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XXXIX

Nejludov tenía que esperar aún dos horas hasta la salida de su tren. A1 principio se le ocurrió la idea de emplear aquel tiempo en ir a ver a su hermana; pero estaba tan conmovido, tan fatigado por todas las impresiones sufridas durante la mañana, que no se sentía con fuerzas para moverse. Entró en la sala de espera de primera clase, se sentó en un canapé y pronto se quedó dormido, apoyada la cabeza en la mano.

Lo despertó un lacayo de frac, con una insignia en el ojal y una servilleta bajo el brazo.

¡Caballero! ¡Caballero! ¿No será usted el príncipe Nejludov? Hay una dama que lo está buscando.

Se sobresaltó, se frotó los ojos, recordó dónde estaba y rememoró las diversas escenas que había presenciado por la mañana.

Volvió a ver el convoy de los deportados, los dos cadáveres, los vagones de ventanillas enrejadas, las mujeres, una de las cuales sufría, sin ningún socorro, los dolores del parto, y la otra que le sonreía, acongojada, tras los barrotes de hierro. La realidad presente era del todo distinta: una mesa cargada de botellas, de vasos, de candelabros y de platos, camareros bien vestidos afanándose alrededor de la mesa, y, al fondo del salón, ante un mostrador igualmente atestado de botellas y de fruteros, las espaldas de los viajeros que compraban provisiones.

Cuando volvió completamente en sí, Nejludov notó que todas las personas presentes en la sala miraban con curiosidad algo que ocurría en la puerta. Al mirar hacia ese lado, vio a unos hombres que llevaban en una silla de manos a una dama cuya cabeza estaba cubierta por un velo ligero.

El primero de los porteadores era un lacayo cuyo rostro creyó reconocer. Y reconoció igualmente al segundo porteador, el portero de librea, con gorra galoneada. Detrás de la silla de manos caminaba una elegante doncella de rizados cabellos que llevaba un maletín, cierto objeto de forma redonda en un estuche de cuero y sombrillas. Y detrás de ella avanzaba el viejo príncipe Kortchaguin, con su labios belfos, su cuello de apoplético, con gorra de viaje, el pecho bombeado y seguido a su vez por Missy, por su primo Micha y por el diplomático Osten, conocido de Nejludov, con su largo cuello, su nuez saliente y su continua alegría. Caminaba al lado de la sonriente Missy y le contaba seguramente algo gracioso. El médico, fumando con malhumor su cigarrillo, cerraba el cortejo. Los Kortchaguin abandonaban sus propiedades de los alrededores de Moscú para trasladarse a casa de la hermana de la princesa, en una finca que se encontraba en la ruta de Nijni Novgorod.

Los porteadores, la doncella y el médico pasaron al salón reservado a las damas, provocando a su paso la curiosidad y el respeto. En cuanto al viejo príncipe, se sentó en seguida a la mesa, llamó a un camarero y ordenó el menú. Missy y Osten se habían detenido igualmente y se disponían a sentarse a la mesa cuando distinguieron, a la entrada, a una persona a la que conocían y avanzaron a su encuentro.

Era Natalia Ivanovna. En compañía de Agrafena Petrovna, caminaba moviendo los ojos en todas direcciones, buscando a alguien. Habiendo divisado al mismo tiempo a Missy y a Nejludov, se acercó primero a la muchacha, a la vez que le hacía una señal con la cabeza a su hermano. Luego, después de haber besado a Missy, se volvió inmediatamente hacia él:

¡Por fin lo encuentro!

Nejludov se acercó, estrechó las manos de Missy, de Micha y de Osten y se puso a charlar con ellos. Missy les contó el incendio que habían tenido en su casa de campo, lo que los obligaba a trasladarse a casa de su tía. A propósito de esto, Osten contó alegremente una anécdota de incendios.

Pero, sin escucharlo, Nejludov se volvió hacia su hermana:

¡Cuánto me alegra que hayas venido!

Hace mucho tiempo que he llegado dijo ella. Agrafena Petrovna y yo lo hemos estado buscando por todas partes.

Señaló al ama de llaves, que, vestida con un traje sastre y tocada con un sombrero adornado de flores, saludó desde lejos, con aire afable y modesto, para no molestar a nadie.

