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Al verlos más de cerca, Nejludov se convenció de que no eran ni uniformemente feroces como algunos se imaginaban, ni uniformemente héroes, como pensaban otros, sino hombres ordinarios, entre los cuales, como en todas partes, los había buenos, malos y medianos. Unos se habían hecho revolucionarios porque consideraban como un deber luchar contra el mal existente; otros habían elegido esta actividad por razones de egoísmo y de vanidad; pero la mayoría se sentía atraída hacia la revolución por el deseo, conocido de Nejludov cuando la guerra, de desafiar el peligro y los riesgos, de poner en juego la vida, sentimientos todos propios de los seres jóvenes y enérgicos, La diferencia entre ellos y los demás hombres residía en que sus necesidades morales eran más elevadas que aquellas con las que se contentan los demás. Consideraban como obligatorio, no solamente la sobriedad, la sencillez de la vida, la franqueza, el desinterés, sino también la disposición inmediata a sacrificarlo todo, incluso su existencia, por la obra común. Así, entre estos hombres, los que estaban por encima del término medio parecían muy superiores y ofrecían el modelo de una rara elevación moral; aquellos, por el contrario, que estaban por debajo del término medio aparecían muy inferiores y presentaban a menudo el carácter de hombres falsos, hipócritas y al mismo tiempo fanfarrones y arrogantes. De este modo, entre aquellos con los que había entablado conocimiento, Nejludov estimaba a algunos y los quería de todo corazón; para con los otros no tenía más que indiferencia.

VI

Nejludov había sentido un afecto muy especial por un joven forzado político, Kryltsov, quien caminaba con aquella misma sección de la que formaba parte Katucha. Nejludov había entablado conocimiento con él en Ekaterineburg, lo había vuelto a ver después en ruta y había charlado en varias ocasiones con él.

Un día de verano, durante un alto prolongado (habían pasado juntos casi toda una jornada), Kryltsov le había contado todo su pasado y cómo se había hecho revolucionario. Su historia, hasta ser encarcelado, podía referirse en pocas palabras. Era todavía un niño cuando murió su padre, rico propietario en una provincia meridional; hijo único, había sido educado por su madre. Tenía buenas dotes, había terminado fácilmente sus estudios en el colegio y había salido con el número uno de la Facultad de ciencias matemáticas. Le habían ofrecido quedarse en la Facultad con objeto de llegar al profesorado e ir a este efecto a perfeccionarse al extranjero; pero él había vacilado. Estaba enamorado, soñaba con casarse y dedicarse a los asuntos del Zemtsvo 27. Tenía muchas cosas a la vista, y no se decidía por ninguna. En aquel momento, sus camaradas de la universidad le habían pedido cierta suma para la obra común. Sabía que esta obra era la revolución, por la que entonces no sentía interés alguno; pero, por camaradería y por amor propio, no queriendo dejar suponer que tenía miedo, había dado el dinero. Los que lo recibieron fueron detenidos; en casa de ellos se encontró un escrito gracias al cual se supo que el dinero lo había dado Kryltsov; lo detuvieron y lo llevaron primero al cuartelillo y luego a la cárcel.

Kryltsov, al contar su historia a Nejludov, estaba sentado sobre las tablas de su camastro, encogido el pecho, los dos codos sobre las rodillas; con sus hermosos ojos, lanzaba a veces sobre su interlocutor una mirada centelleante y febril.

No eran muy severos en aquella cárcel; no sólo podíamos comunicarnos unos con otros dando golpecitos en la pared, sino incluso pasear por el corredor, cambiar algunas palabras, compartir las provisiones, el tabaco a incluso, por las tardes, cantar a coro. Yo tenía una bonita voz. Sí, si no hubiera sido por la gran pena de mi madre, me habría sentido muy bien en la cárcel; incluso la habría encontrado agradable a interesante. Hice conocimiento allí, entre otros, con el célebre Petrov (posteriormente, en la fortaleza, se cortó la garganta con un pedazo de cristal) y con otros. Pero yo no era revolucionario en absoluto. Allí entablé conocimiento igualmente con dos vecinos de celda. Habían sido detenidos por un mismo asunto, descubiertos como portadores de proclamas polacas, y habían sido juzgados por su tentativa de evasión en el momento en que los conducían a la estación de ferrocarril. Uno de ellos era polaco, Lozynsky; el otro, un israelita, Rozovsky. Sí... Este Rozovsky era todavía un niño. Decía que tenía diecisiete años, pero no se le podían calcular más de quince: delgaducho, bajito, vivo, con ardientes ojos negros y, como todos los judíos, muy aficionado a la música. Su voz aún estaba cambiando, pero cantaba muy bien. Sí... Yo estaba todavía en la cárcel cuando los llevaron ante sus jueces. Los llevaron por la mañana, y por la tarde ya estaban de regreso diciéndonos que los habían condenado a la pena de muerte. Nadie se esperaba aquello, vista la poca importancia de su asunto. Habían tratado simplemente de desembarazarse de su escolta sin ni siquiera herir a nadie. Y además, ¡era tan monstruoso ver ejecutar a un niño como Rozovsky!

