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Sin duda, siempre hubo y siempre seguirá habiendo errores judiciales. La justicia humana no puede tener aspiraciones de ser infalible.

Y además, en su mayoría, los condenados son inocentes, porque, criados en determinados medios, no consideran criminales los actos que han cometido.

Perdón; eso no es exacto. Cualquier ladrón sabe muy bien que el robo no es una buena acción, que no debe robar, que es inmoral robar dijo Ignaty Nikiforovitch con aquella misma sonrisa tranquila, segura y desdeñosa, que tanto irritaba a Nejludov.

¡No, no lo sabe! Le dicen que no robe, pero él ve y sabe que sus patronos le roban su trabajo o no le pagan bastante; que el gobierno, con todos sus funcionarios, le roba en forma de impuestos.

¡Eso es anarquismo! dijo Ignaty Nikiforovitch, definiendo así, con impasibilidad, el sentido de las palabras de su cuñado.

Poco me importa cómo se llame lo que digo, pero lo que digo es lo que es replicó Nejludov. Ese hombre sabe que el gobierno le roba; sabe que nosotros, los propietarios rústicos, le hemos robado desde hace mucho tiempo, despojándolo de su tierra, que debería ser propiedad común. Y cuando, después de eso, coge en nuestros bosques algunas ramas de leña muerta para encender su fuego, lo metemos en la cárcel, haciéndole creer que es un ladrón. Pero él sabe que no es él el ladrón, sino el que le ha robado a él la tierra, y, con respecto a su familia, considera como un deber cualquier restitución de la cosa robada.

No le comprendo a usted, o más bien, no estoy de acuerdo con usted. La tierra tiene que ser forzosamente propiedad de un dueño. Si hoy la reparte usted en panes iguales, mañana habrá ido a parar a los más trabajadores y a los más hábiles dijo Ignaty Níkiforovitch, seguro esta vez de que Nejludov era un socialista; no menos seguro de que la doctrina socialista consiste en el reparto igual de la tierra entre todos, que es perfectamente estúpida y que esa teoría es fácil de refutar.

Pero nadie le está hablando a usted de repartir la tierra en partes iguales. La tierra no debe pertenecer a nadie y no debe ser un objeto de venta ni de compra ni de arriendo.

Él derecho de propiedad es natural al hombre. Si no existiera, nadie se preocuparía de cultivar el suelo. Suprimir el derecho de propiedad es volver inmediatamente al estado salvaje declaró con autoridad Ignaty Nikiforovitch, repitiendo el conocido argumento a favor de la propiedad rústica, argumento considerado como irrefutable, porque la principal razón de la propiedad rústica es la sed de poseer.

Al contrario, el suelo no estaría en barbecho como lo está hoy, puesto que los propietarios rústicos, que no saben cultivarlo ellos mismos, al menos no impedirían trabajarlo a los que saben.

Escuche, Dmitri Ivanovitch; lo que usted dice es absolutamente desatinado. ¿Es posible, en nuestra época, suprimir el derecho de propiedad? Ya sé que es la manía de usted. Pero permítame decírselo francamente...

De pronto, el rostro de Ignaty Nikiforovitch se había puesto completamente pálido, y su voz había empezado a temblar. Sin duda alguna, aquella cuestión lo afectaba de modo especial.

Con toda sinceridad, le aconsejaría que reflexionase aún sobre sus proyectos antes de llevarlos a la práctica.

¿Quiere usted hablar de mis asuntos personales?

Sí, estimo que todos nosotros, los que ocupamos una cierta situación, debemos asumir los deberos que de la misma se derivan para nosotros. Debemos conservar las condiciones de existencia que resultan de nuestro nacimiento, que nuestros padres nos han legado y que es nuestro deber transmitir a nuestros descendientes...

Yo considero como deber mío...

