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¡Más, más! murmuraba Nejludov, contento al ver los campos y los jardines revivificados por el agua bienhechora.

La lluvia, abundante, duró poco. Después de haber descargado en parte, la nube se trasladó más lejos. Y sobre el suelo húmedo no cayeron ya más que gotitas rectas y espaciadas. El sol reapareció, todo resplandeció mientras al oeste del horizonte surgió un arco iris, bajo pero brillante, roto sólo en uno de sus extremos y en el cual predominaban las tintas violeta.

«¿En qué pensaba yo hace un momento? se preguntó Nejludov cuando terminaron todos aquellos cambios de la naturaleza y el tren se adentró por un profundo talud. ¡Ah, sí!, pensaba en el modo como ese director, ese jefe de convoy y todos esos funcionarios, en su mayor parte hombres buenos e inofensivos, se transformaban en hombres malvados.»

Y Nejludov se acordó de la indiferencia con que Maslennikov había acogido su relato de lo que pasaba en la cárcel; de la severidad del director, de la dureza del jefe del convoy, quien había prohibido a uno de los presos subir a un carro, y dejado que una mujer sufriera los dolores del parto sin socorro.

«Sin duda, todos estos hombres son impermeables al más elemental sentimiento de compasión, simplemente porque son funcionarios; impermeables a todo sentimiento de humanidad, como lo son a la lluvia esas tierras pizarrosas pensaba, mirando las goteras que caían por los taludes entre los cuales se deslizaba el tren. Y quizás es indispensable abrir estos taludes, revestirlos de un estucado; pero uno sufre al ver esta tierra privada de la lluvia que espera y que tan bien habría podido producir trigo, hierba, matorrales y árboles, tal como existen en los alrededores. Así ocurre también entre los hombres. Quizá todos estos gobernadores, estos directores, estos agentes de policía son necesarios, aunque despojados de esa cualidad primordial del hombre que es el amor y la piedad hacia sus semejantes.»

«Todo el mal seguía pensando Nejludov radica en que estos hombres reconocen como leyes cosas que no lo son y niegan por el contrario la ley que es eterna a inmutable y que el mismo Dios ha inscrito en nuestros corazones. Seguramente por eso me resulta tan penoso verme ante ellos. Los temo, pura y simplemente. En realidad, esos hombres son temibles. Más peligrosos que bandidos. Incluso un bandido puede sentir lástima: ¡ésos, jamás! Están amurallados contra la piedad, como esas piedras contra la vegetación, y por eso son terribles. Se habla de las hazañas horribles de Pugatchev y de Razin 24, pero aquéllos son mil veces más terribles. Si se propusiera como problema psicológico: ¿cómo podría transformarse a hombres de nuestro tiempo, que son cristianos, humanitarios o simplemente buenos, en los criminales más atroces sin que se consideren responsables?, la única solución sería ésta: habría que instituir eso que precisamente existe: gobernadores, directores de cárceles, oficiales, policías. Dicho de otra manera, hacer que esos hombres estén convencidos de que existe una obra llamada servicio al Estado, que consiste en tratar a los hombres como cosas, sin relaciones de hombre a hombre; y seguidamente, que estos funcionarios se encuentren en una situación en que la responsabilidad de las consecuencias de sus actos no pueda recaer sobre un individuo aislado. Fuera de esas condiciones, no sería posible, en nuestro tiempo, ver producirse hechos tan horribles como los que he visto hoy. Todo el mal reside en que los hombres creen en la existencia de condiciones que permiten tratar a sus semejantes sin amor. Ahora bien, esas condiciones no existen. Para con las cosas, se puede obrar sin amor: se puede, sin amor, romper la leña, cocer ladrillos, forjar hierro; pero, en las relaciones de hombre a hombre, el amor es tan indispensable como lo es, por ejemplo, la prudencia en las relaciones del hombre con las abejas. Tal es la naturaleza de las abejas: si no eres prudente con ellas, perjudicarás a las abejas y te perjudicarás a ti mismo. Así pasa con las relaciones entre los hombres. Y eso no es más que justicia, porque el amor recíproco entre los hombres es la ley fundamental de la vida humana. Sin duda, a un hombre no se le puede obligar al amor como al trabajo, pero de aquí no se deduce en modo alguno que alguien pueda obrar sin amor a los hombres, sobre todo si él mismo tiene necesidad de ellos. Si no sientes ese amor por tus semejantes, quédate quieto decía Nejludov dirigiéndose a sí mismo. Ocúpate de tu persona, de cosas inanimadas, de no importa qué, pero no de los seres humanos. Lo mismo que no se sabría comer sin daño y con provecho más que si se experimenta el deseo de comer, no se sabría obrar sin daño y con provecho hacia los hombres si no se comienza por amarlos. Permíteme solamente obrar respecto a ellos sin amarlos, como hiciste ayer con tu cuñado, y no habría límite a tu crueldad y a tu ferocidad, como he podido convencerme hoy; ni límite a tu propio sufrimiento, como lo he aprendido por todo el curso de mi vida. ¡Si, si, es desde luego eso! ¡Está bien!», se repetía Nejludov, contento al mismo tiempo por percibir un poco de fresco después del calor abrumador, y contento por la claridad mayor que se hacía en él respecto al problema que lo preocupaba desde hacía tanto tiempo.

