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El oficial ha debido de avergonzarse gritó, lo bastante alto para que su voz dominase el ruido de las ruedas. Le han quitado las esposas a Buzovkin. Él mismo lleva a su hijita y camina con Katucha, Simonson y Vera, a la que he sustituido.

Kryltsov pronunció algunas palabras confusas señalando a María Pavlovna; su rostro se contrajo en el esfuerzo que hizo por retener la tos, y de nuevo agachó la cabeza. Nejludov aproximó el oído para escuchar mejor. El enfermo liberó su boca del pañuelo y murmuró:

Ahora estoy mucho mejor. Con tal que no coja frío...

Nejludov inclinó la cabeza en señal de asentimiento y cambió una mirada con María Pavlovna.

Bueno, ¿y el problema de los tres cuerpos? murmuró Kryltsov, sonriendo penosamente. Solución espinosa.

Como Nejludov no comprendía, María Pavlovna le explicó que se trataba del famoso problema matemático sobre la relación de los tres cuerpos: el Sol, la Luna y la Tierra, y que Kryltsov, bromeando, había imaginado hacer de eso un punto de comparación con las relaciones existentes entre Nejludov, Katucha y Simonson. Kryltsov meneó la cabeza para aprobar la explicación de María Pavlovna.

No soy yo quien tengo que resolverlo dijo Nejludov.

¿Recibió usted mi billete? ¿Lo hará usted? preguntó la joven.

Desde luego respondió Nejludov. Y viendo algo de descontento en el rostro de Kryltsov, se alejó y volvió a subir a su telega; con las manos en los bordes, para sujetarse, se esforzó en adelantar al convoy de capotes grises y de pellizas de los encadenados, que se extendía a lo largo de una versta. Después de un rato de camino, Nejludov reconoció el pañuelo de Katucha, el abrigo negro de Vera Efremovna, la chaqueta y el gorro de punto de Simonson, así como las medias de lana blanca de este último, ceñidas por correas a modo de sandalias. Caminaba al lado de las dos mujeres y parecía hablar con calor. Al distinguir a Nejludov, las mujeres lo saludaron mientras Simonson levantaba su gorro con aire solemne. Nejludov, no teniendo nada que decides, los rebasó sin detenerse.

Dejando el convoy atrás y volviendo a encontrar la carretera principal, el cochero aligeró la marcha, pero a cada momento tenía que apartarse para dejar paso a carros que circulaban en gran número. El camino, todo lleno de profundos surcos, atravesaba un sombrío bosque de chopos y de alerces que, por los dos lados, ostentaban sus hojas de color de arena próximas a caer. A mitad de camino, el bosque cesaba; a derecha a izquierda aparecieron campos; luego, las cruces doradas y las cúpulas de un monasterio. El día prometía ser hermoso, y las nubes se disipaban; el sol se levantó por encima del bosque, y el follaje húmedo, los charcos de agua, las cúpulas, las cruces, se pusieron a centellear bajo sus rayos. Al frente y a la derecha, en la lejanía violácea, blanquearon unas montañas.

La troikapenetró en un gran pueblo que ya hacía presentir la ciudad. La calle estaba llena de gente, rusos y siberianos, éstos con su extraño gorro y su amplia levita; hombres y mujeres, con algunos que otros borrachos, pululaban y bordoneaban ante las tiendas, las posadas, las tabernas y las carretas. La ciudad no estaba lejos.