Permítame dijo Ignaty Nikiforovitch sin dejarse interrumpir. Mi interés, o el de mis hijos, no tienen nada que ver con lo que le estoy diciendo. La suerte de ellos está asegurada y, en cuanto a mí, gano lo suficiente para vivir con holgura. Por eso mi protesta contra la conducta de usted, insuficientemente meditada, permítame decírselo; no puede tener por motivo un interés personal, sino una convicción de principio y, por consiguiente, yo no sabría compartir su manera de ver las cosas. Le ruego, pues, que reflexione un poco más, que lea...

Le agradeceré que me deje resolver mis asuntos por mi cuenta, así como el saber lo que me hace falta o no me hace falta leer dijo Nejludov palideciendo. Sintió que las manos se le ponían frías y que no era ya dueño de sí. Se calló y se puso a beber su taza de té.

XXXIII

Bueno, ¿y los niños? preguntó Nejludov a su hermana, después de haber recobrado un poco la calma.

Ella respondió que los niños se habían quedado con su abuela paterna; y, encantada de que hubiese cesado la discusión de su hermano con su marido, contó como sus hijos jugaban a los viajes con sus muñecas, exactamente como Nejludov jugaba, en su infancia, con su negro y una muñeca a la que él llamaba «La Francesa».

¿Todavía te acuerdas de eso? dijo Nejludov sonriendo.

Sí, y precisamente ellos juegan de la misma manera.

La impresión penosa había desaparecido. Natalia, tranquilizada, pero queriendo evitar hablar delante de su marido de cosas que sólo ella y su hermano comprendían, encauzó la conversación sobre la desgracia de la señora Kamensky, quien había perdido en duelo a su hijo único.

Ignaty Nikiforovitch desaprobó las costumbres que permiten que un homicidio en duelo esté excluido de la categoría de los crímenes de derecho común.

Este comentario provocó una réplica de Nejludov, y de nuevo se enzarzó una discusión en la que ninguno de los dos adversarios pudo expresar todo su pensamiento, y cada uno permaneció con sus convicciones opuestas a las del otro.

Ignaty Nikiforovitch comprendía que Nejludov desaprobaba y despreciaba sus ocupaciones; y, por su parte, tenía el mayor interés en demostrarle la injusticia de esa desaprobación. A Nejludov, a su vez, lo irritaba ver como su cuñado se mezclaba en sus asuntos, aunque, en el fondo de su corazón, reconocía que, en tanto que herederos suyos, su cuñado, su hermana y los hijos de ambos tenían derecho a hacerlo. Pero lo que más lo irritaba era la seguridad y la suficiencia con que aquel hombre obtuso se empeñaba en admitir como razonables unos principios que él, Nejludov, consideraba absurdos a incluso criminales.

Entonces, ¿qué debería hacer la justicia? preguntó.

Pues condenar al duelista superviviente a trabajos forzados como a un simple homicida.

Nejludov sintió enseguida que las manos se le ponían frías, y dijo con irritación:

¿Y qué objeto tendría eso?

Sería sencillamente justo.

¡Como si la organización judicial que existe ahora tuviera algo que ver con la justicia! dijo Nejludov.

Pues ¿qué otro fin tiene, si no?

Mantener los intereses de castas. Para mí, la justicia es simplemente un medio administrativo para conservar el actual orden de cosas, beneficioso para nuestra clase.

He aquí un punto de vista muy nuevo respondió Ignaty Nikiforovitch con su tranquila sonrisa. Por lo general, se atribuye a la justicia un papel muy distinto...

En teoría, pero no en la práctica: me he dado cuenta muy bien. Nuestros tribunales no sirven más que para mantener a la sociedad en su estado presente; resulta de ello que persiguen y castigan lo mismo a quienes están por encima del nivel común y quieren elevarlo, aquellos a quienes se llama criminales políticos, que a los que están por debajo, aquellos a quienes se llama criminales natos.

Primeramente, no puedo estar de acuerdo en que a los criminales políticos se les castigue porque estén por encima del nivel medio. En su mayor parte son desechos de la sociedad tan pervertidos, aunque de otra manera, como los tipos criminales que usted coloca por debajo del nivel medio.

Y yo conozco a hombres incomparablemente superiores a sus jueces. Todos los afiliados a sectas son gente de una moralidad absoluta, de una firmeza...