Изменить стиль страницы

Perfectamente, y entonces, ¿qué? dijo el general.

Me habían prometido, de Petersburgo, que me informarían sobre la suerte de esa mujer lo más tarde en el mes actual, y aquí mismo...

Sin apartar los ojos de Nejludov, el general avanzó sus cortos dedos sobre la mesa, llamó y continuó escuchando, fumando y tosiendo ruidosamente.

Quisiera pedirle a usted, si la cosa es posible, retener a esa mujer aquí hasta la llegada de la respuesta.

El lacayo, un asistente con uniforme militar, entró.

Pregunta si está ya levantada Ana Vassilievna dijo el general y trae más té. ¿Y qué más? preguntó, volviéndose hacia Nejludov.

Mi segundo ruego se refiere a un preso, político que forma parte del mismo convoy.

¡Ah, caramba! dijo el general con un significativo movimiento de cabeza.

Está gravemente enfermo, moribundo, y sin duda lo dejarán aquí en el hospital. Pues bien, una de las condenadas políticas querría quedarse a cuidarlo.

¿Le toca algo?

No; pero está dispuesta a casarse con él si ésa es una condición para poder quedarse.

Con sus brillantes ojos, el general escrutó fijamente y en silencio a su interlocutor, con un visible deseo de turbarlo, y sin dejar de fumar.

Cuando Nejludov hubo acabado de hablar, el gobernador cogió un libro que tenía sobre la mesa; se humedeció los dedos para hojearlo rápidamente, encontró el artículo relativo al casamiento y lo leyó.

¿A qué pena está ella condenada? preguntó, apartando la vista del libro.

A trabajos forzados.

Entonces, la situación no mejoraría con el casamiento.

Pero...

Permítame. Si ella se casara con un hombre libre, tendría de todos modos que purgar su pena. Se trata de saber cuál de los dos está condenado a la más fuerte.

Los dos están condenados a trabajos forzados.

Entonces, están empatados dijo, riendo, el general. A él se le puede dejar, a causa de su enfermedad prosiguió, y ni que decir tiene que se hará todo lo posible por curarlo; pero en cuanto a ella, aunque se casase con él, no puede quedarse aquí.

La generala está tomando el café anunció el lacayo.

El general aprobó con la cabeza y continuó:

Por lo demás, voy a reflexionar. ¿Cómo se llaman? Apúntelo usted aquí.

Nejludov hizo la anotación..

Tampoco puedo concederle eso respondió el general cuando Nejludov le rogó que le dejase ver al enfermo. Desde luego, no sospecho nada de usted; pero usted se interesa por él y por los demás, y usted tiene dinero. Y aquí se compra todo. Me dicen que extirpe la concusión. ¿Cómo extirparla, si todos son concusionarios? Y cuanto menor es la categoría del funcionario, tanto más toma. ¿Qué quiere usted? ¿Cómo puedo controlar a un hombre a una distancia de cinco mil verstas? Él es allí un pequeño zar como, por lo demás, lo soy yo aquí y se echó a reír. Sin duda, usted ha tenido entrevistas con los condenados políticos; usted ha dado dinero y le han dejado pasar, ¿no es así? dijo con una sonrisa.

Sí, es verdad.

Le comprendo; se veía usted obligado a obrar así. Usted quiere ver a un «político», del que tiene usted lástima. Entonces, el vigilante jefe, o un suboficial de la escolta, acepta su propina, porque él recibe por todo sueldo algunos miserables copeques, tiene una familia y no sabría negarse. En su lugar, lo mismo que en el de usted, yo haría lo mismo; pero en el mío, no puedo permitirme apartarme lo más mínimo del reglamento, precisamente porque soy un hombre y puedo ser accesible a la piedad. Ahora bien, soy el ejecutor de las órdenes dadas; han tenido confianza en mí bajo ciertas condiciones y debo justificar esa confianza. Esta cuestión queda, pues, zanjada. Y ahora, cuénteme lo que pasa entre ustedes, en la metrópoli.

El general se puso a preguntar, a contar, con el doble deseo de enterarse de noticias y de hacer valer toda su importancia y todo su humanitarismo.

