Nejludov dijo que iría en seguida y, después de volver a meter la instancia en su cartera, subió a las habitaciones de su tía. Durante el trayecto distinguió por la ventana de la escalera el par de alazanes de Mariette parados delante de la casa; y de pronto sintió en el corazón un hálito de alegría y el deseo de sonreír.
Tocada esta vez con un sombrero claro y ataviada con un vestido de matices diversos, Mariette estaba sentada en una silla cerca de la butaca de la condesa; con una taza de té en la mano, charlaba, brillándole sus hermosos ojos risueños. En el instante en que Nejludov penetró en el salón acababa de decir algo tan gracioso y tan atrevido (Nejludov lo adivinó por su manera de reír), que a la buena condesa bigotuda Catalina Ivanovna la llenó de una alegría loca que sacudía su corpachón de pies a cabeza, mientras Mariette, con una expresión maliciosa, la risueña boca ligeramente contorneada y la cabeza enérgica y gozosa un poco ladeada, examinaba a su amiga sin decir nada.
Por algunas palabras, Nejludov comprendió que hablaban de aquella segunda noticia que acaparaba actualmente las conversaciones de Petersburgo, el episodio del nuevo gobernador siberiano, a propósito del cual Mariette había contado un chiste tan gracioso que provocaba en la condesa aquella hilaridad tan prolongada.
¡Me harás morir de risa! exclamaba entre dos carcajadas.
Después de haberlas saludado, Nejludov se sentó cerca de ellas. Pero apenas había tenido tiempo para tomar a mal la ligereza de Mariette, cuando esta misma, notando la expresión severa de su rostro y deseando agradarle (deseo que le había entrado desde que había vuelto a verlo), modificó no sólo la expresión de su rostro, sino también su disposición de ánimo. Inmediatamente se puso seria, se sintió descontenta de su vida, llena de vagas aspiraciones, y todo esto con sinceridad, sin hipocresía y sin esfuerzo. Por instinto, se puso al unísono del estado de ánimo de Nejludov, aunque ella no habría podido definir exactamente en qué consistía.
Lo interrogó sobre el resultado de sus gestiones, y él contó el fracaso de sus esfuerzos en el Senado y su encuentro con Selenin.
¡Ah, qué alma tan pura! ¡He ahí verdaderamente al chevalier sans peur et sans reproche...! ¡Qué alma tan pura! exclamaron las dos damas, usando aquella designación con la que se conocía a Selenin en la buena sociedad.
¿Cómo es su mujer? preguntó Nejludov.
¿Ella? No quiero juzgarla, pero no lo comprende. ¿Y también él ha sido de los que ha rechazado el recurso? prosiguió Mariette con franca compasión. ¡Es espantoso, y qué lástima me da de ella! añadió con un suspiro.
Nejludov, con un pliegue en la frente y deseoso de cambiar de conversación, habló de Schustova, que acababa por fin de salir de la fortaleza. Después de haber dado las gracias a Mariette por su intervención, se disponía a decir lo horrible que era pensar en lo que había sufrido aquella pobre muchacha y su familia, simplemente porque nadie se había ocupado de ellos. Pero Mariette no lo dejó acabar y ella misma expresó toda su indignación.
¡No me hable usted de eso! exclamó. En cuanto mi marido me dijo que la podían poner en libertad, tuve el mismo pensamiento que usted. ¿Por qué la han detenido entonces, si era inocente? ¡Es indigno, es indigno! repitió, expresando así el pensamiento de Nejludov.
La condesa Catalina Ivanovna se dio cuenta en seguida de que Mariette coqueteaba con su sobrino, y eso la divirtió.
¿Sabes lo que vas a hacer? dijo a Nejludov. Vas a venir con nosotras mañana por la noche a casa de Aline. Estará allí Kieseweter. Y tú también dijo a Mariette. Il vous a remarquécontinuó, dirigiéndose a su sobrino. Insiste en que todas las ideas que me has expuesto y que yo le he comunicado, son a sus ojos un signo excelente y que con toda seguridad no tardarás en venir a Cristo. ¡Es absolutamente necesario que asistas a la velada! Mariette, dile que venga y ven tú también.
