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»Evidentemente, Rozovsky no comprendía lo que querían hacer con él y se fue por el corredor con un paso rápido, casi corriendo. Luego se detuvo en seco y se oyeron sus llantos y su voz penetrante. Ruidos de pasos y de lucha. El pobre muchacho continuaba llorando y gritando. Luego, todo se amortiguó gradualmente; resonó la puerta del corredor y se hizo el silencio... Sí... ¡Y los ahorcaron! ¡Los estrangularon a los dos con cuerdas!

»Otro guardián, que lo había visto todo, me contó que Lozynsky no había opuesto ninguna resistencia, pero que en cambio Rozovsky había luchado mucho tiempo, tanto que habían tenido que arrastrarlo al cadalso y meterle a la fuerza la cabeza en el nudo corredizo. Sí... Aquel guardián era un poco tonto: "Me habían dicho, barin, que era un espectáculo espantoso. Pues no, no impresiona mucho; cuando estuvieron colgados, no hicieron más que esto con los hombros. E imitó el sobresalto de los hombros. Luego el verdugo tiró, a fin de que el nudo, por así decirlo, estrangulase mejor. Y eso es todo. No hicieron un solo movimiento más." Eso no impresiona mucho repitió Kryltsov reproduciendo la entonación del guardián. Y quiso sonreír, pero estalló en sollozos.

Permaneció mucho tiempo silencioso, jadeando y reprimiendo el llanto que le cerraba la garganta.

Desde entonces me convertí en revolucionario. Sí... dijo después de haberse calmado, y acabó su relato.

A su salida de la cárcel se había afiliado al partido de «Liberadores del pueblo» a incluso había sido jefe del grupo de «desorganización», que tenía por objeto aterrorizar al gobierno, a fin de que abandonase el poder para llamar a él al pueblo. Con este designio, se dirigía bien a Petersburgo, bien al extranjero, bien a Kiev o a Odesa, y en todas partes obtenía resultados. El hombre en quien había puesto toda su confianza lo había traicionado; lo detuvieron, lo juzgaron y lo tuvieron dos años en la cárcel, condenándole a muerte, pena que le fue conmutada por la de trabajos forzados a perpetuidad.

En la cárcel había contraído la tisis, y ahora, en las condiciones en que se encontraba, no le quedaban evidentemente más que algunos meses de vida. Lo sabía y no lo lamentaba en absoluto lo que había hecho; afirmaba, por el contrario, que si dispusiera de otra vida la dedicaría a la misma causa: la destrucción de una organización social que dejaba que se realizasen hechos como aquellos de los que había sido testigo. La historia de este hombre y sus conversaciones explicaron a Nejludov muchas cosas que no comprendía antes.

VII

El día del altercado entre el jefe del convoy y los presos a propósito de la niña, Nejludov, que se había alojado en el albergue, se levantó tarde; había dedicado además la mayor parte de la mañana a las cartas que preparaba para el centro principal de la provincia; por lo que, puesto en camino más tarde que de costumbre, no había podido alcanzar al convoy durante la ruta, como lo hacía generalmente, y llegó a la caída de la tarde al pueblo donde el convoy se había detenido, para un alto.

Aquí, el albergue estaba regido por una viuda, una mujer de cuello blanco y muy grueso. Nejludov, después de haber tomado el té en la habitación reservada para los huéspedes de calidad y adornada con numerosos iconos y cuadros, se apresuró a ir a ver al jefe del convoy para pedirle que lo autorizara a comunicarse con los presos.

Durante las seis etapas precedentes, los jefes de convoy, aunque cambiados en cada etapa, habían negado uniformemente a Nejludov el acceso a la cárcel de tránsito, de forma que hacía ya más de una semana que no había podido ver a Katucha. Esta severidad se debía a que se esperaba el paso de un alto funcionario de la administración penitenciaria. Ahora que éste había pasado sin inspeccionar nada, Nejludov esperaba obtener del oficial que había tomado el mando por la mañana, como lo había obtenido de sus colegas, autorización para ver a los presos.

