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Ahora, con un defensor como Nejludov, que tenía poderosas relaciones en Petersburgo, el asunto podía ser presentado al soberano con una luz particular, que haría resaltar la crueldad de la medida; o bien la prensa extranjera podría apoderarse del escándalo. Por eso su resolución fue rápida.

¡Buenos días! dijo con aire de hombre muy ocupado, recibiendo a Nejludov de pie y abordando inmediatamente la cuestión. Conozco este desgraciado asunto. Apenas he leído los nombres, me he acordado de todos los detalles, dijo, tomando la solicitud y mostrándosela a Nejludov. Le agradezco mucho que me lo haya recordado. Estas autoridades provinciales han cometido un exceso de celo.

Nejludov guardaba silencio. Con un sentimiento de hostilidad, miraba la máscara impasible de aquel rostro descolorido.

Y daré orden de que se deje en suspenso la medida para que esas personas puedan volver a sus casas.

¿Es inútil entonces enviar esta súplica?

En absoluto. ¡Yo se lo prometo! dijo, recalcando la palabra «yo», convencido de que su lealtad y su palabra eran los fiadores más seguros. Por lo demás, voy a escribirlo inmediatamente. Haga el favor de sentarse.

Se puso a la mesa y empezó a escribir. Nejludov, quien se había quedado en pie, dominaba con su mirada el cráneo estrecho y calvo de Toporov, su gran mano venosa que guiaba rápidamente la pluma, y se preguntaba por qué este hombre indiferente a todo y a todos hacía lo que estaba haciendo. ¿Por qué?

¡Bueno, ya está! dijo Toporov, cerrando el sobre. Anuncie esto a sus clientes añadió, plegando sus labios en una sonrisa forzada.

¿Por qué se ha hecho entonces sufrir a esta pobre gente?, preguntó Nejludov, recogiendo el sobre.

Toporov levantó la cabeza y sonrió como si la pregunta de Nejludov le causara agrado.

Eso no puedo decírselo. Lo único que puedo responderle es que los intereses del pueblo, confiados a nuestra custodia, son tan importantes, que un celo exagerado en las cuestiones de fe es menos peligroso y menos perjudicial que una indiferencia exagerada respecto a estas mismas cuestiones que se propagan en los últimos tiempos.

Pero, entonces, ¿cómo se puede, en nombre de la religión, olvidar los principios fundamentales del bien? ¿Cómo se puede separar a los miembros de una misma familia?

Toporov continuaba sonriendo con condescendencia, como si encontrara encantador lo que le decía Nejludov. Dijera éste lo que dijese, él, desde lo alto de la posición social donde creía dominar, lo habría encontrado siempre encantador, pero obtuso.

Desde el punto de vista de la humanidad particular, eso puede en efecto parecer así; pero desde el punto de vista de los intereses del Estado, la cuestión se presenta muy distinta. Por lo demás, tengo mucho gusto en saludarle dijo Toporov inclinando la cabeza y tendiendo la mano.

Nejludov la estrechó y salió sin decir nada, muy poco satisfecho por haber tenido que estrechar aquella mano.

«¡Los intereses del pueblo! se decía, repitiendo las palabras de Toporov. ¡Tus intereses, los tuyos solamente!» Y volviendo a ver en su espíritu aquella cantidad de gentes sometidas a la acción de las instituciones que administran la justicia, sostienen la fe y educan al pueblo, desde la tabernera castigada por haber vendido aguardiente sin licencia, y el niño por su robo, y el vagabundo por su vagabundeo, y el incendiario por haber prendido fuego, y el banquero por dilapidación, hasta esa desgraciada Lidia encarcelada simplemente porque se le pedían sacar informes útiles, hasta los sectarios, por su oposición a la ortodoxia, y a Gurkevitch por su deseo de una constitución, Nejludov comprendió con una claridad perfecta que todos aquellos hombres habían sido cogidos, encarcelados y deportados no porque quebrantaban la justicia o violaban la ley, sino simplemente porque impedían a los funcionarios y a los ricos poseer la fortuna extraída en perjuicio del pueblo.

