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Y he aquí que este hombre, queriendo salvar a uno de sus paisanos y sabiendo que al hacer esa comunicación se jugaba la vida, revelaba sin embargo a Nejludov el secreto de los presos. Si éstos se hubiesen enterado, con seguridad lo habrían estrangulado.

XI

El local de los «políticos» se componía de dos pequeñas celdas, cuyas puertas se abrían a la parte del corredor separada por un tabique. Después de haberlo franqueado, Nejludov divisó primeramente a Simonson, con un leño en la mano, acurrucado ante la portezuela de la estufa.

Al ver a Nejludov, sin levantarse y mirándolo por debajo de sus espesas cejas, le tendió la mano.

Me alegro mucho de verlo, porque tengo necesidad de hablarle dijo con tono expresivo mirando a Nejludov derechamente a los ojos.

¿De qué se trata?

Un momento. Ahora estoy ocupado.

Y Simonson volvió a dedicarse a su estufa, que él calentaba según su teoría particular, basada en la menor pérdida posible de energía calorífica.

Nejludov iba a franquear la primera puerta, cuando, de la de enfrente, salió Maslova, encorvada, con una escoba en la mano, empujando delante de ella un montoncito de basura y de polvo. Iba con camisola blanca, la falda arremangada dejando al descubierto sus medias; la cabeza la tenía envuelta hasta las cejas en un pañuelo para resguardarse del polvo. Al ver a Nejludov, se enderezó, arrebolada y animada, soltó la escoba, se secó las manos en la falda y se detuvo erguida delante de él.

¿Está usted haciendo limpieza? preguntó Nejludov, tendiéndole la mano.

Sí, mi ocupación de otros tiempos respondió ella con una sonrisa. Y hay una suciedad tal que parece inconcebible. Ya hemos limpiado y requetelimpiado... Luego, dirigiéndose a Simonson : Y la manta, ¿está ya seca?

Casi respondió Simonson lanzándole una mirada especial que extrañó a Nejludov.

Entonces, voy a buscarla y llevaré las pellizas a secar. Los nuestros están todos por aquí dijo ella a Nejludov señalándole la puerta más próxima y dirigiéndose por su parte hacia la más alejada.

Nejludov abrió y entró en una habitacioncita débilmente alumbrada por una lamparilla de hierro colocada sobre un camastro. Hacía frío allí y se respiraba el polvo levantado por el barrido, y el olor a humedad y a tabaco. La lámpara arrojaba una viva luz sobre lo que la rodeaba, pero las camas permanecían sumidas en la oscuridad, y sobre las paredes, las sombras bailaban indecisas.

Todo el grupo estaba reunido, excepto dos hombres encargados del aprovisionamiento, que habían ido a buscar. Estaba allí la antigua conocida de Nejludov, Vera Efremovna, más delgada y más amarilla que nunca, con sus grandes ojos pasmados, una vena saliente en el entrecejo, los cabellos cortos y vestida con una camisola gris. Permanecía sentada ante un periódico abierto, sobre el cual había tabaco desparramado, y, con movimientos convulsivos, iba llenando tubos de cigarrillos.

Estaba allí también una condenada política a la que Nejludov veía con el mayor placer: Emilia Rantseva, encargada del arreglo interior y que, en las condiciones más penosas, sabía dar a todo una intimidad femenina llena de atractivo. Se sentaba cerca de la lámpara, con las mangas arrezagadas, y con sus bellas manos morenas enjugaba y colocaba con agilidad los vasos y las tazas sobre el camastro, donde había una toalla extendida a modo de mantel. Aquella joven no era bonita, pero su rostro inteligente y dulce tenía la facultad de transformarse en una sonrisa abierta y seductora. Con esa sonrisa acogió a Nejludov.

Ya creíamos que se había vuelto a Rusia le dijo ella.

En un rincón apartado y oscuro estaba también María Pavlovna, cuidándose de una niñita de cabellos de un rubio muy claro que no dejaba de balbucear con su encantadora voz infantil.

Ha hecho usted muy bien en venir. ¿Ha visto usted ya a Katucha? preguntó a Nejludov. Mire la invitada que tenemos añadió, señalando a la niñita.

También estaba presente Anatolii Kryltsov. Enflaquecido, pálido, calzado con botas de fieltro endurecido, encorvado y tembloroso, se acurrucaba al filo de un camastro; metidas las manos en las mangas de su pelliza, miraba a Nejludov con ojos febriles.

