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La idea de que él sospechase que había cometido alguna villanía en la enfermería la atormentaba infinitamente más que la noticia de que no tendría más remedio que cumplir su condena de trabajos forzados.

XXX

Como Maslova podía quedar incluida en el primer convoy para Siberia, Nejludov se preparaba, pues, para la marcha. Pero tenía que arreglar algunos asuntos, tan numerosos aún, que, por mucho tiempo que le quedase, dudaba poder rematarlos todos.

La situación era completamente distinta a la de otros tiempos. Antes, en efecto, le habría costado trabajo encontrar algo con lo que ocuparse; y todas sus ocupaciones no tenían más que un solo y único objeto: Dmitri Ivanovitch Nejludov. Y aunque se concentrasen sobre Dmitri Ivanovitch, sus ocupaciones le parecían fastidiosas. Ahora, por el contrario, esas ocupaciones no tenían ya por objeto a Dmitri Ivanovitch, sino a los demás hombres; y sin embargo le interesaban, y le apasionaban, y su número era considerable.

Más aún: antes, los asuntos de Dmitri Ivanovitch provocaban siempre en él despecho a irritación, en tanto que ahora los problemas de los demás lo ponían casi siempre en un estado de ánimo alegre.

Había cuatro asuntos en los que se ocupaba actualmente, y, con sus hábitos de orden un poco pedantescos, había dividido y clasificado los temas en cuatro cartapacios.

El primer asunto concernía a Maslova y a los medios para poder acudir en su ayuda. Consistía actualmente en las gestiones que había que hacer para apoyar el recurso de gracia, y en los preparativos del viaje a Siberia.

El segundo asunto se refería a la organización de sus propiedades. En Panovo, Nejludov había cedido sus tierras a los campesinos, con la condición de pagar una renta destinada a las propias necesidades generales de ellos mismos. Mas, para sancionar esta cesión, tenía aún que redactar y firmar el contrato y su testamento. En Kuzminskoie había dejado las cosas en el estado en que se encontraban cuando salió de allí, es decir, que la renta de la tierra debía pagársele a él mismo. No le quedaba más que fijar los plazos, así como la parte que guardaría para él y la que dejaría a los mujiks. Ignorando los gastos que exigiría su viaje a Siberia no podía decidirse, por el momento, a abandonar sus ingresos, aunque los hubiese reducido a la mitad.

La tercera ocupación era la ayuda que podría aportar a los presos, cada vez más numerosos, que se dirigían a él. Al principio, en cuanto le solicitaban su apoyo, se ponía inmediatamente con celo a hacer gestiones en favor de ellos. Pero después, el número se hizo tan grande, que había comprendido la imposibilidad de acudir en ayuda de cada uno de ellos por separado. Así, fue llevado al cuarto asunto, que, en aquellos últimos tiempos, lo tenía más preocupado que todos los demás.

Se trataba de saber por qué y cómo había podido nacer aquella extraña institución llamada el tribunal criminal, el cual tiene como consecuencia las cárceles, a cuyos inquilinos él había aprendido a conocer en parte, y todos los lugares de detención, desde la fortaleza de Pedro y Pablo hasta la isla de Sajalín, donde languidecían cientos de millares de victimas de esa ley de criminalidad, tan sorprendente para él.

De sus relaciones personales con los presos, de los informes suministrados por el abogado, por el capellán, por el director de la cárcel y también por listas de presos, Nejludov había extraído la conclusión de que el conjunto de los detenidos calificados de criminales podía dividirse en cinco categorías.

A la primera pertenecían aquellos que eran claramente inocentes, víctimas de errores judiciales, como el falso incendiario Menchov, Maslova y otros. Según el capellán, el número era bastante reducido, de un siete por ciento aproximadamente; pero, en cambio, su situación era de las más acongojadoras.