Y esto se lo impedían tanto la tabernera que traficaba sin licencia como el ladrón que erraba por la ciudad, y Lidia con sus proclamas, los sectarios que destruían las supersticiones, y Gurkevitch con sus sueños de parlamentarismo. Así Nejludov veía muy claramente que todos aquellos funcionarios, desde el marido de su tía, los senadores y los Toporov, hasta los pequeños señores limpios, correctos, sentados ante sus mesas en los ministerios, no se turbaban en absoluto por el hecho de que, en aquel orden de cosas, tuviesen que sufrir inocentes, sino que se preocupaban sólo de la manera de hacer desaparecer a los adversaros.

Lo mismo que, para extirpar una parte gangrenada, los cirujanos se ven obligados a cortar en la carne fresca, así, lejos de observar el principio de absolución de diez culpables para evitar condenar a un inocente 21, se ponía fuera de la ley a diez personas inofensivas para llegar a castigar a un solo individuo verdaderamente peligroso.

Esta explicación de todo lo que ocurría en torno de él le parecía a Nejludov muy simple y muy clara; pero precisamente esta simplicidad y esta claridad lo llevaban a dudar de su exactitud. Era imposible que un fenómeno tan complicado pudiese tener una explicación a la vez tan simple y tan espantosa; era imposible que todas aquellas palabras sobre la justicia, el bien, la ley, la fe, Dios, etcétera, no fuesen más que palabras que ocultaban una venalidad y una crueldad flagrantes.

XXVIII

Nejludov se habría ido de Petersburgo muy gustosamente aquella misma tarde, pero le había prometido a Mariette ir a verla al teatro. Y aunque pensaba que no debía hacerlo, se mentía a sí mismo, con el pretexto de que estaba comprometido por la palabra dada. «¿Puedo resistir sus encantos? Voy a probarlo por última vez», se decía con poca sinceridad.

Después de ponerse el frac, llegó al teatro cuando empezaba el segundo acto de la eterna Dama de las camelias, donde la actriz de turno acababa de mostrar la nueva manera como deben morir las mujeres tuberculosas.

El teatro estaba abarrotado, pero en seguida le indicaron a Nejludov el palco de Mariette, con un respeto particular hacia quien lo había preguntado. En el pasillo había un lacayo con librea que saludó a Nejludov con aire de conocimiento y le abrió la puerta del palco.

Todos los palcos estaban ocupados, con los espectadores sentados o de pie, y, sobre la barandilla, espaldas de mujeres; en el patio de butacas, cabezas blancas, grises, calvas, rizadas, llenas de pomada. Las miradas de toda aquella concurrencia convergían en una contemplación unánime hacia una actriz delgada y huesuda, vestida de seda y de encajes, quien, con contorsiones amaneradas y una voz afectada, declamaba un monólogo. Se dejó oír un «chist» cuando Nejludov entró y las dos corrientes de aire, una caliente y otra fría, le golpearon en el rostro. En el palco de Mariette se encontraban una dama con mantilla roja y enorme rodete, y dos hombres: el general, esposo de Mariette, un hombre apuesto, vigoroso, de rostro impenetrable y severo, de nariz ganchuda y de pecho bombeado, relleno de algodón, a lo militar; el otro, rubio, de cabellos ralos, con un mentón hendido, afeitado, entre dos solemnes patillas. Mariette, graciosa, fina, elegante, escotada, dejando ver sus firmes y musculosos hombros, con un lunar apuntándole a la base del cuello, se volvió inmediatamente hacia Nejludov y, señalándole con el abanico una silla vacía detrás de ella, tuvo para él una sonrisa acogedora, agradecida y significativa. Su marido, tranquilo como siempre, miró a Nejludov a inclinó la cabeza. En la mirada que cambió con su mujer se reconocía claramente que él era el dueño, el propietario de una mujer bonita.

Acabado el monólogo, el teatro retumbó con los aplausos.

Mariette se levantó y, sujetando con una mano su falda de seda, pasó al fondo del palco para presentar a Nejludov a su marido.

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21Precepto de la emperatriz Catalina II.