Изменить стиль страницы

O también, lentos agentes de policía, con uniforme de tela cruda, cruzado por el cordón naranja de su revólver, caminaban con pereza por la acera mientras los tranvías, con las cortinillas bajadas por un lado y los caballos encapuchados de tela blanca que dejaba pasar por una abertura las orejas, subían y bajaban a lo largo de las calles, repiqueteando sin cesar.

Cuando Nejludov llegó ante la cárcel, el convoy no había salido aún. En el interior, desde las cuatro de la madrugada, se ocupaban en contar y revisar a los deportados que debían partir. Había allí 623 hombres y 64 mujeres a quienes había que llamar, según el registro, separar los enfermos y los débiles y luego entregarlos todos a la escolta.

El nuevo director, sus dos ayudantes, el médico, el ayudante de cirujano, el jefe de escolta y el empleado administrativo estaban sentados ante una mesa repleta de papelotes y colocada en el patio, a la sombra de un muro. Las autoridades llamaban a los presos uno a uno, los examinaban, los interrogaban y los iban anotando.

La mesa estaba ya iluminada a medias por el sol; el calor crecía y se hacía sofocante, a consecuencia de la falta de viento y del vapor que se desprendía de la muchedumbre de los presos.

¡Pero esto no acabará jamás! exclamó el jefe del convoy, un mocetón alto y vigoroso, de rostro rubicundo, anchos hombros y brazos cortos que no dejaba de ahumarse de tabaco el bigote que le cubría el labio. ¡Me abruman ustedes! ¿Dónde habéis atrapado tantos? ¿Quedan todavía muchos?

El escribiente consultó su registro:

Todavía veinticuatro hombres, y las mujeres.

Bueno, ¿qué pasa? ¿Por qué os habéis parado? ¡Avanzad! gritó el oficial a los presos a los que no se había examinado aún y que se amontonaban. Estaban allí desde hacía tres horas, en las filas, a pleno sol, aguardando su turno.

Mientras en el interior se procedía a esta operación, ante la puerta principal de la cárcel estaba, como siempre, un centinela con el fusil al hombro. En la placita había una veintena de carritos destinados a transportar los efectos de los presos y a conducir a la estación a los débiles y a los enfermos. En la esquina de la cárcel, un grupo de parientes y de amigos aguardaba la salida de los deportados para volverlos a ver por última vez y entregarles lo que pudieran. Nejludov se incorporó a aquel grupo.

Permaneció ante la puerta casi una hora. Por fin percibió cómo llegaban del interior de la cárcel ruidos de pasos y de cadenas, las voces de las autoridades, toses y el murmullo confuso de una multitud numerosa. Aquello duró cinco minutos, durante los cuales los guardianes no cesaron de aparecer a la puerta, para desaparecer acto seguido.

Luego se oyó una orden; la puerta se abrió con estrépito, el ruido de las cadenas se acentuó, y un destacamento de soldados, vestidos con guerreras blancas, con el fusil al hombro, vino a formar a los dos lados de la puerta un amplio semicírculo. Luego resonó una nueva voz de mando, y, dos a dos, empezaron a salir los presos tocados con gorras planas comes tortas, colocadas sobre sus rapadas cabezas, el saco a la espalda, arrastrando los pies cargados de hierros, balanceando un brazo y sujetando con la otra mano la extremidad del saco que colgaba tras sus hombros. Primero avanzaron los forzados, uniformemente vestidos de gris con pantalones y capotes, estos últimos con una mochila a la espalda. Todos, jóvenes, viejos, delgados, altos, pálidos, sonrosados, morenos, bigotudos, barbudos, imberbes, rusos, tártaros, judíos, salían haciendo resonar sus cadenas y balanceando el brazo como si se preparasen para una larga marcha. Pero, después de una docena de pasos, se detuvieron con sumisión y se pusieron en columna de a cuatro. En pos de ellos venían otros hombres análogamente vestidos a igualmente rapados, pero no tenían hierros en los pies, sino esposas en las muñecas: eran los condenados a deportación. Con el mismo aire desenvuelto, salieron, se detuvieron y se colocaron de a cuatro en fondo. Luego venían los condenados por las comunidades locales. Por fin, en el mismo orden, las mujeres: primeramente las condenadas a trabajos forzados, con capotes grises carcelarios y pañuelos a la cabeza; luego las deportadas y por último las mujeres que partían voluntariamente para seguir a sus maridos y que iban vestidas con sus ropas de ciudad o de campo. Varias llevaban niños en brazos. Otros niños y niñas caminaban a pie, apretándose contra los presos, como potrillos jóvenes en una manada de caballos. Los hombres permanecían silenciosos, cambiando apenas una palabra de vez en cuando. Entre las hileras de las mujeres había por el contrario un incesante ruido de voces.

