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Desde luego, sin usted, seguramente habría perecido dijo la tía. Le estoy muy agradecida por eso. En cuanto a la razón por la que deseaba verlo era para rogarle que entregase esta carta a Vera Efremovna dijo, sacando un sobre de un bolsillo. No está cerrada: puede usted leerla y romperla si sus opiniones le impiden aprobar su contenido, pero no he escrito en ella nada que pueda ser comprometedor.

Nejludov cogió la carta y, después de haber prometido que la entregaría, se levantó, se despidió y salió. En la calle cerró el sobre sin leer la carta y decidió entregársela a su destinataria.

XXVII

El último asunto que retenía a Nejludov en San Petersburgo era el de los miembros de la secta religiosa, a favor de los cuales tenía la intención de hacer llegar una instancia al zar, por conducto de su antiguo camarada de regimiento el ayudante de campo Bogatyrev.

Fue, pues, a verlo y lo encontró almorzando, dispuesto ya a salir.

Bogatyrev era un hombre bajito y vigoroso, de una fuerza física poco común (era capaz de doblar una herradura), bueno, leal, franco, liberal incluso. A pesar de estas cualidades, era un íntimo de la corte; amaba al zar y a su familia y llegaba, no se sabe cómo, a vivir en aquellas altas esferas no viendo en las mismas más que el lado bueno y sin participar en nada malo ni sucio. No condenaba nunca a los hombres ni los actos; pero, o bien se callaba, o bien hablaba valerosamente, muy alto, casi gritaba lo que quería decir, acompañando a menudo sus palabras con una risa igualmente ruidosa. No lo hacía por táctica, sino porque ése era su temperamento.

Has hecho muy bien en venir. ¿Quieres almorzar? Vamos, siéntate. El bistec es suculento. Yo siempre empiezo y termino por lo substancial. Bueno, por lo menos toma un vaso de vino exclamaba señalando el jarro de vino tinto. Y he pensado en tu asunto. Entregaré la instancia yo mismo, en propias manos; es más seguro. Sin embargo, me he preguntado si no te convendría más ir a ver a Toporov.

Al escuchar aquel nombre, Nejludov frunció las cejas. Su amigo continuó:

Todo depende de él; de un modo a otro, el asunto tiene que pasar siempre por sus manos y tal vez él mismo pueda complacerte.

Puesto que me lo aconsejas, iré.

Perfectamente. Bueno, ¿qué efecto te produce Petersburgo? tronó Bogatyrev.

Me siento hipnotizado.

¡Hipnotizado! repitió Bogatyrev, riéndose a carcajadas. Bueno, ¿de verdad que no quieres tomar nada? Lo que quieras. Se secó el bigote con la servilleta. Entonces irás, ¿eh? Si él no hace nada, me vuelves a traer la instancia y mañana mismo la entregaré clamó. Y, levantándose de la mesa, hizo una amplia señal de la cruz, con el mismo gesto inconsciente con que se había secado la boca; luego se ciñó el sable. Y ahora, adiós, tengo que irme.

Te acompaño dijo Nejludov, estrechando con agrado la mano ancha y fuerte de Bogatyrev; y, como le pasaba cada vez que lo veía, se separó de él en la escalinata de la casa bajo la impresión agradable de algo sano, inconsciente y fresco.

Aunque no esperase nada bueno de su visita a Toporov, Nejludov, siguiendo los consejos de Bogatyrev, se dirigió sin embargo a casa del personaje de quien dependía el asunto de los miembros de la secta.

El puesto que ocupaba Toporov presentaba, por su carácter, una contradicción de la que únicamente no podía darse cuenta un hombre limitado y carente de sentido moral. Toporov poseía estas dos cualidades negativas. Esta contradicción inherente a su cargo era la de sostener y defender, con diversos medios y formas, entre los cuales no se excluía la violencia, a la Iglesia instituida, según la definición de la misma, por el mismo Dios, y que no puede ser derribada ni por las embestidas del infierno ni por ningún esfuerzo humano. Y esta indestructible institución divina era a la que debía sostener y defender la institución humana a la cabeza de la cual se encontraban Toporov y sus funcionarios. Toporov no veía o no quería ver esta contradicción y, además, tenía el grave cuidado de impedir que un cura o un sectario destruyesen esa Iglesia a la cual no podían tambalear todas las embestidas del infierno. Como todos los hombres desprovistos de verdaderos sentimientos religiosos, basados sobre la conciencia de la igualdad y de la fraternidad, estaba convencido de que el pueblo se componía de seres absolutamente distintos de él, a los cuales les hace falta aquello de lo que él mismo podía perfectamente prescindir. En el fondo, era un incrédulo, y encontraba ese estado de ánimo muy cómodo y agradable; pero temía que la gente llegase a ese mismo estado, y, según su expresión, consideraba un deber sagrado impedirlo.

Lo mismo que en un libro de cocina se dice que a las gambas les gusta que las cuezan vivas, estaba perfectamente convencido, y eso no en el sentido figurado del libro culinario, sino al pie de la letra, de que a la gente le gusta ser supersticiosa.

Trataba la religión, cuya defensa tenía encomendada, como el granjero trata la carroña con la que alimenta a sus gallinas: la carroña es muy desagradable, pero a las gallinas les gusta y la comen. Por tanto hay que proporcionársela.

Desde luego, el culto rendido a todos esos iconos de Ileria, de Kazán, Smolensko, es una idolatría de las más groseras, pero a la gente le gusta eso, cree en ellos, y por eso es preciso alimentar esas supersticiones.

Así pensaba Toporov, sin caer en la cuenta de que la gente ama las supersticiones precisamente porque siempre hubo y hay aún hombres crueles como él, Toporov, que, instruidos, emplean sus luces no para ayudar al pueblo a salir de las tinieblas de la ignorancia, sino, al contrario, para hundirlo mejor en ellas.

En el momento en que Nejludov entró en la sala de espera de Toporov, éste hablaba en su despacho con la superiora de un convento, una aristócrata alerta que propagaba y sostenía la ortodoxia en Polonia entre los Uniates 20llevados a viva fuerza a la Iglesia griega.

Un subordinado de Toporov, que se encontraba en la sala de espera, preguntó a Nejludov para qué había venido, y al enterarse de que éste tenía la intención de enviar al soberano una instancia en favor de los sectarios, le preguntó si no podía enseñársela. Nejludov se la tendió, y el empleado entró en el despacho de su jefe. La monja, de alta cofia, con un largo velo y una cola negra no menos larga, juntando sobre el pecho sus blancas manos de uñas bien cuidadas y entre las cuales sujetaba un rosario de topacios, abandonó el despacho y se dirigió hacia la salida. Nejludov seguía aguardando a que lo hicieran pasar.

Toporov leía la súplica y meneaba la cabeza. Se sentía agradablemente sorprendido al observar la redacción clara y firme.

«Si cayese en manos del emperador, podría provocar preguntas desagradables y equívocos», pensó después de haber acabado su lectura; y, depositando el papel en la mesa, tocó el timbre y dijo que hicieran pasar a Nejludov.

Se acordaba del asunto de aquellos sectarios que ya le habían dirigido una petición. He aquí de qué se trataba. Unos cristianos que se habían separado de la ortodoxia habían sido primeramente reprendidos y juzgados luego; pero el tribunal los había absuelto. El arzobispo y el gobernador habían decidido entonces aprovechar el hecho de que el casamiento celebrado conforme a sus ritos era ilegal para deportar a maridos, esposas a hijos, separando a unos de otros. Y eran estos padres, estos hijos, maridos y esposas los que solicitaban estar juntos.

Toporov se acordaba de que al enterarse por primera vez de este asunto había vacilado sobre la solución que convendría darle. Finalmente había pensado que ningún daño había en confirmar la orden de diseminar por diversos lugares a los miembros de una misma familia de estos campesinos. Por otra parte, la estancia de aquéllos en el país natal habría podido tener consecuencias molestas, al arrastrar igualmente al cisma al resto de la población; y, además, este asunto ponía en evidencia el celo del arzobispo. Por eso lo había dejado seguir su curso.

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20Cismáticos de la Iglesia ortodoxa, que reconocen la supremacía del papa aunque conservando el culto exterior del rito griego. N. del T.