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Dos hombres estaban sentados a una mesa próxima ante un servicio de té y una botella blanca; se enjugaban el sudor de la frente y, con calma, ajustaban cuentas. Uno de ellos, moreno, tenía una corona de cabellos que bordeaban su calva nuca, semejante a la de Ignaty Nikiforovitch. Aquella semejanza incitó de nuevo a Nejludov a pensar en su conversación de la víspera y en su deseo de ver de nuevo a su cuñado y a su hermana antes de su partida. «No tendré tiempo antes de la partida del tren. Pero, ¿y si escribiera?», se dijo. Pidió papel, un sobre y un sello; luego, saboreando a sorbitos el agua fresca y burbujeante, reflexionó sobre lo que iba a escribir. Pero las ideas se le embrollaban y no podía llegar a redactar su carta.

«Querida Natacha: No quisiera abandonarte bajo la impresión penosa de mi entrevista de ayer con Ignaty Nikiforovitch...», empezó. «¿Qué decir luego? ¿Pedir perdón por mis palabras? Pero yo dije lo que pensaba, y él creería que me retracto. Y además, ¡esa manera de mezclarse en mis asuntos! ¡No, no puedo!» Y sintiendo de nuevo reavivarse en él su odio hacia aquel hombre desconocido, lleno de suficiencia a incapaz de comprenderlo, Nejludov se metió en el bolsillo la carta empezada, pagó y volvió a subir a su coche para reunirse con él convoy.

Del pavimento y de las paredes de las casas, tan fuerte era el calor, parecía brotar un soplo tórrido. Se hubiera dicho que los pies se cocían al contacto con el suelo, y Nejludov, al apoyar la mano sobre el barnizado reborde del coche, sintió como una quemadura.

El caballo se arrastraba con un paso pesado sobre el pavimento lleno de polvo; el cochero iba muerto de sueño; el mismo Nejludov, derrengado por el calor, miraba el vacío, incapaz de pensar. En una cuesta de la calle, frente a la puerta cochera de una gran casa, divisó de pronto a un grupo de hombres, entre los cuales se hallaba un soldado del convoy con el fusil colgado al hombro.

Nejludov ordenó al cochero que parase.

¿Qué ha pasado? preguntó al portero.

Uno de los presos, que se ha sentido mal.

Nejludov bajó del coche y se acercó al grupo. Sobre el desigual adoquinado, al borde de la acera y con la cabeza más baja que los pies, yacía un deportado, un hombre con el rostro inyectado de sangre, la nariz roma, la barbilla roja, con capote y pantalones grises. Tendido boca arriba, cubiertas las palmas de las manos con manchas rojizas y tumbado en el suelo, alzaba a sacudidas su ancho pecho, suspiraba y, con los ojos fijos, encarnizados, parecía mirar al cielo. Alrededor de él estaban agrupados un guardia de preocupado rostro, un buhonero, un mozo de cuerda, un dependiente de comestibles, una anciana con una sombrilla y un chiquillo que llevaba una cesta vacía.

Están debilitados por su encarcelamiento y los hacen caminar con todo el peso del calor, eso es lo que pasa dijo el dependiente, volviéndose hacia Nejludov.

¡Va a morirse, seguro! gemía la vieja con voz quejumbrosa.

¡Pronto, destaparle el pecho! gritaba el mozo de cuerda.

Con sus grandes dedos torpones, el guardia se apresuró a desatar el cordón que cerraba la camisa, a fin de descubrir el cuello venoso y rojizo del preso. Era seguro que estaba conmovido y triste, pero no por eso se creyó menos obligado a reprender a los circunstantes.

¡Vamos, circulen! ¡Bastante calor hace ya! Están ustedes impidiendo que el aire llegue hasta aquí.

El deber del médico es examinarlos antes de que abandonen la cárcel, y hacer que se queden los enfermos. Y a éste lo han examinado cuando ya estaba medio muerto insistía el dependiente, encantado al mostrar que conocía el reglamento.

El guardia, habiendo acabado de descubrir el pecho del preso, se puso en pie y miró en torno de él.

¡Les he dicho que circulen! No es asunto que les incumba. ¿Qué queréis ver aquí? dijo como si tomase a Nejludov por testigo. Pero no habiendo encontrado, en la mirada de éste, simpatía alguna, se volvió hacia el soldado de la escolta.