XLI

El vagón donde se encontraba Nejludov estaba medio lleno de viajeros. Había allí criados, artesanos, obreros de fábrica, carniceros, judíos, empleados, mujeres del pueblo; había también un soldado, dos señoras: una joven, otra de edad, con brazaletes en su desnuda muñeca; y un hombre de aspecto severo con una escarapela en su negra gorra.

Después de haberse agitado mucho para instalarse a la partida, toda aquella población permanecía ahora apaciblemente sentada. Unos mascaban pepitas de girasol, otros fumaban, y conversaciones animadas se trataban entre vecinos.

Tarass, con aire feliz, estaba sentado a la derecha del pasillo central, guardando un sitio para Nejludov, y hablaba largo y tendido con un hombre musculoso, vestido con un amplio caftán de tela, que estaba sentado frente a él; era un jardinero que se dirigía a su nuevo destino, como se enteró luego Nejludov. Antes de llegar junto a Tarass, Nejludov se detuvo en el pasillo ante un venerable anciano de barba blanca con caftán de mahón, que estaba charlando con una joven vestida de campesina. Al lado de ésta había sentada una niña de siete años, sus piernecitas lejos del suelo de madera; vestida con un trajecito nuevo, tenía una delgada trenza de cabellos casi blancos y no dejaba de mascar semillas de girasol. Volviendo la cabeza hacia Nejludov, el anciano levantó los faldones de su caftán, que se extendían sobre la brillante banqueta donde estaba sentado, y dijo con afabilidad:

Siéntese, se lo ruego.

Nejludov le dio las gracias y se sentó al lado de él. Después de haberse callado un instante, la campesina continuó el relato que acababa de interrumpir.

Contaba la manera como la había recibido en la ciudad su marido, de cuya casa volvía ella.

Fui a verlo durante la semana de carnaval y he aquí que Dios me ha permitido regresar decía ella. Por Navidad, si Dios vuelve a permitirlo, nos veremos de nuevo.

Eso está muy bien aprobó el anciano volviéndose hacia Nejludov. Hay que ir a verlo, porque, sin eso, un hombre joven se estropea pronto en la ciudad.

No, padrecito, mi marido no es de ésos. No es él quien hará nunca tonterías: es como una muchachita. Todo su dinero, hasta el último copec, lo envía a casa. ¡Y que alegría ha mostrado al ver a su hija; una alegría imposible de explicar! decía la mujer con una sonrisa encantadora.

La niña, que escuchaba sin dejar de mascar las pepitas de girasol, levantó sus ojos tranquilos a inteligentes, como para confirmar las palabras de su madre.

Si es prudente, mucho mejor aún continuó el anciano. ¿Y eso no le gusta? añadió, señalando con los ojos a una pareja, marido y mujer, seguramente obreros de fábrica, sentados al otro lado del pasillo. El marido, la cabeza echada hacia atrás, se había llevado a los labios una botella de aguardiente y bebía a grandes sorbos, mientras su mujer le veía hacer, sujetando la bolsa de donde había sacado la botella.

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24Famosos jefes de cosacos, el primero de los cuales quiso hacerse pasar por Pedro III. N. del T.