Изменить стиль страницы

Lo mismo que todos los problemas, el de las relaciones entre los sexos se le aparecía como muy simple, muy claro y perfectamente resuelto por el reconocimiento del amor libre.

Tenía una mujer ficticia y otra verdadera; de ésta se había separado después de haber adquirido la convicción de que entre ella y él no existía amor real; y ahora se proponía entrar en una nueva unión libre con Grabetz 30.

Desdeñaba a Nejludov porque, según su expresión, éste «hacía teatro» con Maslova, y sobre todo porque se permitía discernir no solamente punto por punto, como él, Novodvorod, los defectos de la organización de la sociedad actual y los medios de modificarla, sino también porque lo hacía completamente a su manera, a la manera «principesca», es decir, tonta. Nejludov conocía muy bien esta opinión profesada por Novodvorod respecto a él y, a pesar de las excelentes disposiciones que lo animaban durante todo aquel viaje, le pagaba con la misma moneda: no podía, con gran pena por su parte, dominar su fuerte antipatía hacia aquel hombre.

XVI

Las voces de las autoridades se dejaron oír en la celda contigua. Todos guardaron silencio a inmediatamente después entró el vigilante jefe seguido de dos soldados. Era retreta. El suboficial contó a los presos, señalando a cada uno con el dedo. Cuando llegó delante de Nejludov, le dijo familiarmente:

Ahora, príncipe, ya no puede quedarse usted después de la retreta. Va a tener que marcharse.

Nejludov, sabiendo lo que aquello significaba, se acercó a él y le deslizó en la mano tres rublos que tenía preparados.

Bueno, no hay modo de discutir con usted; quédese todavía un poco.

El suboficial iba a salir cuando entró otro suboficial seguido por un preso alto y delgado, de barba rala, con un ojo hinchado.

Vengo a ver a mi niña dijo el preso.

¡Oh, ha venido papá! gritó de pronto una sonora vocecita. Y una cabeza rubia se asomó detrás de Rantseva, quien, ayudada por María Pavlovna y Katucha, confeccionaba de una de sus faldas un nuevo vestido para la niña.

¡Soy yo, hijita, soy yo! dijo Buzovkin con ternura.

La niña está bien aquí dijo María Pavlovna mirando con compasión el amoratado rostro del preso.

Las barinias me están haciendo un vestido dijo la niña, mostrando a su padre el trabajo de Rantseva, un vestido lindo, precioso.

¿Quieres acostarte con nosotras? preguntó Rantseva acariciando a la niña.

Sí. ¿Papá también?

Una sonrisa iluminó el rostro de Rantseva.

Papá no puede dijo. Entonces, nos la deja usted, ¿verdad? preguntó ella al padre.

Vamos, déjela dijo el suboficial parado a la puerta; luego salió con su colega.

En cuanto los soldados se hubieron marchado, Nabatov se acercó a Buzovkin y le preguntó, tocándole en el hombro:

Bueno, hermano, ¿es verdad que Karamanov quiere cambiar con otro?

El rostro amable y bonachón de Buzovkin se puso sombrío inmediatamente y sus ojos se velaron.

No hemos oído decir nada. No es probable. Y, siempre con la misma mirada huidiza, añadió : Bueno, hijita, quédate aquí con las barinias. Y se apresuró a salir.

Está enterado de todo, y es verdad que han hecho el cambio dijo Nabatov. ¿Qué va usted a hacer, pues?

Cuando lleguemos a la ciudad informaré a la autoridad superior. Conozco a los dos de vista respondió Nejludov.

Todos se callaban, con el deseo evidente de no abrir de nuevo la discusión.

Simonson, quien durante todo aquel tiempo había estado silencioso, tendido en el rincón de una cama, con las manos tras la cabeza, se incorporó con decisión y, abriéndose paso a través de sus compañeros, se acercó a Nejludov.

¿Puede usted atenderme ahora?

Desde luego respondió Nejludov, quien se levantó para seguirlo.

Dirigiendo los ojos a Nejludov y encontrando su mirada, Katucha enrojeció y agachó la cabeza con aire perplejo.

Simonson salió con Nejludov al corredor. Los ruidos y las explosiones de voces de los presos comunes se dejaban oír sin más. Nejludov hizo una mueca, pero Simonson no pareció turbarse lo más mínimo.