Éste se mantenía apartado, mirando su tacón despegado, y del todo indiferente a la agitación del guardia.

Y aquellos a quienes incumbe no cumplen su deber. Dejar morir a la gente, ¿es que eso está en la ley? Será todo lo preso que se quiera, pero no deja de ser un hombre decían algunas voces entre la multitud.

Levántenle la cabeza y dénle un poco de agua dijo Nejludov.

Ya he enviado a buscar agua respondió el guardia.

Luego, levantando al preso por un brazo, consiguió, después de algunos esfuerzos, colocarle la cabeza sobre el bordillo de la acera.

¿Qué significa este tropel? gritó de pronto una voz basta y autoritaria. Era un oficial de municipales que acudía con aire irritado; iba vestido con un uniforme deslumbrante y calzado con botas altas más resplandecientes aún. ¡Circulen, circulen, y aprisa! continuó, dirigiéndose a la muchedumbre y sin saber siquiera todavía de qué se trataba.

Cuando distinguió, yaciendo sobre el empedrado, al preso moribundo, hizo un signo de aprobación, como si esperase encontrarse con aquello, y, dirigiéndose al guardia, preguntó:

¿Qué ha pasado?

El otro contó que, al paso del convoy, aquel preso había caído, y el oficial de la escolta había ordenado dejarlo allí.

Bueno, pues ya está. No hay más que llevarlo a la comisaría. ¡Que vayan a buscar un coche!

Acaba de ir el portero dijo el guardia, llevándose la mano a la gorra.

El dependiente había vuelto a hablar del calor.

¿Es que te incumbe a ti este asunto? ¡Continúa tu camino! le gritó el oficial de municipales, mirándolo tan severamente, que el otro se calló en seguida.

Hay que darle de beber agua repitió Nejludov.

El oficial lanzó igualmente sobre él una mirada severa, pero no dijo palabra. Cuando el portero volvió con un cubo de agua, el oficial dio orden al guardia de hacer beber al preso. Él subordinado levantó de nuevo la cabeza del pobre diablo y se empeñó en verterle agua en la boca; pero el moribundo se resistía a tragarla, y el agua se le derramó sobre la barba, inundando su camisa y su capote impregnados de polvo.

¡Échale el cubo por la cabeza! ordenó el oficial.

El agente le quitó el gorro al deportado y vació toda el agua del cubo sobre su calvo cráneo, rodeado de rojizos cabellos rizados.

Los ojos del infeliz se abrieron de par en par, como dilatados por el espanto, pero su cuerpo permaneció inerte. Él agua, manchada de polvo, corría por su rostro; penosos suspiros continuaban saliendo de sus labios, y todo el cuerpo se le estremecía.

¿Y éste? ¡Tomadlo! gritó el oficial, señalando al cochero de Nejludov. ¡Vamos, tú, ven aquí!

No estoy libre respondió el cochero con aire de disgusto, sin levantar los ojos.

¡Vamos!, ¿por qué os quedáis parados? ¡Transportadlo!

El agente de policía, el portero y el soldado levantaron al moribundo, lo metieron en el coche y lo instalaron en los cojines. Pero no le era posible mantenerse sentado; la cabeza se le cayó hacia atrás y el cuerpo resbaló del asiento.

¡Que lo tiendan! ordenó el oficial.

No se preocupe usted, yo lo llevaré así declaró el guardia.

Se sentó en el coche y agarró al preso por debajo de los brazos mientras el soldado le levantaba los pies calzados con botas de fieltro y se los colocaba detrás del asiento.

El oficial divisó sobre el pavimento el gorro del deportado; lo recogió y cubrió con él la cabeza mojada y caída.

¡En marcha! ordenó.

El cochero se volvió con malhumor, agachó la cabeza y giró las riendas en dirección al cuartelillo de policía. En el coche, el agente trataba en vano de enderezar la cabeza del detenido, que inmediatamente volvía a caer sobre el hombro. El soldado le colocaba bien las piernas, sin dejar de caminar al lado del vehículo. Nejludov, a pie, seguía detrás del coche.

XXXVII