Изменить стиль страницы

¡No los destruirán a todos! dijo Nabatov con voz viril. Siempre quedarán los suficientes para hacer pequeños.

No, no quedarán si tenemos lástima de los tiranos dijo Kryltsov elevando la voz. Dame un cigarrillo.

Pero tú no estás bien, Anatolii dijo María Pavlovna. Te lo ruego, no fumes.

¡Déjame en paz! exclamó él con mal humor. Y encendió el cigarrillo; pero inmediatamente le dio un ataque de tos y sintió como deseos de vomitar. Después de haber escupido, continuó : No, no hemos hecho lo que hacía falta. Basta de discusiones: ¡todos unidos.. , y aniquilarlos!

Pero ellos también son hombres dijo Nejludov.

No, no son hombres. No son hombres quienes pueden hacer lo que ellos hacen. Se dice ahora que acaban de inventar bombas y globos. Pues bien, montar en globo y espolvorearlos con bombas como si fueran chinches, hasta que todos revienten... Sí, porque... pero no acabó; todo enrojecido, tuvo un ataque de tos más violento aún y le salió sangre por la boca.

Nabatov corrió a buscar nieve. María Pavlovna vertió en un vaso unas gotas de tintura de valeriana y se lo llevó a Kryltsov. Pero él, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada, apartaba a la joven con su mano delgada y blanca. Cuando la nieve y el agua fría lo hubieron calmado un poco, y lo acostaron para pasar la noche, Nejludov se despidió y salió con el suboficial, que lo esperaba desde hacía mucho tiempo.

Los presos comunes se habían callado y la mayor parte dormía. Aunque en las celdas había gente en las camas, y debajo, y en los pasillos, los presos no habían podido acomodarse todos, y muchos se habían tendido en el corredor, la cabeza sobre sus sacos y tapados con sus húmedos capotes.

Por la puerta de las celdas y en el corredor se oían ronquidos, suspiros, palabras pronunciadas en sueños. únicamente no dormían, en la celda de los solteros, algunos hombres agrupados alrededor de un cabo de vela, apagada aprisa al acercarse el suboficial; y, en el corredor, cerca de una lámpara, un viejo desnudo que quitaba piojos de su ropa. El aire hediondo del local de los condenados políticos parecía puro en comparación con la podredumbre sofocante que reinaba aquí. La humeante lámpara ardía como en medio de una neblina y se respiraba con dificultad. Para pasar por el corredor sin pisar a algún durmiente hacía falta antes buscar un sitio vacío donde poner el pie, y eso a cada paso. Tres hombres que no habían podido colocarse ni siquiera en el corredor se habían tendido en el vestíbulo, cerca de la cubeta de la que rezumaba un líquido infecto. Uno de ellos era un viejo idiota que Nejludov había encontrado a menudo durante el trayecto; un niño de diez años estaba acostado entre dos presos, sobre la pierna de uno de ellos, y la mejilla apoyada en su mano.

En cuanto estuvo en la calle, Nejludov se detuvo y aspiró largo tiempo a pleno pulmón el aire helado.

XIX

El cielo se había estrellado. Caminando sobre el fango helado, endurecido a medias solamente a trechos, Nejludov regresó al albergue; golpeó en el cristal negro; el mozo de anchos hombros vino, descalzo, a abrirle la puerta y lo introdujo en el vestíbulo. Allí, a la derecha, se oía el ronquido ruidoso de los carreteros en la sala común. Al fondo, detrás de la puerta que daba al patio, se percibía el ruido de las mandíbulas de los caballos masticando la cebada; a la izquierda estaba la puerta que daba paso a la habitación de los viajeros de calidad. Aquí se percibía un olor a ajenjo seco y a sudor. Él ronquido regular de poderosos pulmones se elevaba por detrás de un biombo, y, en un jarrito de cristal rojo, una lamparilla ardía ante los iconos.

Nejludov se desnudó, tendió su manta de viaje sobre el diván de piel de topo, colocó su cojín de cuero y se acostó.

