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Natalia Ivanovna no respondió nada. Agrafena Petrovna, moviendo la cabeza con aire de turbación, clavaba en aquélla un mirada interrogativa.

En aquel momento, en la puerta del salón de las señoras reapareció el cortejo. El guapo lacayo Felipe y el portero llevaban a la princesa, quien les dio orden de pararse, hizo una señal a Nejludov para que se acercara y, con suspiros, le tendió su blanca mano cargada de sortijas, pareciendo esperar con terror un apretón demasiado vigoroso.

Épouvantable! dijo, hablando del calor. No puedo soportarlo. Ce climat me tue!

Cuando hubo acabado de hablar de los horrores del clima ruso e invitado a Nejludov a ir a verlos en el campo, hizo señal a los porteadores para que volvieran a ponerse en marcha.

Bueno, quedamos en que vendrá sin falta, ¿verdad? le insistió a Nejludov, volviendo hacia él su largo rostro, mientras la llevaban.

Nejludov salió al andén. El cortejo de la princesa se dirigía a la derecha, hacia los coches de primera clase. Nejludov, seguido del factor que llevaba su equipaje, y de Tarass, con su saco al hombro, tomó por el contrario hacia la izquierda.

He aquí mi compañero de ruta dijo Nejludov a su hermana, señalándole a Tarass, cuya historia ya le había contado.

¿Cómo? ¿En tercera? preguntó Natalia Ivanovna al ver a su hermano pararse ante un vagón de esta clase, al que subían ya el factor con las maletas y Tarass.

Sí, eso me resulta más cómodo; así estoy con Tarass respondió él. Escucha ahora esto continuó, después de un silencio. No he dado a los campesinos mis tierras de Kuzminskoie, de forma que, si muero, retornarán a tus hijos.

Dmitri, basta... dijo Natalia Ivanovna.

E incluso si se las doy, no puedo decirte sino que todo el resto pasará a manos de ellos, ya que es dudoso que me case. Por lo demás, si me casase, no tendría hijos... Así, pues...

¡Dmitri, te lo ruego, no me hables de eso! repitió Natalia Ivanovna. Pero Nejludov notó que lo que él acababa de decirle la había complacido.

Más allá, ante un vagón de primera, un grupo de curiosos seguía mirando el departamento adonde habían subido a la princesa Kortchaguin. Pero casi todos los viajeros estaban ya instalados en sus sitios; algunos retrasados corrían, con un ruido de tacones sobre las planchas del andén; los revisores cerraban las portezuelas, invitando a los viajeros a subir y a retirarse a los que habían ido a despedirlos. Nejludov entró en el vagón maloliente y achicharrado por el sol y volvió a salir en seguida a la pequeña plataforma.

Natalia Ivanovna, en compañía de Agrafena Petrovna, seguía en el andén, buscando evidentemente un tema de conversación, sin conseguir encontrarlo. No podía ni siquiera decir: « Ecrivez», porque desde hacía mucho tiempo ella y su hermano se burlaban de esa frase que es proverbial de las despedidas. Su corta charla sobre la cuestión de dinero y de herencia había destruido de golpe las relaciones tiernamente fraternales que se habían establecido entre ellos. Ahora se sentían extraños uno a otro.

Y así, en el fondo de su corazón, Natalia Ivanovna se sintió feliz cuando el tren se puso en movimiento y ella pudo decir a su hermano, con un movimiento de cabeza y el rostro afectuosamente triste:

¡Adiós, adiós, Dmitri!

En cuanto el tren desapareció, ella no pensó más que en la forma como contaría a su marido todos los detalles de su conversación con su hermano, y sus rasgos adoptaron una expresión seria.

Nejludov, por su parte, aunque experimentase buenos sentimientos para con su hermana, aunque no tuviese cosa ninguna que ocultarle, se había sentido molesto ante ella y había experimentado una especie de prisa por abandonarla. Se daba cuenta de que ya no subsistía nada de aquella Natacha, antaño tan próxima; que no quedaba más que la esclava de un marido negruzco y velludo que a él le repugnaba. Había visto demasiado claramente cómo el rostro de su hermana sólo se animaba y se iluminaba cuando él le había hablado de cosas que interesaban a su marido: el arrendamiento de sus tierras a los campesinos y su sucesión. Y eso lo entristecía.