»Todo el mundo se decía, en la cárcel, que aquélla era una simple sentencia de intimidación, pero que no sería confirmada. Al principio nos conmovimos mucho; luego nos calmamos poco a poco y nuestra vida recobró su ritmo. Sí... Pero una tarde, el guardián se acercó a mi puerta y me dijo con misterio que los carpinteros habían venido para montar la horca. Al principio, no comprendí: ¿cómo?, ¿qué horca? Pero el viejo guardián estaba tan emocionado, que al mirarlo comprendí que era para nuestros dos camaradas. Quise golpear en la pared, para ponerme en comunicación con mis vecinos; pero temí que me oyesen los condenados. Los otros camaradas se callaban igualmente; sin duda alguna, todo el mundo lo sabía. Toda la tarde, un sombrío silencio reinó en el corredor y en las celdas. Nos absteníamos de hablar y de cantar.

»A eso de las diez de la noche, el guardián se acercó de nuevo y me confió que acababan de traer de Moscú al verdugo; luego se alejó inmediatamente. Lo llamé para seguirle preguntando, y de pronto oí a Rozovsky que me gritaba desde su celda, a través de todo el corredor: "¿Qué pasa? ¿Por qué llama usted?" Le respondí que me habían traído tabaco; pero él parecía presentir algo y me preguntó por qué no habíamos cantado ni hablado. No me acuerdo ya de mi respuesta; me apresuré a alejarme de la puerta, para interrumpir la conversación.

»Sí, fue una noche horrible. Toda la noche estuve con el oído atento a los más pequeños rumores. Al amanecer oí abrirse la puerta del corredor y numerosos pasos que avanzaban. Me acerqué a la mirilla. Una lámpara ardía en el corredor. El director pasó el primero: era un hombre alto que parecía siempre seguro de sí, resuelto. En aquel momento estaba pálido, encorvado, con aire de consternación. Iba seguido por su adjunto, ceñudo, pero de aire más descompuesto; luego, la escolta. Pasaron ante mi puerta para detenerse ante la de la celda vecina. Oí que el adjunto gritaba con una voz extraña: "¡Lozynsky, levántese usted! ¡Póngase ropa interior limpia!" Luego la puerta rechinó, y entraron en su celda; después, el paso de Lozynsky. Yo no veía más que al director. Palidísimo, abotonaba y desabotonaba su uniforme y movía los hombros. Sí... De pronto, como asustado de algo, se pegó a la pared: era Lozynsky que pasaba delante de él y se acercaba a mi puerta. ¡Un guapo muchacho! Ya usted sabe, uno de esos hermosos tipos polacos: frente ancha y recta, sombreada por abundantes y finos cabellos rubios y con unos encantadores ojos azules. Era un adolescente en todo su florecimiento primaveral.

»Se detuvo ante la mirilla de mi puerta, de forma que no distinguí más que su rostro: un rostro desencajado y color ceniza, horroroso. "Kryltsov, ¿tiene cigarrillos?" Yo iba a darle uno, cuando el adjunto del director, por miedo sin duda a retrasarse, sacó vivamente su pitillera y se la tendió. Él cogió un cigarrillo; el adjunto frotó una cerilla. Lozynsky se puso a fumar y pareció meditar. Luego, como si se acordara de algo, se puso a hablar: "¡Es cruel e injusto! No he cometido ningún crimen; yo..." Por su cuello joven y blanco, del que yo no podía apartar mis miradas, pasó un estremecimiento; y él se interrumpió...Sí... En el mismo momento, con su voz bien timbrada de judío, oí a Rozovsky gritar en el corredor. Lozynsky tiró su cigarrillo y se alejó de mi puerta. Rozovsky lo reemplazó ante la mirilla. Su rostro infantil, de negros ojos húmedos, estaba arrebolado y sudoroso. Llevaba igualmente ropa limpia, se sujetaba con la mano el pantalón demasiado ancho y temblaba. Acercó su lastimero rostro y dijo: "Anatoli Petrovich, ¿no es verdad que el médico me había recetado tisana? Estoy indispuesto y la seguiría bebiendo." Nadie respondió y, con aire inquisitivo, miraba unas veces a mí, otras al director. ¿Qué quería decir? Nunca lo he comprendido. De pronto el adjunto adoptó un aire severo y gritó con voz aguda: "¿Qué es esta broma? ¡En marcha!"

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27Consejo electivo de provincia o de distrito. N. del T.