Rememoró todo lo que había visto y oído en el curso de aquella jornada. A pesar de lo inesperado e importante de su conversación con Simonson y Katucha, no se detuvo en este acontecimiento: sus ideas sobre el tema eran demasiado complicadas y demasiado confusas para que no tratase de apartarlas. Pero se acordaba con tanta más claridad del espectáculo de aquellos desgraciados asfixiándose a consecuencia de la falta de aire y en revuelta confusión en medio de aquel líquido escapado de la cubeta. Se acordaba sobre todo de aquel niño de rostro inocente acostado sobre la pierna del forzado.

Saber que en alguna parte, muy lejos, hay hombres que torturan a otros, sometiéndolos a toda clase de humillaciones y de sufrimientos, es una cosa muy distinta a asistir, durante tres meses, al espectáculo incesante del martirio de los unos por los otros. Ahora Nejludov se daba cuenta. Más de una vez, durante aquellos tres meses, se había preguntado: «¿Soy yo quien estoy loco, quien veo lo que los otros no ven, o bien los locos son los que hacen lo que veo?», pero los hombres, y había muchísimos, cometían los actos que lo asombraban y lo aterraban, con una certidumbre tan tranquila de la necesidad de esos actos, a incluso de su importancia y de su utilidad, que era difícil tenerlos a todos por locos; sin embargo, tampoco podía creer en su propia locura, porque tenía la absoluta convicción de que su pensamiento era claro. Por eso permanecía perplejo.

Lo que había visto durante aquellos tres meses se había condensado en la forma siguiente: con la ayuda de los tribunales y de la administración, se elegía, entre todos los hombres que vivían en libertad, a aquellos que eran los más nerviosos, ardientes, impresionables, bien dotados, fuertes, menos astutos y menos prudentes que los demás, en modo alguno más culpables y más peligrosos para la sociedad que aquellos a los que se dejaba en libertad; se les prendía, se les encerraba en las cárceles, se los colocaba en los lugares de deportación y de trabajos forzados, donde se los mantenía durante meses, años, en una ociosidad completa, en la despreocupación de la vida material, lejos de la naturaleza, de la familia, del trabajo, es decir, fuera de toda condición de vida natural y moral.

En segundo lugar, en estos diversos establecimientos, esos hombres eran sometidos a toda clase de humillaciones inútiles: cadenas, uniformes degradantes, cabellos rapados, es decir, que se les quitaba el principal motor de la vida recta de los débiles: el cuidado de la opinión de los hombres, la vergüenza, la conciencia de la dignidad humana.

En tercer lugar, estando su vida constantemente amenazada, sin hablar de los casos excepcionales, tales como las insolaciones, las inundaciones, el incendio, las epidemias, los golpes tan prodigados en las cárceles, se encontraban en ese estado de espíritu en que el hombre mejor, el más moral, comete, por instinto de conservación, los actos más crueles y los excusa en los demás.

En cuarto lugar, esos hombres estaban obligados a sufrir la promiscuidad de hombres excepcionalmente pervertidos (precisamente por esas mismas instituciones): viciosos, asesinos, malhechores que actuaban, como la levadura en la masa, sobre sus compañeros todavía incompletamente depravados por los medios repetidos que se utilizaban para con ellos.

En quinto lugar, en fin, martirizando a los niños, a las mujeres, a los viejos, golpeando, azotando, dando premios a los que entregaban a los fugitivos, vivos o muertos, separando a los maridos de las mujeres y emparejando mujeres desconocidas con hombres desconocidos, fusilando, ahorcando, se persuadía a los perseguidos, con los medios más convincentes, de que las violencias y las crueldades de toda índole, lejos de estar prohibidas, están autorizadas por el gobierno cuando se cometen en interés suyo y son de un empleo tanto más legítimo por parte de los que sufren el yugo, la necesidad y la desgracia.

«Se diría que estas instituciones han sido inventadas expresamente para condensar en el más alto grado todo el vicio, toda la depravación que no se habría podido alcanzar de ninguna otra manera, y eso, con el fin de esparcirlos seguidamente lo más posible en la masa popular. Se diría que se han planteado el problema de encontrar el medio mejor y más seguro de corromper al mayor número posible de hombres», pensaba Nejludov, reflexionando sobre lo que ocurría en las cárceles y en los establecimientos penitenciarios. Centenares y millares de hombres son llevados cada año al más alto grado de depravación; luego se les suelta a fin de que propaguen los gérmenes de perversidad en las capas populares.