He aquí de qué se trata empezó este último, mirando con sus bondadosos ojos, con atención y bien de frente, el rostro de Nejludov. Conociendo sus relaciones con Catalina Mijailovna, considero que es mi deber...

Pero tuvo que interrumpirse, porque a la puerta misma del corredor dos voces gritaban a la vez:

¡Te digo, imbécil, que no es mío! gritaba una voz.

¡Ahórcate con él, miserable! respondía el otro.

María Pavlovna salió en aquel momento al corredor.

Pero es imposible hablar aquí indicó ella. Pasad a esa celda; no está más que Vera.

Los precedió, entró por una puerta vecina a una estrecha celda, evidentemente pensada para un solo preso y por el momento asignada a los condenados políticos. En la cama, con la cabeza tapada, estaba tendida Vera Efremovna.

Tiene jaqueca; duerme y no oye nada. Yo os dejo.

Al contrario, quédate dijo Simonson. No tengo secretos para nadie y muchísimo menos para ti.

Está bien dijo María Pavlovna; y, con un movimiento de caderas típico de los niños, balanceando su cuerpo a derecha a izquierda, se sentó en la cama y se dispuso a escuchar, la mirada de sus hermosos ojos de oveja perdida en el vacío.

Bueno, he aquí el asunto: conociendo las relaciones de usted con Catalina Mijailovna, creo mi deber decirle cuáles son las mías.

¿Qué quiere decir eso? preguntó Nejludov, admirando a pesar suyo la simplicidad y la franqueza con que le hablaba Simonson.

Quiere decir que deseo casarme con Catalina Mijailovna...

¡Asombroso! exclamó María Pavlovna, clavando su mirada en Simonson.

...y he resuelto pedirle que sea mi mujer.

Pero, ¿qué puedo hacer yo? Eso depende de ella replicó Nejludov.

Sí, pero ella no tomará ninguna resolución sin contar con usted.

¿Y por qué?

Porque en tanto que no se aclare la cuestión de las relaciones entre ustedes, ella no tomará ninguna decisión.

Por mi parte, la cuestión está completamente resuelta. Yo quería hacer lo que considero mi deber y, además, mejorar su situación; pero en ningún caso tengo el propósito de estorbar su libertad de acción.

Pero ella no acepta que usted se sacrifique.

No hay en eso ningún sacrificio.

Y sé que la resolución que ella ha tomado es inquebrantable.

Entonces, ¿para qué pedir mi parecer?

Ella querría que usted lo reconociese también.

Pero, ¿cómo puedo reconocer que no debo hacer lo que considero un deber? Lo único que puedo decirle a usted es que yo no soy libre y ella sí lo es.

Simonson permaneció pensativo algunos instantes.

Está bien, se lo diré. Pero no crea usted que estoy enamorado de ella prosiguió. La quiero como a una bella y rara criatura que ha sufrido mucho. No le pido nada; pero tengo unos deseos terribles de acudir en su ayuda, de aliviar su sit...

Nejludov observó con sorpresa el temblor de la voz de Simonson.

...de aliviar su situación. Si ella no quiere aceptar su ayuda, ¡que acepte la mía! Si ella consintiera, pediría ser deportado al mismo sitio donde la encarcelen. Cuatro años no es una eternidad. Viviré cerca de ella y quizá pueda mejorar su suerte...

La emoción le obligó a detenerse de nuevo.

Pero, ¿qué puedo decir yo? preguntó Nejludov. Me alegro de que ella haya encontrado un protector como usted.

Es lo que yo quería saber. Quería saber si, amándola como usted la ama, deseándole todo el bien posible, juzga usted nuestro casamiento como un bien para ella.

¡Oh, desde luego! exclamó Nejludov con firmeza.

No se trata más que de ella. Todo lo que yo querría es que esa alma que tanto ha sufrido pudiera reposar dijo Simonson mirando a Nejludov con una ternura infantil que no se habría podido esperar de un hombre tan reservado.

вернуться

30Entre la gente joven rusa de ideas avanzadas estaba extendida por aquellos años la costumbre de casarse ficticiamente, que era la expresión empleada, con una muchacha joven con el único objeto de substraerla a la autoridad de su familia y permitirle así que se dedicara a la actividad por ella elegida. No era en modo alguno la mujer efectiva de su marido, y cada uno de ellos podía, por su parte, entrar seguidamente en «unión libre» con un compañero o compañera elegidos, esta vez en realidad. N. del T.