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Llegando al puesto de policía, ante el cual estaba de centinela un bombero, el coche, cargado con el preso, penetró en el patio y se detuvo delante de una de las escalinatas.

En aquel patio, unos bomberos, en mangas de camisa, limpiaban algunos carros, riendo y hablando ruidosamente. Tan pronto se detuvo el coche, lo rodearon algunos guardias, agarraron por los brazos y por las piernas el cuerpo inerte del preso y lo sacaron del vehículo. El agente de policía que lo acompañaba bajó, sacudió el brazo, que se le había entumecido, se quitó la gorra e hizo la señal de la cruz. Subieron al muerto al primer piso, y Nejludov lo siguió.

En la sucia habitacioncita adonde había sido trasladado el cadáver se veían cuatro camastros, dos de los cuales estaban ocupados por enfermos: uno que tenía la boca torcida y el cuello vendado; el otro, un tísico. Depositaron el cuerpo en uno de los camastros vacíos. Un hombrecillo de ojos brillantes y que movía las cejas sin cesar, que no llevaba puesto más que la ropa interior y calcetines, se acercó a la cama con paso rápido, miró al muerto, luego a Nejludov y se echó a reír. Era un loco retenido en la enfermería del cuartelillo.

Quieren meterme miedo dijo, pero no lo conseguirán.

Detrás del agente de policía que había traído al muerto entraron un oficial y un practicante.

Éste, habiéndose acercado a su vez a la cama, tocó la mano amarilla cubierta de manchas rojas, blanda aún, pero ya fría, la levantó y la soltó. Volvió a caer inerte sobre el vientre del muerto.

Éste ya está listo declaró, meneando la cabeza. Eso no le impidió, para conformarse al reglamento, abrir la camisa y, separando de su oreja los rizados cabellos, aplicarla sobre el pecho amarillento, bombeado a inmóvil del muerto. Todos callaban. El practicante se enderezó, meneó de nuevo la cabeza y bajó uno tras otro los dos párpados sobre los azules ojos abiertos de par en par.

¿Qué hacemos? preguntó el oficial.

Hay que bajarlo al depósito de cadáveres respondió el practicante.

Veamos, ¿es seguro? preguntó aún el oficial.

Desde luego. Ya lo he comprobado respondió el practicante, volviendo a cerrar la camisa sobre el pecho del cadáver. Por lo demás, voy a mandar llamar a Matvei Ivanovitch para que él lo examine. ¡Petrov, ve a buscarlo!

Que lo bajen al depósito ordenó el oficial. Y tú ven a presentar tu informe a la oficina dijo al soldado, quien permanecía de pie cerca del preso confiado a su custodia.

A sus órdenes dijo el soldado.

Unos agentes de policía agarraron el cadáver y lo transportaron a la planta baja. Nejludov iba a seguirlos cuando el loco lo detuvo.

Usted no estará en connivencia con ellos, ¿verdad? Pues bien, déme un cigarrillo.

Nejludov se lo dio. Agitando sin cesar las cejas, el loco se puso a contarle todas las persecuciones de que era víctima.

Están todos contra mí, y por medio de sus esbirros me torturan, me persiguen.

Excúseme dijo Nejludov, y sin esperar el final de la historia, salió de la habitación deseoso de saber lo que hacían con el muerto.

Los agentes habían atravesado ya todo el patio y se habían detenido ante la puerta de un sótano. Nejludov quiso reunirse con ellos, pero se lo impidió el oficial.

¿Qué desea usted?

Nada.

¿Nada? Pues entonces, márchese.

Nejludov se sometió y volvió a su coche. Despertó al cochero, que se había quedado dormido en el pescante, y le ordenó que lo llevase a la estación.

Pero apenas habían avanzado cien pasos, encontró de nuevo, escoltado por un soldado del convoy, un carro sobre el cual estaba tendido otro preso, ya muerto y que yacía boca arriba. La gorra se le había deslizado hasta la nariz, y su rapada cabeza, con un mechón negro, se movía con los bamboleos del carro. El carrero, con grandes botas, caminaba al lado de su caballo. Un agente de policía seguía detrás. Nejludov tocó en el hombro a su cochero.

