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Nejludov había visto de sobra en las cárceles de Tumen, Ekatetineburg, Tomsk, y durante los altos, con qué éxito se logra este objetivo que la sociedad parece perseguir. Hombres sencillos, que poseen los principios habituales de la moral social rusa, campesina y cristiana, abandonaban estas concepciones y, en las cárceles, asimilaban otras nuevas, consistentes sobre todo en reconocer como lícita y provechosa cualquier violencia ejercida sobre la criatura humana. Los hombres que habían vivido en la cárcel aprendieron en ella, con todo su ser, que, en vista del trato que sufrían, todas las leyes de respeto y de compasión al prójimo, predicadas en las cátedras eclesiásticas o laicas, estaban en realidad abrogadas y que no tenían por qué cumplirlas. Nejludov había comprobado esta acción deprimente sobre todos los presos que él conocía: sobre Fedorov, sobre Makar a incluso sobre Tarass, quien, después de haber vivido durante dos meses la vida de las etapas, lo había dejado estupefacto por la inmoralidad de sus razonamientos.

En ruta, se había enterado igualmente de cómo los presos que se fugan por la taiga arrastran con ellos a compañeros, luego los matan y se alimentan con su carne. Él mismo había visto a un hombre vivo acusado de esta monstruosidad y que la confesaba. Y lo terrible de esta situación era que ese caso de antropofagia no era un caso aislado, sino bastante frecuente.

Sólo por un cultivo particular del vicio, cultivo al que se dedicaban en estas instituciones, se había podido llevar al ruso al estado al que había llegado de vagabundo, precursor de la recentísima doctrina de Nietzsche, que considera que todo es posible y que todo está permitido, cultivo que propaga esta doctrina primero entre los presos y luego en el pueblo ruso.

La única explicación de todos estos procedimientos represivos podía ser el deseo de limitar los crímenes, de espantar, de corregir y de vengar legalmente, como se escribe en los libros; pero en realidad nada de aquello existía. En lugar de limitar los crímenes, no se hacía más que propagarlos; en lugar de intimidar, no se hacía más que alentar a los criminales, muchos de los cuales, principalmente los vagabundos, buscaban el encarcelamiento; en lugar de corregir, se desarrollaba el contagio sistemático de todos los vicios, y lejos de reducir el deseo de la venganza con los castigos administrativos, se lo hacía pacer en el pueblo, allí donde no existía antes.

«Pero entonces, ¿por qué hacen todo eso?», se preguntaba Nejludov, sin encontrar respuesta alguna.

Lo que más le asombraba era que todo aquello no se hacía por puro azar, por equivocación, una vez, sino siempre, desde hacía siglos, con esta sola diferencia: que antiguamente se arrancaba a los presos la nariz, se les cortaba las orejas, se les marcaba con hierro al rojo y se los trasladaba en carretas, en tanto que ahora se los conducía con esposas y en máquinas de vapor.

La razón invocada por los funcionarios de que los hechos por los que él se indignaba procedían de la imperfección de los lugares de detención y de deportación y que todo aquello podía ser mejorado con la creación de cárceles de un nuevo modelo, no satisfacía en absoluto a Nejludov. Comprendía, en efecto, que su indignación no tenía por causa el arreglo más o menos confortable de las cárceles y de las prisiones. Los libros le habían enseñado, desde luego, la existencia de cárceles perfeccionadas, con timbres eléctricos, y el suplicio eléctrico recomendado por Tarde; pero estas violencias perfeccionadas sólo conseguían indignarlo aún más.

Lo que le indignaba sobre todo era que los tribunales y los ministerios estaban compuestos por hombres que recibían crecidos sueldos, sacados del pueblo, en recompensa de que consultaban libros escritos por funcionarios como ellos y por el mismo motivo; que en esos libros encontraban un artículo correspondiente a cada acción que viola las leyes que ellos han escrito y que en virtud de ese artículo enviaban a hombres a alguna parte, muy lejos, allí donde no los veían ya y donde esos desgraciados, abandonados a los plenos poderes de directores, vigilantes, guardianes crueles y embrutecidos, perecían a millones, moral y físicamente.