Pero, primeramente, condesa, no tengo ningún derecho para darle consejos al príncipe replicó Mariette, cambiando con Nejludov una mirada que la ponía de acuerdo con él sobre la manera de entender las palabras de la condesa y sobre su evangelismo en general. Y además, usted sabe que a mí no me gusta mucho...
Sí, ya lo sé, tú eres diferente de las demás y piensas a tu modo sobre todas las cosas.
¿Cómo a mi modo? Tengo la misma creencia que una simple campesina replicó sonriendo. Por otra parte continuó, mañana voy al teatro francés.
¡Ah! ¿Has visto a esa...? ¿Cómo se llama? preguntó la condesa.
Mariette indicó el nombre de una célebre actriz francesa.
Tienes que ir a verla sin falta. ¡Es asombrosa!
¿A quién debo ir a ver primero, tía? ¿A la actriz, o al predicador? preguntó Nejludov con una sonrisa.
Te lo ruego, no des un doble sentido a mis palabras.
Creo que más vale ir a ver primero al predicador, y después a la actriz continuó Nejludov ; de lo contrario, se podría perder todo el gusto por la predicación.
No, vale más empezar por el teatro y arrepentirse después dijo Mariette.
Bueno, no os burléis de mí. ¡La predicación es la predicación, y el teatro es el teatro! Para salvarse no hay necesidad en absoluto de tener la cara larga de una beata y llorar sin cesar. Lo que hay que tener es fe, y entonces ya se es más que feliz.
Pero, tía, usted predica mucho mejor que cualquier misionero.
A propósito, mire usted dijo Mariette después de un instante de reflexión. Venga mañana a mi palco.
Me temo no poder...
El lacayo interrumpió la conversación para anunciar a la condesa la visita del secretario de una obra de beneficencia de la que ella era presidenta.
¡Oh, qué hombre tan insoportable! Voy a recibirlo un instante en el saloncito y luego volveré con ustedes. Mariette, sírvele tú el té dijo la condesa, alejándose con su paso rápido y ágil.
Mariette se quitó uno de sus guantes y dejó al desnudo una manecita alargada y vigorosa, llena de sortijas.
¿Quiere usted? preguntó a Nejludov, poniendo la mano, apartado el dedo meñique, sobre la tetera de plata calentada con alcohol.
Su rostro se puso grave y triste.
Nada en el mundo me resulta tan penoso como pensar que algunas personas, cuya estimación me interesa mucho, me confundan con la posición en que me veo obligada a vivir dijo.
Parecía estar a punto de echarse a llorar al pronunciar estas palabras. Y aquella frase, a pesar de su significado tan vago, le pareció a Nejludov llena de profundidad, de franqueza y de bondad, tanto lo impresionaba la mirada de los ojos centelleantes que acompañaba las palabras de la bonita y elegante joven.
Nejludov la contemplaba en silencio y no podía apartar sus miradas de aquel rostro.
Usted cree quizá que yo ni lo comprendo a usted ni lo que le está pasando, ¿verdad? Lo que usted ha hecho, todo el mundo lo sabe: c'est le secret de Polichinelle. Estoy entusiasmada por eso, lo admiro y lo apruebo.
Verdaderamente, no hay motivo alguno. Es muy poco lo que he hecho.
¡No importa! Comprendo los sentimientos de usted y los de ella... Bueno, no le hablaré más de eso se reportó, al creer notar un ligero descontento en el rostro de Nejludov. Y lo que comprendo también es que, habiendo visto de cerca el horror y los sufrimientos de esa vida de los presos decía Mariette, adivinando con su instinto femenino todo lo que era para él precioso e importante, y con el único pensamiento de conquistarlo, haya sentido usted el deseo de acudir en ayuda de esas víctimas de la crueldad y de la indiferencia de los hombres...
Comprendo que una persona pueda dedicar su vida a esa obra. Yo habría hecho lo mismo; pero cada cual tiene su destino...
¿Es que no está usted satisfecha del suyo?
¿Yo? exclamó, como si la dejaran atónita al hacerle semejante pregunta. Sí, debo estar satisfecha, y lo estoy. Pero hay un gusano roedor que se despierta.