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Sus relaciones se hicieron más frecuentes a partir del día en que empezaron a caminar juntos entre los presos.

V

Desde Nijni Novgorod hasta Perm, Nejludov no había podido ver a Katucha más que dos veces: una vez en Nijni, antes del embarque del convoy en un buque rodeado por una red de hierro, y una segunda vez en Perm, en la oficina de la cárcel. Durante estas dos entrevistas, él la encontró reservada y de mal humor. Cuando le preguntó si no tenía necesidad de nada, ella respondió evasivamente; parecía sentirse turbada, y, en aquella turbación, Nejludov creyó ver una hostilidad que ya se había manifestado otras veces. Esta disposición taciturna, provocada por las solicitudes de los hombres, le había causado pena a Nejludov. Temió que, bajo la influencia de las condiciones penosas y corruptoras en que ella se encontraba en el curso del viaje, volviese a caer de nuevo en ese estado de desesperación y de desacuerdo consigo misma que la habría incitado a irritarse contra él, a fumar con exceso y a beber aguardiente. Pero no había podido ayudarla en nada, porque durante la primera parte del recorrido le había sido imposible verla. Hasta después del traslado de Katucha a la sección política no pudo convencerse de la falta de fundamento de sus temores; más aún, en cada entrevista había ido notando más y más, observándolos progresivamente, esos cambios interiores que tanto deseaba ver producirse en ella.

Desde su primera entrevista en Tomsk, volvió a verla tal como era antes de la partida. No había fruncido el ceño ni se había turbado al verlo; por el contrario, lo acogió con una alegre simplicidad y le dio las gracias por lo que había hecho por ella y sobre todo por haberla puesto en relaciones con hombres como sus compañeros actuales.

Después de dos meses de marchas por etapas, su aspecto exterior se había modificado también: había adelgazado y la piel se le había puesto morena; parecía como envejecida; patas de gallo se mostraban en sus sienes, y arruguitas junto a las comisuras de los labios; no llevaba ya los cabellos sobre la frente, sino que se los tapaba bajo un pañuelo anudado; y ni en sus ropas, ni en su peinado, ni en ninguno de sus modales subsistía nada de la antigua coquetería.

Este cambio progresivo alegró particularmente a Nejludov. Experimentaba ahora respecto a ella un sentimiento más profundo que nunca. Y este sentimiento no tenía ninguna relación con su primer amor poético, menos aún con la pasión sensual que había experimentado seguidamente, y ni siquiera con la conciencia del deber cumplido, unida a su propia satisfacción de haber decidido, después del juicio, casarse con Katucha. Ese sentimiento había sido simple lástima y enternecimiento, sentidos ya con ocasión de su primera entrevista con ella en la cárcel; luego, posteriormente, con una amistad mayor, cuando, dominando su repulsión, le había perdonado su supuesta aventura en la enfermería con el ayudante del cirujano, aventura de cuya falsedad se enteró más tarde; era el mismo sentimiento, con la diferencia de que entonces fue pasajero, en tanto que ahora se había hecho constante. Pensara lo que pensase, hiciera lo que hiciese, ese sentimiento de piedad y de enternecimiento, no solamente hacia ella, sino hacia todos los hombres, no le abandonaba ya.

Ese sentimiento, además, parecía abrir en el alma de Nejludov una fuente de amor que hasta entonces no había encontrado salida y que ahora se derramaba sobre todos aquellos a quienes conocía. En todo el curso del viaje sintió una exaltación que, a pesar suyo, lo tornaba compasivo y atento con todos sus semejantes, desde el cochero de posta y el soldado de la escolta hasta el jefe de la cárcel, el gobernador, todos aquellos con los que tenía algo que ver.

Una vez trasladada Maslova a la sección de los «políticos», Nejludov tuvo que entablar conocimiento con varios de los compañeros de aquélla, primero en Ekaterineburg, donde los políticos gozaban de una mayor libertad y estaban encerrados todos juntos en una gran sala; y luego, durante el trayecto, se encontró en relaciones con los cinco hombres y las cuatro mujeres a quienes habían agregado a Maslova. Y este contacto de Nejludov con los condenados políticos modificaba completamente su opinión respecto a ellos.

