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La revolucionaria que lo instruía estaba impresionada por la facilidad asombrosa con que él absorbía insaciablemente todos los conocimientos. En dos años aprendió álgebra, geometría, historia, que le gustaba de modo muy especial, y leyó la mayor parte de las novelas clásicas y de los libros de crítica, sobre todo las obras socialistas.

Detuvieron a la joven, y con ella a Kondratiev, por tenencia de obras prohibidas; los metieron en la cárcel y los deportaron al gobierno de Vologda. Allí, Kondratiev entabló conocimiento con Novodvorod, leyó una gran cantidad de otros libros revolucionarios, de los cuales retuvo la mayor parte de su contenido, y se afianzó más en sus convicciones socialistas. Después de su deportación organizó una gran huelga obrera que terminó con el saqueo de la fábrica y el asesinato del director; lo detuvieron de nuevo y de nuevo lo condenaron a la pérdida de sus derechos civiles y a un nuevo período de deportación.

En materia religiosa, era tan intransigente como cuando se trataba de la organización de la sociedad actual. Habiendo comprendido la falta de sentido de la fe en la que se había criado y habiéndose liberado de ella, primero con temor, luego con alegría, se vengaba, por así decirlo, de la mentira en la que los habían mantenido a él y a sus antepasados, y no dejaba de burlarse con rencor de los popes y de los dogmas religiosos.

Ascético por costumbre, satisfecho con poca cosa, tenía, como todos los hombres ejercitados en el trabajo, bien desarrollados los músculos; podía fácilmente y durante mucho tiempo, diestramente también, entregarse a cualquier labor física, pero apreciaba sobre todo los ratos de ocio que le permitían, bien en la cárcel, bien durante los altos del convoy, perfeccionar su instrucción.

Estaba estudiando ahora el primer volumen de El capital, de Karl Marx, y conservaba ese libro tan celosamente como si fuera una reliquia. Para con todos sus camaradas mantenía una actitud reservada, incluso indiferente, excepto con Novodvorod, del cual era muy devoto y del que aceptaba, no importa sobre qué cuestión, su juicio como algo infalible a insustituible.

En cuanto a las mujeres, las consideraba como un obstáculo a cualquier obra útil y no sentía por ellas más que desprecio. Sin embargo, sentía lástima de Maslova y se mostraba afectuoso con ella, porque veía en aquella mujer un ejemplo de la explotación de la clase inferior por la clase superior. Por este mismo motivo no apreciaba a Nejludov, le hablaba poco y no le estrechaba la mano, limitándose a dejarse estrechar la suya cuando Nejludov lo saludaba.

XIII

La leña se había consumido y había calentado la estufa; el té estaba hecho, servido en los vasos y en las tazas, y luego, blanqueado con leche; después salieron los panecillos, el pan fresco de trigo, los huevos duros, la mantequilla y cabeza y patas de ternera. Todos se acercaron a la cama que hacía veces de mesa y se pusieron a beber, a comer y a charlar. Rantseva se había sentado en una caja y servía el té. Alrededor de ella se agruparon todos los demás, a excepción de Kryltsov, quien se había quitado su pelliza mojada para envolverse en una manta seca traída por María Pavlovna y que, acostado, charlaba con Nejludov.

Después de la humedad y el frio sufridos durante la marcha; después del fango y del desorden que habían encontrado allí; después de haber comido y bebido té caliente, todo el mundo experimentaba una feliz predisposición a la alegría y una agradable sensación de bienestar. Los pasos, los gritos y los juramentos de los presos comunes que se oían detrás del muro y que les recordaban a cada instante lo que ocurría alrededor de ellos, hacían resaltar aún más la sensación de su intimidad. Como sobre un islote en alta mar, aquellas personas se sentían, por un instante, al abrigo de las olas de humillaciones y de sufrimientos que hervían en torno de ellos, y, por consiguiente, se encontraban en un estado de animación, de elevación de espíritu. Hablaban de todo, excepto de su situación y de lo que les aguardaba. Además, como ocurre siempre entre hombres y mujeres jóvenes, en particular cuando están reunidos a la fuerza, entre ellos se habían formado simpatías y antipatías.