La patrona del albergue ofreció a Nejludov un tarentasspara trasladarse hasta la cárcel de tránsito, situada al otro extremo del pueblo; pero él prefirió dirigirse allí a pie. Un muchacho joven, hércules de anchos hombros, con enormes botas recién embreadas, empleado en el albergue, le propuso conducirlo hasta allí. Caía la escarcha y había tanta oscuridad, que a tres pasos Nejludov no distinguía ya a su compañero; en cuanto la luz dejaba de filtrarse por las ventanas, no oía más que el chapoteo de las botas del campesino en un fango espeso y pegajoso. Después de haber atravesado una plaza donde se alzaba una iglesia y cogido por una larga calle bordeada de casas con ventanas iluminadas, Nejludov, en pos de su guía, se encontró en la extremidad del pueblo, en una oscuridad completa. Pero pronto, allí también, divisó el resplandor de los faroles en la niebla. Las manchas rojizas se alargaban y alumbraban cada vez más. Empezó a distinguir los postes del recinto, la silueta negra de un centinela que hacía guardia caminando de arriba abajo y de abajo arriba, los mojones pintados a rayas y la garita.

El centinela lanzó su reglamentario «¡Alto!, ¿quién vive?» Y al enterarse de que eran desconocidos, llevó la severidad hasta el extremo de no permitirles ni siquiera aguardar cerca del vallado. Pero esto no consiguió turbar lo más mínimo al guía de Nejludov.

¡Vamos, muchacho, qué desconfiado eres! le dijo. ¡Vamos, llama a un cabo y esperaremos!

Sin responderle, el centinela gritó algo por la puertecita del patio, y luego se puso a mirar con atención cómo, a la luz del farol, el robusto muchacho se las ingeniaba para desembarrar, con la ayuda de un trozo de madera, las botas de Nejludov. Detrás de la valla se oía un ruido de voces masculinas y femeninas. Tres minutos después sonaron los cerrojos de la puertecita y ésta se abrió; un cabo, el capote echado sobre los hombros, surgió de la penumbra a la zona iluminada por la luz del farol y preguntó qué querían. Nejludov le entregó su tarjeta de visita en la que previamente había escrito algunas palabras rogando al oficial que lo recibiese para un asunto personal.

El cabo era menos severo que el centinela, pero, en compensación, muy curioso. Se empeñaba en saber para qué quería el príncipe ver al oficial, porque evidentemente husmeaba algún beneficio y no quería perder la ocasión. Nejludov le dijo que se trataba de un asunto particular, le pidió que hiciese el favor de transmitir su mensaje y le aseguró que sabría agradecérselo. El otro cogió la tarjeta y se alejó después de una señal de aquiescencia con la cabeza. Algunos instantes después, la puertecita rechinó de nuevo y salieron mujeres cargadas de cestos, de jarras de leche y de sacos. Hablando ruidosamente en su idioma siberiano, una a una cruzaban la puerta. Iban todas vestidas no de campesinas, sino con abrigo y pelliza de ciudad; tenían arremangadas las faldas, y las cabezas envueltas en pañuelos. A la luz del farol miraban con curiosidad a Nejludov y a su guía. Una de ellas, evidentemente contenta por encontrarse con el muchacho de anchos hombros, le lanzó inmediatamente una imprecación afectuosa.

¿Qué demonios haces tú por aquí? le preguntó ella.

He traído a un viajero. ¿Y tú, qué llevabas?

Leche; esta mañana me dijeron que la trajera.

¿Y no te han dejado pasar la noche?

¡Qué sinvergüenza eres, barbián! gritó ella riendo. ¡Vamos, acompáñanos hasta el pueblo!

El muchacho le lanzó una réplica que hizo reír no solamente a las mujeres, sino también al centinela; luego, volviéndose hacia Nejludov, le preguntó:

¿Sabrá usted volver solo? ¿No se perderá?

Vete tranquilo, ya sabré.

Cuando haya usted pasado la iglesia, después de la casa de dos pisos, será la segunda a la derecha. Y quédese con mi cachiporra dijo, entregando a Nejludov un bastón más largo que un hombre; luego, haciendo resonar sus enormes botas, desapareció en las tinieblas, en compañía de las mujeres.