Desde el comienzo del movimiento revolucionario en Rusia, y sobre todo después del atentado del 1.° de marzo 26, Nejludov había profesado hacia los revolucionarios hostilidad e incluso desprecio. Lo que le había horrorizado primeramente había sido la crueldad y los procedimientos misteriosos, especialmente los asesinatos, a los que recurrían en su lucha contra el gobierno; lo que le repugnaba después era su presunción, rasgo común en todos ellos. Pero al verlos más de cerca, al enterarse de cuán a menudo habían sufrido injustamente, comprendía la imposibilidad para ellos de ser distintos de como eran.

Por terriblemente estúpidos que fuesen los sufrimientos de aquellos a quienes se llama delincuentes comunes, no por eso dejaban de ser, antes y después de su condena, objeto de una apariencia de procedimiento legal; pero en los asuntos políticos, incluso esa apariencia de legalidad faltaba; Nejludov había podido verlo por el ejemplo de Schustova y, seguidamente, por el de muchos de sus nuevos amigos. Se procedía, respecto a esta gente, como para la pesca de peces con red: lo que consiste en depositar en la orilla todo lo que se ha dejado pescar y en elegir a continuación el gran pez que se necesita, despreciando los pececillos, que se secan y perecen en el suelo. Prendían a centenares de hombres, no sólo con toda seguridad inocentes, sino que ni siquiera podían perjudicar en nada al gobierno; se les mantenía, a veces durante años, en las cárceles, donde contraían la tisis, se volvían locos o se suicidaban, y se les mantenía simplemente porque no se tenían razones inmediatas para soltarlos, y se los guardaba para dilucidar ciertos puntos de un sumario cualquiera. La suerte de todos aquellos desgraciados, con frecuencia inocentes incluso a los ojos del gobierno, estaba subordinada a la arbitrariedad, a los caprichos, a la disposición de ánimo del oficial de gendarmería o de policía, del soplón, del fiscal, del juez de instrucción, del gobernador, del ministro. Cuando uno de estos funcionarios se aburría o quería mostrar celo, detenía a gente y, según su deseo o el de sus superiores, la mantenía en prisión o la soltaba. Y, según el jefe tuviera necesidad de distinguirse o de tener tales o cuales relaciones con el ministro, los hacía deportar al fin del mundo, o los guardaba en secreto, o los enviaba a los trabajos forzados o a la muerte, a menos que los liberase a ruegos de alguna dama.

Se los trataba como a beligerantes, y naturalmente oponían los mismos medios que se empleaban contra ellos. Lo mismo que los militares están rodeados, en la opinión pública, de una atmósfera que no solamente les oculta el carácter criminal de sus actos, sino que incluso atribuye a éstos el valor de una hazaña, así, en los grupos revolucionarios, existía para los adeptos una atmósfera de opinión pública, gracias a la cual los actos crueles que cometían a riesgo de su libertad, de su vida, despreciando todo lo que es querido para el hombre, lejos de aparecérseles como condenables, les parecían por el contrario heroicos. Por eso Nejludov se explicaba este fenómeno sorprendente: hombres por lo demás dulces, incapaces de causar y ni siquiera de ver sufrimientos de seres vivos, se preparaban tranquilamente para el homicidio y reconocían, en ciertos casos, el asesinato como cosa legítima y justa, ora como medio de defensa, ora para alcanzar el objetivo supremo: el bien general. En cuanto a la alta opinión que tenían de su obra y, en consecuencia, de ellos mismos, procedía de la importancia que les atribuía el gobierno y de la crueldad de las represalias que se les aplicaban. Tenían necesidad de aquel pedestal para tener la fuerza de soportar aquello con que se les abrumaba.

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261° de marzo de 1881, fecha del fallecimiento de Alejandro II, muerto por una bomba lanzada por los nihilistas. N. del T.