A la salida, Nejludov creyó reconocer a Maslova, pero la perdió pronto de vista y no distinguió ya sino una masa confusa de criaturas vestidas de gris, todas semejantes, todas privadas igualmente de apariencia humana, sobre todo de feminidad, y que, con los niños, con el saco a la espalda, se colocaban detrás de los hombres.

Aunque ya hubieran contado a los deportados en el patio de la cárcel, los soldados de la escolta se pusieron a contarlos de nuevo, repasando las listas que les habían entregado. Esta comprobación duró bastante tiempo, porque ciertos presos cambiaban de sitio y perturbaban así el recuento. Los soldados injuriaban y empujaban a los presos, sumisos pero llenos de odio, y proseguían su comprobación. Cuando el recuento hubo terminado, el oficial del convoy dio una orden, y un cierto tumulto agitó a la multitud. Los enfermos, hombres y mujeres, y los niños, salieron de las columnas y se precipitaron hacia los carros para instalarse en ellos cerca de los sacos. En estos carritos, en confusión, las madres amamantaban a sus hijos; los mayorcitos, alegres, se peleaban por los puestos, en medio de los enfermos, sombríos y tristes.

Algunos otros presos, destocados, se acercaron a hablarle al oficial encargado del convoy. Nejludov se enteró posteriormente de que le habían pedido permiso para subir a los carros. Sin mirarlos, el oficial aspiró el humo de su cigarrillo y, de pronto, alzó la mano sobre uno de ellos, quien encogió la cabeza entre los hombros para esquivar el golpe y luego dio un salto atrás.

¡Vas a ver cómo te hago noble 22! ¡Vas a acordarte! ¡Llegarás muy bien a pie! gritó el oficial.

Únicamente un alto anciano todo tembloroso, cargado de hierros, fue admitido a hacer el trayecto en coche. Se quitó su gorra plana, hizo la señal de la cruz, depositó su saco en un carrito y durante mucho tiempo estuvo haciendo esfuerzos para subir él mismo, estorbado como estaba por sus hierros. Desde el vehículo, una mujer lo ayudó a subir agarrándolo por los brazos.

Una vez llenos los carros, el oficial se quitó la gorra, se secó con el pañuelo la frente, el calvo cráneo y el grueso cuello rojo, a hizo la señal de la cruz.

¡En marcha el convoy! ordenó.

Resonó un ruido de báculos; los presos, quitándose sus gorras, se persignaron, algunos con la mano izquierda; los parientes y los amigos les gritaron sus adioses, a los que respondieron; de las columnas de las mujeres se elevaron lamentaciones, y el cortejo, flanqueado por los soldados de blancas guerreras, se puso en movimiento, levantando el polvo a cada paso de las piernas cargadas de cadenas. A la cabeza, detrás de los soldados, caminaban los condenados a trabajos forzados; luego, los deportados; después, los condenados por las comunidades, las esposas en las muñecas y por parejas, y luego las mujeres. Por último, cuatro a cuatro, los carros cargados de sacos y de enfermos cerraban el cortejo, y en uno de ellos iba sentada una mujer toda arrebujada que sin descanso chillaba y sollozaba.

XXXV

El cortejo era tan largo, que ya las primeras filas habían dado la vuelta a la esquina de la calle cuando los carros se pusieron en movimiento. Nejludov volvió a subir entonces a su coche y dio orden al cochero de avanzar lentamente, para ver si, entre los hombres, había presos a los que conociera, y, entre las mujeres, para localizar a Maslova y preguntarle si había recibido los efectos que él le había enviado.

вернуться

22Independientemente de los enfermos autorizados, los deportados políticos de origen noble tenían derecho a realizar el traslado en coche. N. del T.