Azotando y recogiendo a su caballo por la derecha a inclinándose de lado en su asiento para llevar igualmente las guías a la derecha, el cochero de postas, queriendo seguramente lucirse, lanzó el coche por la carretera principal y llegó así cerca del río, al sitio donde se encontraba la balsa. Ésta se hallaba en aquel momento en medio del curso de agua rápida y regresaba hacia este lado, donde la aguardaban una veintena de carretas. Nejludov no tuvo que esperar mucho tiempo. Los remeros bogaban contra corriente, contrarrestando la rapidez del agua, con lo que la balsa atracó pronto a las planchas del embarcadero. Los balseros, altos muchachotes musculosos, de anchos hombros, con pellizas de piel de carnero, lanzaron silenciosamente las amarras, con un ademán hábil y familiar, y las fijaron a los postes; habiendo bajado seguidamente la pasarela, dejaron salir a la orilla las carretas que habían transportado; luego se pusieron a embarcar las demás, apretando una al costado de otra, así como a los caballos, que se espantaban del agua. El ancho y rápido río golpeaba en los flancos de las barcas que sostenían la balsa, y el cable se tensaba. Cuando ya no hubo más sitio y la telega de Nejludov, desenganchados los caballos y aprisionados en medio de las carretas, fue colocada cerca de un borde, los balseros, sin preocuparse ya de los ruegos de quienes no habían podido encontrar sitio, alzaron la pasarela, soltaron las amarras y se lanzaron a navegar. En la balsa reinaba el silencio, entrecortado solamente por los pasos de los balseros y los golpes, sobre las planchas, de los cascos de los caballos, que cambiaban alternativamente el apoyo de sus patas.

XXI

Nejludov estaba en pie al borde de la balsa y contemplaba la corriente fugitiva. Dos imágenes pasaban una y otra vez ante sus ojos: la cabeza oscilante de Kryltsov, que, con acrimonia, se moría; y el rostro de Katucha, caminando con paso firme al borde de la carretera, al lado de Simonson. La primera impresión: la vista de Kryltsov que se moría y que no se resignaba a la muerte, resultaba penosa y triste; y en cuanto a la segunda: la visión de Katucha, beneficiándose del amor de un hombre como Simonson y metida en lo sucesivo en la vía firme y segura del bien, habría debido alegrar a Nejludov, y sin embargo le resultaba tan penosa, que no podía soportar su peso.

Sobre la superficie del agua vibraba, llegado de la ciudad, un tañido, un temblor de cobre que brotaba de una gran campana. El cochero de posta y todos los carreteros se quitaron sucesivamente el gorro a hicieron la señal de la cruz. Un viejecillo harapiento, colocado más cerca del borde que los demás, no se persignó y, levantando la cabeza, clavó los ojos en Nejludov, quien aún no se había fijado en él. Aquel viejecillo iba vestido con un caftán remendado, un pantalón de paño y zapatos con los tacones comidos. Del hombro le colgaba un saquito y se tocaba la cabeza con un alto gorro de piel todo raído.

¿Y tú, viejo, por qué no rezas? le preguntó el cochero de Nejludov, volviendo a encasquetarse el gorro. ¿Es que no estás bautizado?

¿Y a quién rezar? replicó, con aire resuelto y provocativo, el viejo harapiento, machacando las sílabas.

Ya se sabe a quién: a Dios dijo el cochero con tono irónico.

Pues muéstrame dónde está tu Dios.

Los rasgos del anciano expresaron tanta seriedad y firmeza, que el cochero, comprendiendo que tenía que enfrentarse con alguien más astuto que él, se turbó ligeramente; pero no dejó traslucir nada, y, para no parecer que quedaba por debajo ante el público atento a la discusión, replicó vivamente:

¿Dónde? Ya se sabe: en el cielo.

¿Es que tú has ido allí?

Que yo haya ido o no, poco importa; todo el mundo sabe que hay que rezarle a Dios.

Nadie ha visto a Dios en ninguna parte. Su Hijo, de la misma esencia, y que está en el seno del Padre, es el que lo ha revelado dijo el viejo con la misma vivacidad y aire grave y sombrío.

Sin duda, tú no eres cristiano. Eres un pagano, rezas al vacío dijo el cochero, metiéndose el mango del látigo en el cinto y arreglando los arneses de sus caballos.

Alguien se echó a reír.

Bueno, padrecito, ¿de qué religión eres tú? preguntó un campesino de cierta edad que se mantenía al borde de la balsa, al lado de su carreta.

No tengo religión ninguna. Tampoco creo en nadie, sino en mí mismo respondió el anciano con la misma pronta decisión.

¿Y cómo puede creer uno en sí mismo? dijo Nejludov, interviniendo. Uno puede equivocarse.

¡Nunca jamás! dijo el viejo, sacudiendo la cabeza.

¿Por qué hay entonces varias religiones? insistió Nejludov.