Casi todos estaban enamorados: Novodvorod lo estaba de la bonita y sonriente Grabetz, joven estudiante que no profundizaba en nada, ni en política ni en ninguna otra cosa. Había seguido la corriente de la época, se había comprometido no se sabe en qué asunto y la habían condenado a la deportación. Lo mismo que en libertad, el principal interés de su vida estribaba en agradar a los hombres: ese interés lo había tenido tanto durante los interrogatorios como en la cárcel y durante el trayecto. En aquel momento experimentaba un consuelo por la inclinación de Novodvorov hacia ella, y ella misma se había enamoriscado de él. Vera Efremovna, muy inflamable, pero desgraciadamente poco apta para inspirar amor, no perdía sin embargo las esperanzas: ora se prendaba de Nabatov, ora de Novodvorod. Kryltsov sentía igualmente una secreta inclinación por María Pavlovna: la amaba como los hombres aman a las mujeres, pero, sabiendo las ideas de la joven sobre el amor, le ocultaba sus sentimientos bajo la apariencia de amistad y gratitud por los cuidados especialmente tiernos que recibía de ella.

Nabatov y Rantseva tenían relaciones amorosas muy complicadas. Lo mismo que María Pavlovna era una joven absolutamente casta, Rantseva igualmente era una mujer casada absolutamente casta. A los dieciséis años, estando aún en el liceo, había amado a Rantsev, estudiante de la universidad de San Petersburgo; a los diecinueve años se había casado con él antes de que él hubiese terminado sus estudios. Estando en cuarto curso, su marido se había mezclado en una revuelta de la universidad; le fue prohibida la estancia en San Petersburgo y se hizo revolucionario. Para acompañarlo, ella tuvo entonces que abandonar los estudios de medicina que estaba cursando, y, a ejemplo de su marido, se hizo revolucionaria. Si su marido no hubiese sido para ella el mejor y el más inteligente de todos los hombres, no se habría enamorado de él y no se habría casado con él. Pero como lo amó y se casó con él, había considerado con toda naturalidad que el objeto de su vida tenía que ser el mismo que el objeto del mejor y más inteligente de los hombres. Ahora bien, viendo su marido en el estudio el objetivo de la vida, también ella lo vio así. Habiéndose hecho él revolucionario, ella tenía que hacer igual. Podía luego, de una manera perfecta, demostrar que las condiciones de la sociedad actual son detestables, que el deber de todos los hombres es luchar para tratar de modificarlas y establecer el régimen político y económico gracias al cual el ser pensante podría seguir un camino libre..., etcétera, etcétera. Y le parecía que pensaba y sentía realmente lo que decía; en realidad, pensaba solamente que las ideas de su marido eran la verdad misma, y ella no buscaba más que una cosa: una completa comunión de almas entre ella y su marido, que era lo único que le daba una satisfacción moral.

Le había resultado penoso separarse de él y de su hijo, confiado a la custodia de la abuela. Pero sufría esta prueba con calma y firmeza, sabiendo que lo hacía por su marido y por una causa indudablemente justa, puesto que era la causa a la que él servía. Siempre estuvo con él con el pensamiento, y, no habiendo amado nunca antes a nadie, no podía ahora amar a otra persona que no fuese él. Sin embargo, el amor puro y abnegado de Nabatov la impresionaba y la conmovía. Él, hombre de moralidad y de firmeza, amigo de su marido, se esforzaba en tratarla como a una hermana; pero en sus relaciones comunes se deslizaba algo más, y ese «más» los espantaba a los dos, al mismo tiempo que llenaba de sol las tristezas de su vida en aquellas circunstancias.

Así, en aquel grupo, los únicos libres de todo amorío eran María Pavlovna y Kondratiev.