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¿Y para ti, se ha hecho más cariñosa? preguntó el jardinero.

¡No me hables de eso! Se pegó tanto a mí, que los dos no éramos más que una sola alma. No tengo más que pensar y ella lo comprende. Mi madre, que sin embargo no es contentadiza, dice también: «A nuestra Fedosia nos la han cambiado: ya no es la misma mujer.» Un día, al ir los dos a recoger gavillas, le pregunto: «Dime, Fedosia, ¿cómo pudo ocurrírsete una cosa semejante?» Y he aquí que ella me dice: «Yo no quería vivir contigo. Yo me decía: preferible morir.» «¿Y ahora?» «Ahora me dice ella, tú estás en mi corazón.»

Tarass se detuvo y meneó la cabeza con una sonrisa gozosa y asombrada.

Y luego prosiguió, he aquí que un día, al volver del campo, yo traía un carro de cáñamo para enriarlo, llego a casa... Y Tarass se detuvo. ¿Qué veo? ¡Una citación! Era para el juicio.

Desde luego, no puede haber sido obra más que del Maligno dijo el jardinero. ¿Es que una persona puede pensar por sí misma en perder un alma? Es como en nuestro pueblo, donde había un muchacho...

Cuando empezaba la historia, el tren redujo la marcha.

Creo que es una estación dijo el jardinero. Voy a tomar algo fresco.

Así se interrumpió la conversación, y Nejludov bajó del vagón a las mojadas planchas del andén.

XLII

Antes de bajar del vagón, Nejludov había visto, en el patio de la estación, varios coches de lujo tirados por tres o cuatro caballos bien nutridos que hacían tintinear sus cascabeles; y cuando puso los pies en el andén vio un grupo ante un vagón de primera clase. En el centro del grupo descollaba una dama alta y corpulenta vestida elegantemente y con un sombrero adornado de costosas plumas; estaba acompañada por un joven larguirucho de delgadas piernas, en traje de ciclista, y de un perro alto y gordo que tenía un magnífico collar. Lacayos, con impermeables y paraguas, y cocheros se apretaban en torno de ellos. Todo aquel grupo, desde la dama alta hasta el cochero, que se levantaba los faldones de su largo caftán, expresaba la tranquila satisfacción y la abundancia. Alrededor no había tardado en congregarse un círculo de curiosos, servilmente atraídos por el espectáculo de la riqueza. Estaba allí el jefe de estación, con gorra roja, un guardia, una muchacha delgada, con vestido de campesina, que, en verano, asistía a la llegada de todos los trenes, un telegrafista y viajeros de uno y otro sexo.

En el joven con traje de ciclista, Nejludov reconoció al estudiante Kortchaguin. La dama alta era la hermana de la princesa, en cuya casa los Kortchaguin iban a pasar el verano. El revisor jefe del tren, todo galoneado y con botas relucientes, abrió la portezuela del vagón y, con mil muestras de deferencia, la tuvo abierta hasta que el lacayo Felipe y un mozo de la estación, con delantal blanco, hicieron descender con precaución a la princesa de largo rostro en su silla plegable. Las dos hermanas se besaron y cambiaron en francés varias frases referentes a si la princesa prefería montar en la calesa o en el cupé. Y las dos damas se pusieron en marcha, seguidas por la doncella rizada, cargada de sombrillas, de chales y de sombrereras.

Queriendo evitar encontrarse de nuevo con los Kortchaguin, Nejludov se detuvo a cierta distancia de la salida de la estación, aguardando a que el cortejo hubiera pasado. La princesa, su hijo, Missy, el médico y la doncella tomaron la delantera, mientras el príncipe se detenía con su cuñada. Nejludov, aun permaneciendo apartado, pudo oírles cambiar algunos fragmentos de frases francesas. Una de ellas, pronunciada por el príncipe, se fijó, como pasa a veces no se sabe por qué, en el recuerdo de Nejludov, conservando incluso la entonación y el timbre mismo de la voz que la había emitido: « Oh! il est du vrai grand monde, du vrai grand monde!», decía el príncipe con su voz sonora y llena de suficiencia, en el momento en que franqueaba con su cuñada la puerta de salida, saludada por una doble fila de revisores y factores.

