Un día contaba riendo a Katucha, un hombre me molestaba en la calle y no se decidía a dejarme en paz; lo zarandeé entonces con tanta fuerza, que me cogió miedo y huyó.
Se había hecho revolucionaria porque, desde la infancia, había experimentado una repulsión instintiva hacia la vida mundana. Siempre había querido a la gente del pueblo, y muchas veces la habían reñido por sus asiduidades en la repostería, en la cocina y en las cuadras.
Sin embargo, con las cocineras y los cocheros era con quienes me sentía a mis anchas, en tanto que me aburría horriblemente con los señores y las señoras contaba ella. Y posteriormente, cuando empecé a comprender, me di cuenta de que nuestra vida era, en efecto, muy mala. Ya no tenía madre, a mi padre no lo quería, y a los diecinueve años abandoné la casa con una amiga y me empleé como obrera de fábrica.
Después de haber abandonado la fábrica vivió entre los mujiks, luego volvió a la ciudad y fue detenida en su alojamiento, donde se encontraba una imprenta clandestina, y la condenaron a trabajos forzados.
María Pavlovna nunca hablaba ella misma de su pasado; pero Katucha se había enterado por los demás de que la habían condenado por haberse declarado culpable de un disparo hecho en la oscuridad, durante un registro, por uno de los revolucionarios.
Katucha la conoció luego más ampliamente: en cualquier circunstancia, en cualquier situación que se encontrase, no pensaba nunca en ella misma y no tenía otro cuidado que el de acudir en ayuda de alguien y servir al prójimo. Uno de sus compañeros actuales, Novodvorov, decía bromeando «que ella se dedicaba al deporte de la abnegación». Y era verdad. Todo el interés de su vida era estar al acecho, como un cazador tras la pieza, de una ocasión de hacerse útil a los demás. Así, ese «deporte» se había convertido en un hábito y era su razón de vivir. Se entregaba a eso tan naturalmente, que los que la conocían no apreciaban ya sus servicios, sino que se los exigían.
Cuando Maslova fue trasladada a la sección de los «políticos», María Pavlovna sintió primero repulsión hacia ella. Katucha se dio cuenta; pero también vio el esfuerzo hecho por la joven para tratarla con una benevolencia y una bondad particulares. La expresión de estos últimos sentimientos, en un ser tan extraordinario, conmovió tan vivamente a Katucha, que se había entregado a ella de todo corazón, asimilando inconscientemente sus ideas a imitándola en todo.
Esta devoción de Katucha conmovió igualmente a María Pavlovna, quien le había tomado cariño a su vez. Por otra parte, la repugnancia que sentían las dos mujeres hacia el amor carnal influía también mucho en su amistad. Una odiaba aquel amor porque había experimentado todo el horror del mismo; la otra, sin haberlo conocido, lo miraba como algo incomprensible y, al mismo tiempo, repulsivo, degradante para la humanidad.
IV
La influencia de María Pavlovna sobre Katucha tenía su origen en que ésta amaba a la joven. La influencia de Simonson era distinta: procedía de que Simonson amaba a Katucha.
Todos los hombres viven y obran, en parte, según su propia iniciativa, y en parte por la influencia de las ideas de otros. Los hombres se diferencian según que sufran más o menos la influencia de sus propias ideas o la de las ideas de otros: unos hacen más a menudo de sus pensamientos un juego intelectual; para ellos la razón se convierte en una especie de rueda privada de su correa de transmisión, en tanto que en sus actos sufren la influencia de las costumbres, de las tradiciones y de las leyes; otros, por el contrario, considerando sus pensamientos como los motores principales de su actividad, siguen casi siempre las indicaciones dadas por su razón y se someten a ellas, adoptando más raramente, y después de un examen crítico, lo que ha sido pensado por los demás.
Así era Simonson. Sometía todos sus actos al control de su razón, y cumplía lo que había resuelto.
Ya de colegial había decidido que la fortuna ganada por su padre, un antiguo intendente, no era de origen puro y le había pedido restituir esa fortuna al pueblo. Pero, lejos de seguir su consejo, su padre lo había sermoneado; entonces él abandonó la casa y dejó de recurrir a los subsidios paternos. Convencido de que todo el mal existente proviene de la ignorancia popular, había entrado, inmediatamente después de su salida de la universidad, en relaciones con los miembros del «Partido del pueblo»; se había hecho maestro de escuela en una aldea y había predicado audazmente a sus alumnos y a los campesinos todos lo que él consideraba justo, estigmatizando todo lo que consideraba mentiroso.