La segunda categoría comprendía a los hombres condenados por crímenes cometidos en circunstancias especiales: furor, celos, embriaguez, etcétera, actos de los cuales sus jueces se habrían sin duda hecho culpables si se hubieran encontrado en los mismos casos. En proporción, estas gentes eran numerosas, más de la mitad, según el cálculo de Nejludov.

En la tercera categoría se encontraban los hombres condonados por actos no culpables, incluso buenos a sus ojos, pero considerados criminales por los hombres encargados de elaborar y de aplicar las leyes. Así, los que habían vendido aguardiente de contrabando y los que habían robado hierba o leña en propiedades públicas o privadas. Igualmente pertenecían a esa categoría los montañeros del Cáucaso, acostumbrados al pillaje, y los irreligiosos, desvalijadores de iglesias.

En la cuarta categoría podían alinearse aquellos a los que se había condenado únicamente porque su valor moral era superior al valor moral medio de la sociedad. Así, los miembros de diferentes sectas religiosas, lo mismo que los polacos y los quirguices, que defendían su independencia; y también los detenidos políticos, socialistas y huelguistas, condenados por insubordinación contra la autoridad. La proporción de estos miembros, los más nobles de la sociedad, era muy grande, como había podido comprobar Nejludov.

En fin, la quinta categoría abarcaba a desgraciados infinitamente menos culpables para con la sociedad de lo que ella lo era para con ellos por haberlos abandonado y deprimido por una constante opresión; así el joven de las alfombras y centenares de casos semejantes, llevados casi sistemáticamente por las condiciones de su existencia al acto que se consideraba criminal. La prisión contenía gran cantidad de ladrones y de homicidas de esta categoría, en la que Nejludov incluía igualmente a esas gentes fundamental y naturalmente pervertidas, llamadas «criminales natos» por una nueva escuela y cuya existencia sirve de justificación a los defensores de la necesidad del código y del castigo. Estas muestras del supuesto tipo criminal, anormal y perverso, eran, para Nejludov, hombres menos culpables para con la sociedad de lo que ésta lo era para con ellos, tanto más cuanto que, siéndolo para con ellos, lo había sido ya para con sus padres y sus abuelos.

Así, Nejludov había tenido ocasión de entablar conocimiento en la cárcel con un ladrón reincidente llamado Ojotin. Hijo natural de una prostituta, criado en el hospicio y no habiendo seguramente encontrado, hasta los treinta años, a un hombre dotado de sentimientos morales superiores a los de un agente de policía, se había afiliado desde su juventud a una banda de ladrones. Pero a pesar de eso tenía un cierto talento de cómico que le granjeaba simpatías. Aun solicitando la protección de Nejludov, no podía abstenerse de burlarse de él mismo y de sus compañeros, de los jueces y de la cárcel y de todas las leyes humanas y divinas.

Otro detenido, Fedorov, guapo muchacho, había matado, a la cabeza de una banda, a un viejo funcionario. Era un campesino cuyo padre había sido desposeído injustamente de su casa. Luego, estando en el regimiento, había sufrido por haber amado a la querida de un oficial. Era una naturaleza ardiente y simpática, siempre ávida de goces; en el curso de su existencia no había visto una sola vez a hombres preocupados de otra cosa que de gozar ni había oído decir que para el hombre hubiese otra cosa que el placer.

Nejludov había visto claramente que aquellas dos naturalezas estaban pervertidas por haber sido descuidadas, como plantas a las que se abandona y se atrofian. Había visto también a un vagabundo y a una presa, repulsivos por su embrutecimiento y su casi crueldad; pero en ninguno de ellos habría podido reconocer a ese «tipo criminal» imaginado por la escuela italiana; no veía en ellos más que a seres personalmente antipáticos, en la misma proporción que los que veía en libertad, de frac, con uniforme o con encajes.

La preocupación de Nejludov consistía, pues, en estudiar las causas del encarcelamiento de estas diversas categorías de individuos, comparados con otros hombres, semejantes en todos los aspectos, que se pasean libremente y que llegan incluso a juzgar a los primeros.