En el mismo instante apareció, por la esquina del edificio de la estación, un grupo de obreros con alpargatas y botas de fieltro, con sacos a la espalda. Con paso resuelto y silencioso, avanzaron hacia el primer vagón que encontraron ante ellos, disponiéndose a penetrar en él; pero inmediatamente fueron expulsados por un revisor. Continuaron su apresurada marcha, pisándose los talones para acercarse al vagón siguiente. Ya comenzaban a subir, tropezando sus sacos contra la jamba de la portezuela, cuando, desde el umbral de la estación, otro revisor les dio la orden de bajar. Con un mismo paso silencioso, fueron a un tercer vagón, aquel donde se encontraba Nejludov. De nuevo el revisor los detuvo, y de nuevo se disponían a marcharse cuando Nejludov les dijo que había sitio y que podían subir. Subieron, pues, y Nejludov entró en pos de ellos.

Iban a tomar asiento en el vagón cuando el señor de la escarapela y las dos damas, considerando sin duda su intrusión como una afrenta personal, se opusieron enérgicamente a su admisión y les dieron la orden de marcharse cuanto antes. Inmediatamente, los obreros (eran una veintena: viejos, jovencitos, de rostros fatigados, curtidos, resecos), dando tropezones a cada paso con sus sacos, iban a dirigirse al vagón siguiente como si se sintieran cogidos en falta y estuvieran dispuestos a ir así hasta el fin del mundo y a sentarse donde les ordenaran, aunque fuese sobre clavos.

¿Adónde corréis, demonios? ¡Colocaos aquí! les gritó el revisor, avanzando hacia ellos.

Voilà encore des nouvelles! dijo en francés la señora joven, muy convencida de que ese francés elegante atraería sobre ella la atención de Nejludov. En cuanto a la dama de los brazaletes, se limitaba a oler un frasco de sales, a fruncir las cejas y a hacer ver el desagrado que experimentaba viajando con mujiksque olían mal.

Sin embargo, con el alivio y la alegría de hombres que acaban de escapar sanos y salvos de un peligro terrible, los obreros se habían detenido y empezaban a distribuirse, soltando con un movimiento de hombros sus pesados sacos, que colocaban luego bajo los bancos.

El jardinero, que había ido allí para hablar con Tarass, volvió a ocupar su sitio, de forma que en el compartimiento, tanto al lado como enfrente de Tarass, había tres sitios libres. Así, tres de los obreros los ocuparon; pero cuando Nejludov se acercó a ellos, la vista de su traje de barinlos turbó tanto, que instintivamente los tres se levantaron para buscar sitio en otra parte. Nejludov les rogó que se quedasen; por su parte, se apoyó en el brazo de la banqueta.

Uno de los tres obreros, de unos cincuenta años de edad, cambió con un camarada más joven una mirada de sorpresa e incluso de temor. En realidad, en lugar de lanzarles invectivas y expulsarlos, como convenía a un barin, Nejludov, al cederles su propio asiento, los asombraba y los turbaba. Hasta tenían miedo de que fuese a resultar de eso algo malo para ellos.

Pero cuando se dieron cuenta de que no había allí ninguna astucia ni ningún peligro, y que Nejludov hablaba familiarmente con Tarass, se tranquilizaron. Dijeron al muchachillo más joven que se sentase en el saco, cerca de la ventana, y rogaron a Nejludov que volviese a ocupar su asiento. Al principio, el viejo obrero sentado frente a él pareció estar muy turbado y recogió todo lo que pudo los pies bajo la banqueta para no rozar al barin; pero pronto fue cobrando ánimos y se puso a hablarles a Nejludov y a Tarass con tanta familiaridad, que, para recalcar el alcance de sus palabras, más de una vez dio con la mano en la rodilla de Nejludov.

Le contó a éste todo lo que hacía: sus trabajos en las turberas, de donde volvía con sus compañeros después de diez semanas de laboreo. Cada uno traía una suma de diez rublos, porque una parte de su ganancia se la habían anticipado al entrar.