Lo detuvieron y lo entregaron a la justicia.
Ante el tribunal pensó en su fuero interno que el juez no tenía derecho a juzgarlo, y así lo declaró. Pero como los magistrados siguieron adelante, decidió no responder, y opuso un mutismo absoluto a las preguntas que se le hicieron. Lo deportaron al gobierno de Arkangel. Allí se formó por su cuenta una doctrina religiosa que debía regir toda su actividad. Según esta doctrina, todo lo que existía en el universo estaba vivo, no había nada inerte. Todos los objetos que consideramos como muertos, inorgánicos, eran simplemente partes de un inmenso cuerpo orgánico que nos es imposible abarcar; por consiguiente, la misión del hombre, partícula de este gran cuerpo, consistía en mantener la vida de este organismo y de todas sus partes vivas. Por eso Simonson consideraba como un crimen el aniquilamiento de todo ser vivo: estaba contra la guerra, contra la pena de muerte, contra todo asesinato, no sólo de los hombres, sino de los animales. Tenía igualmente una concepción especial del matrimonio: la reproducción de la especie era una función inferior; era superior la de acudir en ayuda de los seres ya existentes. Encontraba la confirmación de su teoría en la función de los fagocitos de la sangre. Según él, los célibes eran esos fagocitos, cuya misión consistía en acudir en ayuda de las partes orgánicas débiles o enfermas. Y había vivido de acuerdo con esta teoría desde que la creó, aunque antes se hubiese entregado a la lujuria. Atribuía a María Pavlovna y a él mismo esta calidad de fagocitos sociales.
Su amor por Katucha no contradecía esta teoría, porque él la amaba platónicamente y consideraba que semejante amor, lejos de paralizar su actividad de fagocito, la exaltaba aún más.
Él no resolvía a su manera únicamente las cuestiones morales, sino que trataba con la misma independencia las cuestiones prácticas. Tenía para todos los actos de este orden una teoría: reglas sobre la cantidad de horas de trabajo y de reposo, sobre la manera de alimentarse, de vestirse, de encender la estufa, de alumbrarse.
Al mismo tiempo, Simonson era tan tímido como modesto. Pero, en cuanto decidía algo, nada era ya capaz de detenerlo.
Este hombre, por su amor, ejercía una influencia decisiva sobre Maslova. Por intuición femenina, ella lo había adivinado pronto, y la conciencia de que podía provocar el amor de un hombre tan extraordinario la elevaba a sus propios ojos. Nejludov le ofrecía el casamiento por generosidad y a causa del común pasado de ambos; Simonson, por su parte, la amaba tal como era ella hoy, y simplemente porque la amaba. Ella veía además que él la consideraba una mujer poco ordinaria, diferente de las otras y con altas cualidades morales. Ella no habría podido precisar qué cualidades le atribuía él, pero en cualquier caso, para no desengañarlo, aplicaba todos sus esfuerzos a poner de manifiesto las mejores facultades que podían ocurrírsele. Y eso la obligaba a ser tan perfecta como le era posible.
Estas relaciones entre los dos jóvenes habían empezado ya en la cárcel, en ocasión de las entrevistas comunes de los «políticos»; entonces ella había notado, bajo la frente bombeada y las espesas cejas de Simonson, sus ojos inocentes de un azul sombrío clavados en ella. Desde entonces había comprobado que era un hombre singular y que la miraba de una manera completamente especial; había quedado impresionada por la reunión, en un mismo rostro, de expresiones diversas: severidad, producida por los cabellos ásperos y las cejas hirsutas; bondad a infantil castidad de la mirada. Posteriormente, cuando la trasladaron junto a los políticos, en Tomsk, ella había vuelto a verlo. Y aunque ninguna palabra se hubiese cambiado entre ellos, sus miradas, al cruzarse, contenían la confesión de que no se habían olvidado y de que se interesaban mutuamente. Después, sus conversaciones tampoco fueron más significativas; pero cuando él hablaba en su presencia, Maslova comprendía que hablaba para ella y de forma que ella lo comprendiese.