Por la frecuentación más asidua a las prisiones y a las penitenciarías, Nejludov había podido darse cuenta de que todos los vicios que se desarrollan entre los presos: la embriaguez, el juego, la insensibilidad, y todos los espantosos crímenes cometidos por ellos, incluyendo la antropofagia, no son en modo alguno efecto del azar o resultado de la degeneración, de la monstruosidad del tipo criminal, como afirman sabios miopes, en provecho del gobierno, sino consecuencia forzosa de un error inexplicable, que consiste en creer que unos hombres pueden castigar a otros. Nejludov se daba cuenta de que la antropofagia empieza, no en la taiga, sino en los ministerios, en las comisiones y subcomisiones, y que en la taiga no hace más que acabar; se daba cuenta de que, por ejemplo, su cuñado, como por lo demás todos los magistrados y los funcionarios, desde el alguacil al ministro, no se cuidaban de la justicia o del bien del pueblo, como decían, sino de los rublos que les pagaban por cumplir la obra de la que resultaban toda aquella depravación y toda aquella miseria. Eso era evidente.

«¿Es posible, pues, que este estado de cosas sea consecuencia de una equivocación? ¿Cómo hacer entonces para asegurar a todos esos funcionarios sus sueldos, a incluso darles una prima, para que no hagan lo que hacen?», pensaba Nejludov. Y, tras esta pregunta, después del segundo canto del gallo, a pesar de las pulgas que, al menor movimiento, surgían alrededor de él como de una fuente, se durmió con un profundo sueño.

XX

Cuando Nejludov se despertó, los carreteros se habían marchado desde hacía mucho tiempo; la patrona había tomado ya el té y, secándose con el pañuelo el grueso cuello sudoroso, entró para decirle que un soldado de la escolta había traído una carta. Era de María Pavlovna, quien le escribía para informarlo de que la crisis de Kryltsov era más seria de lo que se había creído: «Primeramente, queríamos dejarlo aquí y quedarnos con él, pero no nos lo han permitido. Lo llevamos por tanto con nosotros, corriendo el riesgo de un desenlace fatal. Procure usted, en cuanto llegue a la ciudad, actuar de forma que, si lo dejan allí, dejen con él a alguno de nosotros. Si para eso fuera necesario casarse con él, yo lo haría.»

Nejludov envió al muchacho del albergue a la estación de postas para buscar caballos, y se apresuró a hacer sus maletas. No había acabado todavía su segundo vaso de té cuando ya el coche de postas, enjaezado como una troika, con todos los cascabeles sonando y las ruedas rebotando sobre la tierra endurecida como piedra, se detuvo ante la escalinata. Pagó la cuenta, se apresuró a salir y subió a la telega, dando la orden de ir lo más aprisa posible, con objeto de alcanzar al convoy. No lejos del pueblo llegó, en efecto, junto a las carretas abarrotadas de sacos y de enfermos. El oficial había marchado adelante.

Los soldados, que seguramente habían bebido un poco, charlaban con regocijo caminando detrás y a los dos costados de la carretera. Las carretas eran numerosas. En cada una de las de delante iban amontonados seis «criminales» enfermos, y en cada una de las tres carretas de atrás, tres «políticos». En la última del todo estaban sentados Novodvorod, Grabetz y Kondratiev; en la segunda, Rantseva, Nabatov y aquella mujer enferma a la que María Pavlovna había cedido su plaza. En la primera, sobre heno y cojines, estaba tendido Kryltsov, teniendo cerca de él a María Pavlovna.

Nejludov detuvo su coche junto a Kryltsov y se acercó a él. Uno de los soldados de la escolta, muy achispado, hizo señas, agitando los brazos, para que no se acercara, pero Nejludov no le hizo caso y caminó al lado de la carreta apoyándose en ella con una mano. Kryitsov, con túnica de piel de carnero con la lana por la parte de dentro, y gorro de astracán, tapada la boca con un pañuelo de cuello, parecía más delgado y más pálido que nunca; sus hermosos ojos se agrandaron y centellearon. Débilmente sacudido por los traqueteos, no apartaba los ojos de Nejludov; y a la pregunta de éste sobre su salud, se limitó a bajar los párpados y a sacudir la cabeza con mal humor; por lo visto, toda su energía se gastaba en soportar los traqueteos. María Pavlovna estaba sentada al otro extremo de la carreta. Cambió con Nejludov un mirada significativa que expresaba su inquietud en cuanto al estado de Kryltsov, a inmediatamente dijo con tono jovial: