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«¿Y qué hacer ahora? se preguntaba. ¿Estoy todavía ligado a ella? ¿O bien su conducta no ha roto ya todos los vínculos?»

Pero apenas se formuló esta pregunta, comprendió que abandonar a Maslova era castigarse a sí mismo y no a ella. Y esa idea lo espantó.

«¡No, lejos de modificar mi resolución, este incidente no puede más que reforzarla! Que ella haga lo que le sugiera su estado de ánimo. Se ha hecho cortejar por el ayudante del cirujano. Bueno, eso es asunto de ella. El asunto mío es el de obedecer la voz de mi conciencia. Ahora bien, mi conciencia exige el sacrificio de mi libertad por el rescate de mi pecado. Mi decisión de casarme con ella, aunque sea ficticiamente, y seguirla a donde quiera que vaya, continúa inquebrantable», se dijo con obstinación irritada, dirigiéndose con paso firme hacia la puerta principal de la prisión.

Rogó al guardián de servicio que avisase al director que deseaba ver a Maslova. Pero aquel hombre, que lo conocía ya, le respondió comunicándole una gran noticia: el capitán había pedido su retiro, y otro director mucho más severo acababa de reemplazarlo.

¡Oh, lo derechas que se han puesto las cosas ahora! añadió el guardián. Él no está lejos de aquí; ahora van a anunciarlo a usted.

En efecto, el director estaba en la cárcel y acudió pronto a recibir a Nejludov. Era un hombre alto y delgado, de pómulos salientes, adusto y de movimientos lentos.

Imposible ver a los presos excepto en las horas de visita reglamentaria dijo a Nejludov sin mirarlo.

Es que quisiera que firmase una súplica dirigida al poder supremo.

Puede usted entregármela.

Tengo una necesidad imprescindible de ver personalmente a la reclusa. Antes, siempre se me permitía.

Eso era antes dijo el director lanzando sobre Nejludov una mirada rápida.

Pero es que tengo una autorización del gobernador replicó Nejludov sacando su cartera.

Permítame dijo entonces al director.

Agarró el papel entre sus largos dedos huesudos, cuyo índice estaba adornado con una sortija, y lo leyó lentamente.

Sírvase pasar al despacho dijo.

El despacho estaba desierto. El director se sentó ante una mesa y se puso a hojear papeles con la intención evidente de asistir a la entrevista, Habiéndole preguntado Nejludov si podría ver igualmente a una detenida política, Bogodujovskaia, respondió con tono cortante que era imposible.

Las entrevistas con los presos políticos están prohibidas declaró, engolfándose en la lectura de sus papelotes.

Nejludov, quien tenía en el bolsillo la carta para Bogodujovskaia, se sintió en la situación de un hombre cogido en falta, cuyos planes se ven descubiertos a inutilizados.

Cuando Maslova entró en el despacho, el director levantó la cabeza y, sin mirar a Nejludov ni a ella, se limitó a decir:

Pueden ustedes empezar.

Y se hundió de nuevo en sus papelotes.

Maslova llevaba su antiguo vestido carcelario: falda y camisola blanca y el pañolón a la cabeza. La expresión fría y hostil de los rasgos de Nejludov la hizo enrojecer y, agarrando el borde de su camisola, bajó los ojos. Para Nejludov, su turbación sirvió para confirmar el relato del portero.

Con todo su corazón habría deseado tratarla de la misma manera que antes. Pero ella le repugnaba tanto, que no pudo, como quería, tenderle la mano.

Le traigo una mala noticia le dijo con una voz tranquila, pero sin mirarla. Han rechazado su solicitud.

Lo sabía de antemano respondió ella con una voz rara, como si se ahogase.

En otros tiempos, Nejludov le habría preguntado por qué decía eso; esta vez, no pudo más que mirarla. Y vio sus ojos llenos de lágrimas.

Pero, lejos de enternecerlo, aquella visión no hizo más que exasperarlo contra ella.

El director se levantó y se puso a caminar por la estancia.

A pesar de su irritación, Nejludov creyó que era su deber expresarle su pesar a Maslova respecto a la negativa del Senado.

No se desespere usted dijo. Se puede contar todavía con el recurso de gracia, y espero que...

¡Oh, no es eso...! respondió ella mirándolo con sus húmedos ojos que bizqueaban un poco.

¿Qué es entonces?

Usted habrá ido a la enfermería y probablemente le habrán hablado de mí...

Bueno, pero eso es asunto suyo replicó fríamente Nejludov.

Al hablar de la enfermería, ella había despertado en él, con una nueva fuerza, la sensación escocedora de su orgullo ofendido. «Yo, un hombre de mundo con el que la joven hija de la mejor familia se sentiría dichosa de casarse, he ofrecido el casamiento a esta mujer y, no pudiendo esperar, se ha dejado cortejar por un ayudante de cirujano», pensaba mirándola con verdadero odio.

Tenga, he aquí la súplica que debe firmar dijo él, colocando sobre la mesa una gran hoja de papel que acababa de sacarse del bolsillo.