XL

En el gran vagón de tercera, atestado de viajeros y expuesto al sol desde por la mañana, el calor era tan insoportable, que Nejludov no entró; se quedó en la plataforma exterior. Pero allí se asfixiaba uno lo mismo, y no pudo respirar libremente más que cuando el tren llegó al aire libre de los campos.

«¡Sí, han matado!», se decía, al recordar las palabras que había pronunciado ante su hermana. Y de todas las impresiones sentidas desde por la mañana, sólo una subsistía: volvía a ver, con una precisión y una intensidad incomparables, el bello rostro del segundo muerto, sus labios sonrientes, su frente severa, su pequeña oreja finamente dibujada que aparecía bajo la parte azul del cráneo rapado.

«Pero lo más espantoso pensó es que han matado, y nadie sabe quién ha matado. Y sin embargo han matado. Como todos los demás presos, éstos fueron conducidos a la estación en virtud de una orden de Maslennikov. Pero es evidente que éste no ha hecho más que cumplir una formalidad. Ha firmado, con su más hermosa rúbrica de imbécil, un papel con membrete, y, desde luego, no podía considerarse culpable. Todavía menos se juzgará responsable el médico de la cárcel, quien examinó a los deportados. Éste ha cumplido puntualmente su deber: ha puesto aparte a los enfermos y no podía prever ni este calor tórrido ni que se los conduciría tan tarde y en tan gran número. ¿El director? Él no ha hecho más que ejecutar órdenes consistentes en disponer la partida, tal día, de tantos forzados, tantos deportados, tantos hombres, tantas mujeres. Imposible igualmente acusar al jefe del convoy: se le ha ordenado recibir presos en tal número, en tal sitio, y entregar el mismo número en tal otro sitio. Ha dirigido su convoy hoy como de costumbre, y no podía prever apenas que hombres robustos y nada inválidos, como los dos que he visto, no resistirían a la fatiga y sucumbirían en el camino. Nadie es culpable. Y, sin embargo, a esos hombres los han matado, los han matado estos mismos hombres que no son culpables de su muerte.»

«Y eso siguió diciéndose Nejludov resulta de que todos estos hombres, gobernadores, directores, municipales, agentes de policía, estiman todos que hay en la vida situaciones en que la relación directa de hombre a hombre no es obligatoria; porque todos, tanto Maslennikov como el director y el jefe del convoy, si no fuesen gobernador, director, oficial, habrían reflexionado veinte veces antes de poner en marcha un convoy con semejante calor y semejante gentío; veinte veces habrían detenido el convoy en el camino; y, al ver que un preso se sentía mal, que estaba sin aliento, lo habrían hecho salir de la columna, lo habrían llevado a la sombra, le habrían dado agua, lo habrían dejado descansar; y, en caso de accidente, habrían sentido lástima de él. Pero no han hecho nada de eso y ni siquiera han permitido que lo hagan otros. Y eso, porque no ven ante ellos a hombres y las obligaciones que tienen en cuanto a los mismos como tales hombres, sino que ven únicamente su servicio, es decir, obligaciones que, según ellos, son más importantes que las obligaciones de humanidad. Todo consiste en eso pensó Nejludov. Cuando, aunque sea un instante solamente, aunque sea en un caso excepcional, se reconoce que un acto cualquiera es más importante que el sentimiento de humanidad, no hay crimen que no pueda cometerse con el prójimo, sin creerse responsable de ello.»

Nejludov estaba tan profundamente sumido en sus reflexiones, que no se había dado cuenta de cómo había cambiado el tiempo: el sol se había enmascarado con una nube baja y dentada, y, desde el fondo del horizonte, por el Oeste, llegaba poco a poco un nubarrón gris que ya se expandía en lluvia cerrada sobre los campos y los bosques. La humedad rezumaba de la nube, que por instantes se veía surcada por un relámpago, y, al estrépito de los vagones en marcha se mezclaba, cada vez con más frecuencia, el rolar lejano del trueno. Sin parar, el nubarrón avanzaba, y grandes gotas de lluvia, empujadas por el viento, venían a manchar la plataforma del vagón y el abrigo de Nejludov. Se pasó al lado opuesto, aspirando el frescor del viento y el olor bienhechor de la tierra sedienta de agua; miró los jardines, los bosques, los amarillos campos de cebada, los campos de avena todavía verdes y las manchas negras de las plantas de patatas. Todo se había guarnecido como con una capa de laca: el verde se había hecho más verde; el amarillo, más amarillo; el negro, más negro.