo que aquellas palabras no le decían nada. «¿Y qué significa al cuello una piedra de molino y al fondo del mar?», siguió diciéndose, recordando que en varias ocasiones, en el curso de su vida, había empezado a leer el evangelio y que, todas las veces, la oscuridad de semejantes pasajes lo había apartado de él.

Leyó también los versículos 7, 8, 9 y 10, que tratan de las seducciones, de su necesidad sobre esta tierra, del castigo por la gehennadel fuego adonde serán precipitados los hombres, y de ciertos ángeles de los niños que ven la faz del Padre celestial.

«¡Qué lástima que esto sea tan ambiguo! pensaba él. Sin embargo, siento que hay aquí algo hermoso.» Continuó leyendo:

11. Porque el Hijo del hombre ha venido a salvar lo perdido.

12. ¿Qué os parece? Si uno tiene cien ovejas y se le extravía una, ¿no dejará en el monte las noventa y nueve a irá en busca de la extraviada7

13. Y si logra hallarla, cierto que se alegrará por ella más que por las noventa y nueve que no se habían extraviado.

14. Así os digo: En verdad que no es voluntad de vuestro Padre, que está en los cielos, que se pierda ni uno solo de estos pequeñuelos.

«Sí, no es la voluntad del Padre que perezcan, y sin embargo helos aquí que perecen por centenares y por millares. Y no hay ningún medio de salvarlos.»

21. Entonces se le acercó Pedro y le preguntó: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mí hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces?

22. Dícele Jesús: No digo yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

23. Por esto se asemeja el reino de los cielos a un rey que quiso tomar cuentas a sus siervos.

24. Al comenzar a tomarlas se le presentó uno que le debía diez mil talentos.

25. Como no tenía con qué pagar, mandó el señor que fuese vendido él, su mujer y sus hijos y todo cuanto tenía, y saldar la deuda.

26. Entonces el siervo, cayendo de hinojos, dijo: Señor, dame espera y te lo pagaré todo.

27. Compadecido el señor del siervo aquel, le despidió, condonándole la deuda.

28. En saliendo de allí, aquel siervo se encontró con uno de sus compañeros, que le debía cien denarios, y agarrándole le ahogaba, diciendo: Paga lo que debes.

29. De hinojos le suplicaba su compañero, diciendo: Dame espera y lo pagaré.

30. Pero él se negó, y le hizo encerrar en la prisión hasta que pagara la deuda.

31. Viendo esto sus compañeros, les desagradó mucho, y fueron a contar a su señor todo lo que pasaba.

32. Entonces hízole llamar el señor, y le dijo: Mal siervo, te condoné yo toda tu deuda, porque me lo suplicaste.

33. ¿No era, pues, de ley que tuvieses tú piedad de tu compañero, como la tuve yo de ti?

¿Será entonces únicamente eso? exclamó de repente Nejludov después de la lectura de aquellas palabras. Y una voz interior, emanada de todo su ser, le respondió: «Sí, no es más que eso.»

Y le ocurrió a Nejludov lo que ocurre a menudo a los hombres que viven la vida del espíritu. Ocurrió que el pensamiento que le parecía al principio extraño, paradójico, casi fantástico y del que se encuentra en la vida una confirmación cada vez más frecuente, se presentó a él, de pronto, como una verdad muy simple y de una absoluta certeza. Así, comprendió claramente, en aquel instante, aquel pensamiento de que el medio único y cierto de salvar a los hombres del espantoso mal que sufren consiste simplemente en que se reconozcan siempre culpables para con Dios, y, por consiguiente, indignos de castigar o de corregir a sus semejantes. Para Nejludov se puso en claro que el terrible mal del que había sido testigo en las cárceles, y la calma, la seguridad de quienes lo cometían, provienen de que los hombres quieren cumplir una obra imposible: reprimir el mal, siendo así que ellos mismos son malos.

Hombres viciosos quieren hacer mejores a otros hombres viciosos y creen poder lograrlo con procedimientos mecánicos. Y de eso se sigue que seres codiciosos y rapaces que han escogido como profesión aplicar esos supuestos castigos y mejoramientos humanitarios, se pervierten ellos mismos hasta el último extremo, al igual que pervierten a quienes hacen sufrir.

Ahora veía claramente cuál era el origen de aquellos horrores a los que había asistido y lo que era preciso hacer para suprimirlos. La respuesta que él no había podido encontrar era la que Cristo le había dado a Pedro: perdonar siempre, todos, una infinidad de veces; porque no existe hombre que esté indemne de toda falta y a quien, por consiguiente, le esté permitido castigar o corregir.

«¡No, es imposible que la cosa sea tan simple!», se decía Nejludov. Y, sin embargo, comprobaba con evidencia que, por extraño que aquello le hubiera parecido al principio, y acostumbrado como estaba a lo contrario, fuera ésa la solución verdadera, no solamente teórica, sino absolutamente práctica, de la cuestión.