Pues yo, es que me he quedado dormido aquí. ¡Cuánto me alegra que hayas venido! repitió - Precisamente había empezado a escribirte una carta.

¿De verdad? preguntó ella con aire inquieto. ¿Y qué me decías?

Missy, viendo que se engolfaban en una conversación íntima, creyó su deber alejarse con sus caballeros. Nejludov condujo a su hermana a un rincón algo apartado y se sentaron en una banqueta tapizada de terciopelo sobre la cual estaban depositadas una manta de viaje y unas sombrereras.

Ayer, al salir de vuestra casa, tuve el pensamiento de volver para ofrecerle excusas a tu marido dijo Nejludov. Pero no sabía cómo me recibiría. Ayer me porté mal con tu marido, y eso me tenía desazonado.

Yo lo sabía, yo estaba segura de que lo decías todo sin mala intención respondió su hermana. Tú sabes que...

Le subieron lágrimas a los ojos y apretó la mano de Nejludov. Este comprendió inmediatamente el sentido de la frase que ella no había acabado y se sintió conmovido. Natalia quería decir que, aparte de su amor por su marido, el cariño por él, su hermano, le era igualmente importante y precioso y que cualquier antagonismo entre ellos la hacía sufrir cruelmente.

¡Gracias, muchas gracias! ¡Ah, si supieras lo que he visto hoy! continuó diciendo, al recordar bruscamente a los dos presos muertos. ¡He visto cómo mataban a dos hombres!

¿Qué dices, que los mataban?

Lisa y llanamente. Les han hecho atravesar toda la ciudad, con este calor, y dos han muerto de insolación.

¿Es posible? ¿Cómo? ¿Ahora mismo?

Sí. Hace un rato. He visto sus cadáveres.

Pero, ¿por qué los han matado? ¿Quién los ha matado? preguntó Natalia Ivanovna.

¿Quiénes? ¡Los que los han obligado a caminar a la fuerza, bajo este sol! replicó Nejludov, irritado ante el pensamiento de que su hermana miraba todo aquello con los mismos ojos que su marido.

¡Oh Dios mío! dijo Agrafena Petrovna, que se había acercado.

Sí, no tenemos la menor idea de lo que hacen sufrir a esos desgraciados; y, sin embargo, deberíamos saberlo prosiguió Nejludov volviendo involuntariamente los ojos hacia el viejo príncipe, sentado a la mesa ante un jarro, con la servilleta al cuello, y que, en aquel mismo momento, levantó la cabeza y vio a Nejludov.

¡Nejludov! gritó. ¿No quiere usted refrescarse? Es excelente para el viaje.

Nejludov rehusó y se volvió de espaldas.

Bueno, ¿y qué vas a hacer? preguntó Natalia Ivanovna.

Lo que pueda. En cualquier caso, siento que debo hacer algo. Y lo que pueda hacer, lo haré.

Sí, sí, lo comprendo. ¿Y con ellos? preguntó ella señalando con los ojos a los Kortchaguin. ¿Es que todo ha acabado verdaderamente?

Todo, y creo que sin pena por parte suya ni mía.

¡Es una lástima, una lástima muy grande! ¡Quiero tanto a Missy! En fin, no tengo nada que decir. Pero, ¿qué objeto tiene ligarte de nuevo? preguntó ella tímidamente. ¿Por qué te vas?

Me voy porque debo hacerlo respondió Nejludov con un tono frío y tajante, como si quisiera cortar la conversación.

Pero inmediatamente se reprochó esta frialdad para con su hermana. «¿Por qué no decirle todo lo que pienso? ¡Y que Agrafena Petrovna lo oiga!», pensó lanzando una mirada de soslayo a la anciana ama de llaves. La presencia de ésta no hacía más que incitarlo a explicar una vez más su decisión a su hermana.

¿Te refieres a mi proyecto de casarme con Katucha? Pues bien, mira: resolví hacerlo, pero ella se ha negado categóricamente dijo con un temblor de la voz como cada vez que hablaba de aquello. Ella no quiere aceptar mi sacrificio, pero, por su parte, en su situación, sacrifica mucho. Ahora bien, tampoco yo quiero aceptar ese sacrificio suyo, si continúa realizándose, bajo la impresión del momento. Y ahora me voy con ella; adonde ella vaya, iré yo. Y con todas mis fuerzas procuraré ayudarla y mejorar su suerte.