Con un pico de su pañolón, Maslova se enjugó las lágrimas y, habiéndose sentado ante la mesa, preguntó dónde debía firmar.

Él le mostró el sitio; mientras ella escribía, Nejludov, en pie ante ella, observaba su espalda inclinada, sacudida de vez en cuando por sollozos reprimidos.

Y en su alma luchaban los buenos y los malos sentimientos: su orgullo ofendido y su lástima por el sufrimiento de aquella mujer. Y este último sentimiento triunfó.

¿Qué pasó en su alma, antes y después? ¿La compadeció primero con su corazón o se acordó ante todo de sus propios pecados, de aquella misma villanía que le reprochaba? Ya no sabía nada. Pero de pronto, y al mismo tiempo, se sintió culpable y se puso a compadecerla.

Ella, mientras tanto, había acabado de escribir, y habiéndose secado en la falda los dedos manchados de tinta, se levantó y lo miró.

¡Pase lo que pase, nada hará cambiar mi resolución! le dijo Nejludov.

Al pensar que la perdonaba, sentía crecer aún más su piedad, su ternura por ella, y experimentó la necesidad de consolarla.

Haré lo que le dije. Adonde quiera que la envíen, la seguiré.

¡Es inútil! respondió ella vivamente, tranquilizándose.

Y piense usted en lo que necesitará para el viaje.

Creo que nada de particular. Gracias.

Habiéndose acercado a ellos el director, Nejludov no aguardó su invitación, se despidió de Maslova y salió, experimentando un sentimiento hasta entonces desconocido: la alegría dulce, la calma profunda y el amor hacia todos los hombres. Lo que lo alegraba y lo elevaba a una cumbre hasta entonces inaccesible, era la conciencia de que ningún acto de Maslova podría en lo sucesivo modificar su amor hacia ella. «Que se haga cortejar; es asunto suyo. El mío es el de quererla, y no por mí mismo, sino por ella y por Dios.»

En realidad, he aquí cómo Maslova se había hecho cortejar por el ayudante de cirujano y cómo, por esto, había sido expulsada de la enfermería. Enviada un día por la enfermera jefe a buscar té pectoral en la farmacia, situada al extremo de un pasillo, se había encontrado con Ustinov, alto, de rostro lleno de barrillos, quien, desde hacía tiempo, la asediaba con sus galanterías. Como la había agarrado, ella se debatió, rechazándolo de modo tan brusco, que él tropezó contra una repisa, haciendo caer dos frascos, que se rompieron.

El médico jefe, que pasaba por el corredor, oyó el ruido de los cristales, y viendo a Maslova que huía, toda arrebolada, le gritó:

Bueno, madrecita, si te dedicas a hacerte abrazar, pronto tendré que despedirte de aquí. ¿De qué se trata? preguntó el médico al ayudante de cirujano mirándolo severamente por encima de sus gafas.

Éste, con una sonrisa, empezó a justificarse. Pero el jefe no lo dejó acabar; levantó la cabeza para mirarlo, esta vez a través de sus gafas, y se alejó. El mismo día dijo al director de la cárcel que le enviase, en lugar de Maslova, a una ayudante de enfermera más seria.

Eso era lo que había pasado entre Maslova y el ayudante de cirujano. El pretexto de que había tenido tratos con hombres le resultaba particularmente penoso; porque, después de su reencuentro con Nejludov, las relaciones carnales con ellos se le habían hecho odiosas. Pensar que por motivo de su pasado y en su situación actual, todos, incluyendo al ayudante de cirujano lleno de barrillos, podían arrogarse el derecho de ofenderla y de asombrarse de su repulsa, la desolaba hasta el punto de hacerla verter lágrimas de enternecimiento por ella misma. Así, en la oficina, al acercarse a Nejludov, había tenido la firme intención de justificarse a sus ojos de la injusta acusación de la que él debía da estar informado. Pero a las primeras palabras había comprendido que él no la creería y que todas sus excusas no harían más que aumentar sus sospechas; el llanto le había apretado la garganta y se había quedado callada. Maslova continuaba imaginándose que, como ella le había dicho en su segunda visita, no perdonaba a Nejludov y lo odiaba. Pero en realidad había empezado de nuevo desde hacía mucho tiempo a quererlo, y a quererlo con un amor tal, que involuntariamente hacía todo lo que él deseaba: había dejado de beber, de fumar, de coquetear y de negarse a entrar como sirvienta en la enfermería. Todo lo que ella hacía era únicamente porque sabía que era lo que él deseaba. Y si en todas las ocasiones rechazó la oferta de Nejludov de casarse con ella, fue por amor propio y para no ponerse en contradicción con su decisión primera; aquello provenía también de su deseo de repetirle las orgullosas palabras que le había dicho una vez; y sobre todo, porque sabía que su casamiento con él representaría la desgracia de Nejludov. Así, aun estando firmemente resuelta a no aceptar el sacrificio de aquel hombre, la entristecía pensar que él la despreciaba, creyéndola destinada a seguir siendo siempre lo que había sido y que nunca reconocería el cambio que se había operado en ella.