Nejludov bajó del coche y, en pos del carro, volvió a entrar en el patio del cuartelillo. Los bomberos habían terminado la limpieza de sus vehículos, y en el sitio que ocupaban había ahora un capitán alto, huesudo, con un galón en el gorro, las manos en los bolsillos; examinaba gravemente a un gran caballo overo de cruz gastada, que un bombero paseaba delante de él. El caballo renqueaba de una mano, y el capitán hablaba con malhumor al veterinario que se encontraba cerca de él.

Al distinguir al segundo cadáver, el oficial de policía, también presente, se acercó al carrero.

¿Dónde lo han encontrado? preguntó, moviendo la cabeza con descontento.

En la vieja Gorbatovskai respondió el agente.

¿Un preso? preguntó el capitán de los bomberos.

Así es. Es el segundo hoy.

Bueno, vaya un desorden. Por lo demás, ¡qué calor! dijo el capitán. Y, volviéndose hacia el bombero que llevaba el caballo cojo, le gritó: ¡Ponlo en la cuadra de la esquina! ¡Ya te enseñaré yo, hijo de perro, a estropear caballos que valen más que tú! ¡So inútil!

Lo mismo que el primero, el cadáver del preso fue llevado a la enfermería. Como hipnotizado, Nejludov lo siguió también.

¿Qué quiere usted? preguntó uno de los agentes.

Sin responder, Nejludov prosiguió su camino.

El loco, sentado en su cama, fumaba con avidez el cigarrillo que le había dado Nejludov.

¡Ah, ha vuelto usted! dijo, y soltó una risotada. Al divisar al muerto, hizo una mueca. ¡Otra vez! Terminarán por aburrirme. No soy un niño, ¿verdad? le preguntó sonriendo a Nejludov.

Pero éste miraba el cadáver sin que nada se lo impidiese, y cuyo rostro no estaba ya cubierto por la gorra. Tan feo como era el otro preso, éste por el contrario era extraordinariamente bello, de rostro y de cuerpo. Era un hombre en toda la plenitud de sus fuerzas. A pesar del afeamiento de su cabeza medio rapada, la pequeña frente enérgica que dominaba sus negros ojos, ahora inmóviles, era muy hermosa. Hermosa igualmente su nariz delgada y arqueada encima de un fino bigotillo negro. Sus labios, azules ya, estaban plegados en una sonrisa; su barbilla no hacía más que sombrear su mandíbula inferior, y en el lado rapado de su cráneo aparecía una oreja fina y firme. La expresión de su rostro era al mismo tiempo tranquila, austera y bondadosa. Y no solamente aquel rostro testimoniaba posibilidades de vida moral que se habían perdido en aquel hombre, sino que las delicadas junturas de sus manos y de sus pies cargados de cadenas, la armonía del conjunto, el vigor de los miembros, todo aquello probaba también qué bella, fuerte y hábil bestia humana había sido, bestia en su especie infinitamente más perfecta que el caballo overo cuya torcedura tanto había irritado al capitán de bomberos. Y he aquí que lo habían matado, que nadie lo echaba de menos, no ya como hombre, sino ni siquiera como bestia de carga perdida inútilmente. Él único sentimiento provocado por esta muerte en todas aquellas gentes era de despecho por las molestias que iba a causarles.

El médico, el practicante y el comisario de policía entraron en la sala. El médico, un hombre fornido, iba con chaqueta de alpaca y pantalón de la misma tela, ceñido, moldeándole las formas. El comisario era un hombrecillo gordo, de cara hinchada y roja, que él ponía más esférica aún a consecuencia de su costumbre de llenar las mejillas de aire y de vaciarlas seguidamente.

El médico se sentó sobre el camastro donde estaba tendido el cadáver y, como anteriormente había hecho el practicante, palpó las manos y auscultó el corazón; luego se levantó estirándose los pantalones.

No se podría estar más muerto.

El comisario hinchó la boca de aire y la deshinchó.

¿De qué prisión? preguntó al soldado de escolta.

El soldado le respondió y se inquietó por los hierros que ceñían los tobillos del cadáver.

Ya diré que se los quiten. Gracias a Dios tenemos herreros comentó el comisario con su habitual movimiento de mejillas.