Este tenía la intención de acercársele. Pero se apresuró primero a tenderle la mano a un hombre de cabellos rojos e hirsutos, con gafas y vestido con una chaqueta de hule. Era el famoso revolucionario Novodvorov, quien, a la derecha de la puerta, rebuscaba en un saco, sin dejar de hablar con la bonita y sonriente Grabetz. Nejludov se había apresurado a saludarlo porque, de todos los condenados políticos de aquella sección, era el único que le resultaba antipático. Novodvorov, por encima de sus gafas, le lanzó una mirada con sus azules ojos y, frunciendo las cejas, le tendió su estrecha mano.

¿Qué, sigue usted viajando agradablemente? le preguntó con tono de burla.

Sí, hay muchas cosas interesantes replicó Nejludov, fingiendo no haber notado la ironía y dirigiéndose hacia Kryltsov.

Aunque Nejludov se mostrase indiferente a aquellas palabras, en realidad la intención de Novodvorod de serle desagradable no dejaba de turbar la buena disposición en que se encontraba. Y se sintió como entristecido.

Bueno, ¿cómo va esa salud? preguntó a Kryltsov estrechándole su mano fría y temblorosa.

Vamos tirando. Pero no consigo calentarme; me he mojado respondió Kryltsov volviendo a meter vivamente la mano en la manga de su pelliza. Y aquí hace un frío de perros. Los cristales están rotos. Indicó en la ventana dos agujeros que se abrían tras la reja de hierro. ¿Cómo es que no ha venido usted antes?

No me lo permitían: severidad de los jefes. Solamente hoy he podido encontrar a un oficial amable.

Sí, sí, amable... ¡Que se cree usted eso! Pregúntele a María Pavlovna lo que ha hecho esta mañana el tal oficial.

María contó desde el principio la escena de por la mañana, a la partida del convoy.

A mi juicio, habría que dirigir una protesta colectiva dijo con voz resuelta Vera Efremovna, no sin mirar con vacilación y como con espanto, ora a uno, ora a otro de sus compañeros. Vladimir Simonson lo ha hecho, pero eso no basta.

¿Otra protesta más? dijo Kryltsov con tono de malhumor.

Por lo visto, la afectación y el nerviosismo de Vera Efremovna lo irritaban desde hacía ya algún tiempo.

¿Busca usted a Katucha? preguntó él a Nejludov. No hace más que trabajar. Ha limpiado ya esta celda de los hombres, y ahora está en la de las mujeres; pero por más que haga, no podrá barrer las pulgas que nos devoran. ¿Y María Pavlovna, qué hace tan alejada? preguntó, señalando con la cabeza el rincón donde se encontraba la muchacha.

Está peinando a su hija adoptiva respondió Rantseva.

¿No nos va a llenar a todos de piojos? preguntó Kryltsov.

No, no, lo estoy haciendo con cuidado. Ahora está muy limpita dijo María Pavlovna. Y, dirigiéndose a Rantseva. Tenla tú. Yo iré a ayudar a Katucha. Al mismo tiempo traeré la manta.

Rantseva cogió a la niña y, con ternura maternal, apretando los gordezuelos y desnudos bracitos de la pequeña, se la colocó en las rodillas y le dio un terrón de azúcar.

María Pavlovna salió a inmediatamente después entraron dos hombres trayendo las provisiones y el agua caliente.

XII

Uno de ellos era un jovencito bajo y delgado, con pelliza de piel de carnero y botas altas. Avanzaba con paso ligero y rápido, portando dos grandes teteras llenas de agua humeante y sujetando bajo el brazo un pan envuelto en una servilleta.

¡Vaya, he aquí de vuelta a nuestro príncipe! dijo colocando las teteras en medio de las tazas y entregando el pan a Rantseva. ¡Cuántas cosas buenas hemos comprado! añadió, quitándose la pelliza, que lanzó luego sobre una cama, por encima de las cabezas. Markel ha comprado leche y huevos: es un verdadero banquete, Y aquí tenemos a Rantseva, que sabe arreglarlo todo con limpieza y con estética dijo, mirando a aquella mujer con una sonrisa llena de simpatía. Vamos, ya se puede hacer el té.