XXIII

Bueno, y hablando de otra cosa, ¿dónde se ha alojado usted? ¿En casa de Duc? Se está allí tan mal como en los demás hoteles. Pero venga a cenar dijo el general, acompañando hasta la puerta a Nejludov. A eso de las cinco. ¿Habla usted inglés?

Sí.

Entonces, perfecto. Mire usted, ha llegado aquí un turista inglés. Estudia los lugares de deportación y las prisiones de Siberia. Cena con nosotros; así, pues, venga usted también. Cenamos a las cinco, y a mi mujer le gusta la puntualidad. Le daré al mismo tiempo la respuesta respecto a esa mujer y también respecto al enfermo. Quizá pueda dejarse a alguien con él.

Nejludov se despidió del general. En vena de actividad, se dirigió a la oficina de correos.

La oficina donde entró era baja y abovedada; detrás de los pupitres estaban sentados los empleados, que distribuían la correspondencia a un numeroso público. Uno de ellos, la cabeza inclinada a un lado, no dejaba de golpear con un matasellos los sobres que hacía deslizar hábilmente. Al decir su nombre, atendieron inmediatamente a Nejludov y le entregaron una correspondencia bastante voluminosa. Había allí paquetes, varias cartas, libros y el último ejemplar del Mensajero de Europa. En posesión de su correspondencia, se apartó y se acomodó en un banco donde, en actitud expectante, estaba sentado un soldado portador de un registro; Nejludov se colocó junto a él y examinó los envíos. Entre sus cartas había una certificada, en un hermoso sobre cerrado por un sello muy limpio de deslumbrante lacre rojo. Lo abrió y, al ver que era una carta de Selenin, acompañada de un papel administrativo, sintió que la sangre le afluía al rostro y que se le apretaba el corazón. Era la solución del asunto de Katucha. ¿Cuál podría ser esa solución? ¿Sería una negativa? Nejludov recorrió rápidamente la letra fina, poco legible, rota, pero firme, y lanzó un suspiro de alivio: la solución era favorable.

«Querido amigo escribía Selenin : Nuestra última conversación me dejó profundamente impresionado. Tenías razón en lo que se refiere a Maslova. He examinado atentamente los autos y he comprobado que se había cometido una atroz injusticia con ella. Pero no se podía remediarla más que dirigiendo, como tú has hecho, una instancia a la comisión de gracias. He podido ayudar a la solución del asunto y te incluyo aquí copia de la gracia a la dirección que me ha indicado la condesa Catalina Ivanovna. El acta auténtica ha sido enviada a la sede del tribunal que juzgó a tu protegida y sin duda la transmitirán urgentemente a la cancillería de Siberia. Me apresuro a comunicarte esta agradable noticia. Te estrecho cordialmente la mano.

»Tuyo, Selenín.»

El documento administrativo estaba concebido así:

«Cancillería encargada de las peticiones dirigidas a S. M. Imperial. Tal asunto, tal jurisdicción, tal departamento, tal fecha. Por orden del director de la Cancillería encargada de las peticiones dirigidas a S. M. Imperial, se hace saber a la mestchanka Catalina Maslova que S. M. el Emperador, sobre el informe que le ha sido humildemente presentado con relación a la instancia de Maslova, se ha dignado ordenar que su condena a trabajos forzados sea conmutada por la pena de deportación en un lugar cercano a Siberia.»

La noticia era feliz e importante. Era todo lo que Nejludov podía desear para Katucha y para él mismo. Desde luego, este cambio en la situación de la joven daba nacimiento a nuevas complicaciones en sus relaciones mutuas. Mientras ella seguía siendo «forzada», el casamiento que él le proponía no podía ser más que ficticio y no tenía otro objeto que el de mejorar su situación. Ahora nada impedía que los dos hicieran vida matrimonial. Y Nejludov no estaba preparado para eso. Luego estaba también el incidente Simonson. ¿Qué significaban las palabras pronunciadas el día anterior por Katucha? Y, si consentía en unirse a Simonson, ¿sería eso un bien o un mal? No llegaba a poner en claro aquellos pensamientos, y los apartó.